Capítulo 5 — Donde florecen los silencios El invierno llegaba con pasos suaves al

pueblo. Las flores ya no brillaban con fuerza, pero había un encanto sereno en la forma en que resistían el frío. Ji-ho, envuelto en su abrigo gris, las tocaba con ternura, como si agradeciera su esfuerzo por seguir de pie.

Esa mañana, Ha-joon salió con Tae-oh a caminar por la costa. Era una costumbre que empezaron hace semanas: andar sin rumbo, dejar que el niño elija el camino. Y esa vez, Tae-oh los llevó al viejo muelle.

—Appa, ¿vos sabés por qué Ji-ho llora cuando no lo vemos? —preguntó de pronto.

Ha-joon se quedó quieto.

—¿Llora?

—A veces, cuando juega conmigo, sus ojos se le ponen brillosos. Pero no dice nada. Yo tampoco digo nada… por si no quiere que sepa.

Ha-joon se agachó, a su altura.

—Ji-ho guarda muchas cosas en su corazón. Algunas duelen, otras lo hacen fuerte. Pero no está solo, ¿sabés?

Tae-oh asintió.

—Por eso le doy abrazos cuando no está mirando.

Ha-joon sonrió con ternura, sintiendo que su hijo entendía más de lo que cualquier adulto hubiera logrado.

Esa noche, Ji-ho encontró una nota sobre su almohada. Era una hoja doblada con dibujos hechos con crayón: un corazón, una flor, una casa, tres muñequitos tomados de la mano.

Debajo, en letras torcidas, decía:

“Cuando vos estás, yo estoy feliz. No te vayas nunca, porfa. —Tae-oh”

Ji-ho no lloró. No esta vez. Solo se quedó abrazando la nota, mientras el calor de la estufa llenaba el aire de hogar.

Y en su pecho, como una raíz profunda que por fin encontró tierra fértil, sintió que pertenecía.