La florería comenzó a llenarse de encargos. Las lluvias habían hecho brotar los girasoles, y Ji-ho preparaba ramos con cintas de colores suaves. Tae-oh ayudaba clasificando las flores por colores, aunque muchas veces se perdía en sus propios cuentos.
—Esta se llama “flor valiente” —decía, señalando una dalia—. Porque no le tiene miedo a la oscuridad.
Ji-ho sonrió. Anotó el nombre en un papel, solo para hacerlo feliz.
Ha-joon apareció con una caja entre brazos.
—Te traje las maderas para el nuevo estante.
—Gracias —dijo Ji-ho—. Hoy estoy lleno de pedidos, pero si querés podés empezar a armarlo. El niño está en modo florista oficial.
—¡Y jardinero! —gritó Tae-oh, con una cinta en la frente.
Ha-joon lo miró con ternura.
—Entonces vamos, Jardinero Tae-oh, que tu appa tiene trabajo.
Mientras Ha-joon clavaba tablas y medía distancias, Ji-ho preparaba un ramo especial. Una clienta lo había pedido para su esposa, que cumplía años.
—Quiero flores que digan “gracias por seguir aquí”, ¿se puede?
Ji-ho lo pensó. Eligió peonías, lavanda, y una flor blanca que parecía de papel.
—Las peonías son para la gratitud, la lavanda calma, y esta flor blanca… —tocó el pétalo con cariño—. Esta es para la esperanza.
Ha-joon lo observó en silencio. Había algo en sus manos, en su forma de hablar, que parecía sanar lo invisible.
—¿Y qué flor usarías para decir “no sabía que podía volver a sentir algo”? —preguntó, casi sin pensar.
Ji-ho lo miró, sorprendido.
—Usaría lirios. Son delicados, pero fuertes. Sobreviven al invierno y aún así florecen con dignidad.
Ha-joon asintió. No dijo más.
Pero por primera vez, cuando sus dedos se rozaron al pasarle una herramienta… ninguno de los dos se alejó.
Esa noche, mientras acomodaban todo, Tae-oh se quedó dormido en una silla. Ji-ho le arropó con una manta.
—Siempre soñé con una flor que no se marchite —susurró—. Pero quizás, el secreto no es encontrarla… sino cuidarla día a día.
Ha-joon no dijo nada.
Solo lo miró como quien acaba de encontrar un idioma que creía perdido.
El idioma de las flores.