La primavera tocó el pueblo con manos suaves. Las flores comenzaron a abrirse tímidamente, como si también estuvieran esperando algo. Ji-ho ya no llevaba el delantal solo; muchas tardes, Tae-oh insistía en ponérselo también, aunque le quedaba enorme.
—¡Somos el equipo flor! —decía con los brazos en alto, manchados de tierra.
Ha-joon pasaba más tiempo en la florería. A veces reparando estantes, otras simplemente sentado cerca, leyendo en silencio mientras Ji-ho preparaba ramos. Nadie hablaba del “nosotros”, pero todo lo que hacían lo dibujaba con trazos suaves.
Una tarde, mientras Tae-oh dormía en la parte de atrás entre cojines y libros, Ji-ho sacó dos tazas de té al jardín.
—¿Qué pasa por tu mente cuando callás tanto? —preguntó Ha-joon, recibiendo la suya.
—Pienso en cómo llegué hasta acá. —Ji-ho miró sus manos, cubiertas de pétalos. Se quedó callado un momento—. Y me doy cuenta de que no me arrepiento.
Ha-joon bajó la vista. Se notaba que quería decir algo más, pero aún estaba aprendiendo a hablar desde el corazón.
Esa noche, un sobre llegó a la florería. No tenía remitente, pero el sello del sobre era familiar. Ji-ho lo reconoció: era de su familia. De la ciudad que dejó atrás.
Tembló.
No lo abrió de inmediato. Lo sostuvo como quien sostiene algo que podría romperse o explotar.
Ha-joon lo notó, pero no presionó. Solo dijo:
—Sea lo que sea, no estás solo.
Y por primera vez, Ji-ho creyó esas palabras.
Esta temporada comienza con promesas silenciosas, pero también con pruebas del pasado que amenazan la paz que construyeron.