El viento trajo consigo el olor a sal del mar esa tarde. Ji-ho estaba afuera, barriendo las hojitas del porche, cuando escuchó pasos conocidos. No necesitaba girarse para saber que era Ha-joon.
—¿Puedo quedarme un rato? —preguntó él, sin preámbulos.
Ji-ho asintió. Ya no necesitaban muchas palabras.
Se sentaron juntos en los escalones de madera, mirando el horizonte. Tae-oh dormía dentro, exhausto de tanto correr. Una manta lo cubría, y su pequeño pecho subía y bajaba con tranquilidad.
—Hoy me preguntó si te ibas a quedar para siempre —dijo Ha-joon, sin mirarlo.
Ji-ho apretó un poco más la taza de té que sostenía.
—¿Y qué le respondiste?
—Que eso solo lo sabías vos.
Silencio.
Una gaviota cruzó el cielo, y por unos segundos, lo único que se escuchó fue el vaivén del mar.
—No tengo muchas cosas claras, Ji-ho —dijo Ha-joon, bajito—. Pero hay algo que sí sé: cuando estoy acá, contigo, todo duele menos.
Ji-ho giró el rostro, sorprendido. Pero no habló. Solo extendió una mano, tímida, hacia la de él.
Ha-joon la tomó.
No fue un beso, ni una confesión ruidosa. Fue un apretón suave, un calor compartido.
Y bastó.
Esa noche, mientras cerraba la florería, Ji-ho encontró un pequeño papel bajo una maceta. Era el dibujo de Tae-oh: los tres juntos, con flores en las manos y corazones flotando sobre sus cabezas.
Detrás, con letra insegura, decía:
“Quiero que seamos una familia.”
Ji-ho guardó el papel en su cuaderno, junto a las notas que había escrito sobre flores que nacen en invierno.
Porque algunas cosas no necesitan decirse en voz alta.
Solo florecer, cuando todo está listo.