Desde la visita de la tía, Tae-oh andaba más callado. No triste, no molesto. Solo… pensativo, como si su mente de cinco años intentara ordenar algo que aún no tenía nombre.
Ji-ho lo notaba. En cómo se quedaba mirando las flores antes de regarlas, o cómo se apoyaba en su pierna sin decir nada, solo buscando contacto.
Una tarde, mientras cortaban hojas secas del jardín, Tae-oh rompió el silencio.
—¿Ella era como mi mamá?
Ji-ho bajó las tijeras con cuidado.
—Se parecen un poco. Tienen la misma forma de hablar.
—¿Y por qué no me vino a ver antes?
Ji-ho pensó un momento antes de responder.
—A veces, las personas tardan en saber qué es importante. Pero ahora vino. Y eso está bien, ¿no?
Tae-oh asintió despacio.
—Pero yo no quiero irme. Quiero quedarme con vos. Y con appa.
Ji-ho sonrió y le acarició el cabello.
—No te vas a ir. Este es tu lugar, florecita.
Esa noche, Ha-joon llegó más temprano. Había terminado de hablar con la tía. Acordaron visitas ocasionales, sin imposiciones, sin cambios drásticos.
—Le dije que nuestra prioridad es Tae-oh. Que lo importante no es la sangre, sino la raíz que lo sostiene.
Ji-ho le sirvió sopa caliente y le puso una mantita sobre las piernas cuando se sentaron a ver el atardecer.
—¿Y cuál es su raíz, según vos? —le preguntó, con una sonrisa cansada.
Ha-joon lo miró. No necesitó pensar demasiado.
—Vos. Nosotros.
Esa noche no hubo grandes declaraciones. Solo tres cuerpos en calma, compartiendo el mismo techo, respirando el mismo amor tranquilo. Ji-ho leyó un cuento, Ha-joon preparó el mate, y Tae-oh, con su energía recuperada, pidió dormir en el medio.
Y ahí, entre ellos, donde el viento ya no traía dudas, floreció algo que ni el miedo pudo arrancar.