El amanecer trajo una brisa fresca y el aroma dulce de las flores abriéndose. Ji-ho se despertó con Tae-oh abrazado a su brazo, profundamente dormido. Lo miró por unos segundos, acariciándole el cabello con ternura. Esa calidez pequeña y sincera le devolvía el equilibrio cada vez que el pasado intentaba hacer ruido.
En la cocina, Ha-joon preparaba desayuno. Pan tostado, huevos suaves y té de jazmín.
—¿Dormiste algo? —preguntó, sin dejar de revolver los huevos.
—Lo suficiente —respondió Ji-ho, tomando asiento con una sonrisa apagada—. Gracias por quedarte anoche.
Ha-joon se encogió de hombros.
—No es algo que se agradece. Estoy acá porque quiero.
El silencio entre ellos fue cómodo. Ji-ho lo observó, y por un instante, imaginó una vida sin miedos. Solo los tres, en esa casa sencilla, entre flores, risas suaves, y tazas de té.
Luego del desayuno, decidieron salir a caminar al mercado del pueblo. Ji-ho necesitaba distraerse y Tae-oh quería “ver si las frutillas todavía estaban vivas” —según sus palabras.
En el camino, varias personas saludaron. El pueblo ya los reconocía como parte del paisaje, como una familia que había brotado silenciosamente en el corazón de todos.
En un puesto de libros usados, Tae-oh encontró un cuento con dibujos de dragones y pidió que se lo leyeran esa noche. Ji-ho accedió sin pensarlo.
—¿Sabés? —le dijo Ha-joon, mientras Tae-oh saltaba entre los puestos—. A veces me pregunto si esto es real.
—¿Y qué respondés?
—Que no me importa si no lo es. Es lo más feliz que me sentí en años.
Ji-ho lo miró, con los ojos brillando como cuando ve llover y no tiene miedo de mojarse.
Y sin pensarlo mucho, se atrevió a tomarle la mano por primera vez en público.
No hicieron escándalo. No dijeron nada. Solo caminaron así, como si el mundo ya los entendiera.
Como si las flores de su historia ya hubieran echado raíz.