La noche estaba en silencio, salvo por el leve crujir de las flores al moverse con el viento. Ji-ho tenía el sobre entre las manos desde hacía horas. No había cenado, no se había acostado. Solo miraba la ventana con el sobre en el regazo, como si al abrirlo fuera a desvanecerse todo lo que había construido.
Ha-joon bajó las escaleras en silencio, con una taza de leche caliente.
—Te la dejé por si querés —dijo con su voz tranquila, sentándose a su lado en el sofá.
Ji-ho asintió. Y por fin, con un suspiro profundo, rompió el sello.
Dentro había una carta escrita a mano, con la letra temblorosa de su madre.
Ji-ho,
Me enteré por alguien que aún estás vivo. Que estás bien. Que te fuiste al campo a vivir entre flores.
No sé si merezco escribirte, pero no puedo con el silencio.
Tu padre está enfermo. No pide por nadie, pero… a veces dice tu nombre en voz baja.
No te pido que regreses. Solo quería que supieras que, pese a todo, te recuerdo.
Mamá.
Ji-ho sintió un nudo en la garganta. No lloró. Solo se quedó quieto, mirando el papel. Su mente se llenó de imágenes rotas: gritos, puertas cerradas, miradas de decepción. Y también de aquella única vez en la infancia donde su madre le había puesto una flor detrás de la oreja y había sonreído.
—¿Querés hablar? —preguntó Ha-joon.
—No sé qué siento. —respondió Ji-ho en voz baja—. No sé si quiero verlos… o si me duele no querer.
Ha-joon puso su mano sobre la suya. No como quien da una respuesta, sino como quien promete acompañar sin juzgar.
Desde el cuarto, una voz pequeña rompió el silencio:
—Ji-ho… ¿Podés venir?
Era Tae-oh, medio dormido, buscando calor.
Ji-ho dejó la carta, se levantó, y fue a abrazarlo.
Quizás aún había cosas que no sabía perdonar… pero sí sabía amar.