La florería tenía ese aroma entre tierra mojada y jazmines abiertos. Ji-ho estaba organizando los nuevos ramos que habían llegado esa mañana. Colocaba con cuidado cada flor, como si tocara fragmentos de una historia que aún no había sido contada.
Tae-oh dibujaba en una pequeña mesa al fondo. Un sol grande, un árbol y tres figuras tomadas de la mano. Cuando terminó, corrió hacia Ji-ho.
—¡Mirá! Somos vos, papá y yo. Pero somos un árbol. ¿Ves? Las raíces están abajo.
Ji-ho lo miró conmovido. Se agachó y lo abrazó.
—Es hermoso, Tae-oh. Y sí… somos como un árbol. Echando raíces juntos.
Más tarde, Ha-joon pasó a buscarlos para almorzar. Llevó una caja con comida casera: arroz, pollo en salsa dulce y kimchi suave. Comieron en el jardín de la florería, bajo la sombra de un limonero joven.
—¿Pensaste en lo que hablamos anoche? —preguntó Ha-joon, rompiendo el silencio.
Ji-ho asintió, aunque bajó la mirada.
—Sí, pero todavía me da miedo… Querer tanto algo. Tener algo tan bueno que podría perder.
—No vamos a perderlo —dijo Ha-joon con calma—. Vamos a cuidarlo. No hace falta correr, Ji-ho. Solo estar.
Las palabras no eran promesas grandiosas. Eran simples, suaves. Pero en ese momento, le bastaron.
Por la tarde, Ji-ho cerró la florería temprano. Caminó solo por la playa. El viento le acariciaba la cara. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo del futuro. Sintió esperanza.
Y entonces lo escribió en su libreta, con manos temblorosas pero corazón firme:
“No sé si esto es amor aún, pero sé que es paz. Y eso, para alguien como yo, es suficiente por ahora.”