Capítulo 6: Promesas que no se dicen

El viento trajo consigo el olor a sal del mar esa tarde. Ji-ho estaba afuera, barriendo las hojitas del porche, cuando escuchó pasos conocidos. No necesitaba girarse para saber que era Ha-joon.

—¿Puedo quedarme un rato? —preguntó él, sin preámbulos.

Ji-ho asintió. Ya no necesitaban muchas palabras.

Se sentaron juntos en los escalones de madera, mirando el horizonte. Tae-oh dormía dentro, exhausto de tanto correr. Una manta lo cubría, y su pequeño pecho subía y bajaba con tranquilidad.

—Hoy me preguntó si te ibas a quedar para siempre —dijo Ha-joon, sin mirarlo.

Ji-ho apretó un poco más la taza de té que sostenía.

—¿Y qué le respondiste?

—Que eso solo lo sabías vos.

Silencio.

Una gaviota cruzó el cielo, y por unos segundos, lo único que se escuchó fue el vaivén del mar.

—No tengo muchas cosas claras, Ji-ho —dijo Ha-joon, bajito—. Pero hay algo que sí sé: cuando estoy acá, contigo, todo duele menos.

Ji-ho giró el rostro, sorprendido. Pero no habló. Solo extendió una mano, tímida, hacia la de él.

Ha-joon la tomó.

No fue un beso, ni una confesión ruidosa. Fue un apretón suave, un calor compartido.

Y bastó.

Esa noche, mientras cerraba la florería, Ji-ho encontró un pequeño papel bajo una maceta. Era el dibujo de Tae-oh: los tres juntos, con flores en las manos y corazones flotando sobre sus cabezas.

Detrás, con letra insegura, decía:

“Quiero que seamos una familia.”

Ji-ho guardó el papel en su cuaderno, junto a las notas que había escrito sobre flores que nacen en invierno.

Porque algunas cosas no necesitan decirse en voz alta.

Solo florecer, cuando todo está listo.