Los días en el pueblo solían ser predecibles. Pero aquel lunes, el viento llegó con otro tono. Ji-ho lo sintió primero, en el aire. No era frío ni caliente. Solo… distinto.
Por la tarde, una mujer apareció en la florería. Alta, delgada, con el cabello recogido en un moño perfecto. Llevaba un bolso de cuero y unos zapatos demasiado elegantes para el pueblo.
—¿Usted es Ji-ho? —preguntó con voz firme.
Ji-ho, que estaba acomodando un ramo de lirios blancos, levantó la mirada y asintió, con un nudo en la garganta que no supo de dónde vino.
—Soy la hermana de la difunta esposa de Ha-joon. Vine a ver cómo está mi sobrino.
El mundo se le quedó en silencio. Ji-ho respiró hondo.
—Tae-oh está bien. Está en casa con su papá. ¿Quiere que lo llame?
La mujer lo observó, con una mezcla de juicio y duda.
—Prefiero hablar con él directamente. Pero gracias.
Esa noche, Ha-joon volvió con la frente arrugada. Había hablado con ella. No era una amenaza, pero tampoco era una visita inocente. Quería asegurarse de que “el niño no se olvide de su sangre”.
Ji-ho no dijo mucho. Solo preparó té de manzanilla y se sentaron juntos en el porche.
—¿Te molesta que ella venga? —preguntó Ha-joon.
—No me molesta que venga… Me da miedo que lo quiera llevar.
—No va a pasar. —Ha-joon le tomó la mano—. Tae-oh está bien aquí. Y si algún día él quiere verla más, lo acompañaremos. Pero este es su hogar. Vos sos su hogar.
Ji-ho cerró los ojos un segundo. El viento sopló otra vez. Distinto, pero ya no tan amenazante.
Dentro, Tae-oh dormía abrazado a su peluche favorito, con unas flores secas en su mesa de noche. Risas, tierra en las uñas y un corazón lleno. Eso era lo que importaba.