La florería estaba más viva que nunca. Con la llegada de la primavera, los pétalos parecían hablar entre ellos, y los colores se encendían con el sol suave de la mañana.
Ji-ho había cambiado el cartel de la puerta. Ya no decía solo “Flores de la Abuela”, ahora decía “Flores de Casa”. Lo decidió después de una conversación con Tae-oh, que un día le preguntó:
—¿Esta casa es nuestra, verdad?
Y aunque no era legalmente de todos, Ji-ho le respondió con el corazón:
—Sí. Es nuestra.
Esa mañana, mientras arreglaban unos arreglos florales para una boda sencilla, Ha-joon apareció por detrás y le ató el delantal con cuidado. Ji-ho se giró para mirarlo, con una sonrisa distraída.
—Me gusta cómo huele tu espalda cuando estás ocupado —le dijo Ha-joon, suave.
Ji-ho se sonrojó, pero no dijo nada. Solo le apretó la mano, en silencio.
Más tarde, mientras lavaban los platos, ocurrió algo pequeño, pero enorme: Ha-joon cantaba. Bajito, una canción antigua que solía tararear su esposa cuando cocinaban.
Ji-ho no lo interrumpió. Solo lo escuchó. Y cuando terminó, se acercó y apoyó su frente en su hombro.
—No sabía que cantabas.
—Hace mucho que no lo hacía.
—Podés hacerlo cuando quieras. No molesta.
—No cantaba por miedo. A olvidar su voz. Pero creo que ahora… ella también estaría feliz de verte con nosotros.
Ji-ho no respondió. No hacía falta. El silencio lo dijo todo.
Por la noche, Tae-oh pidió dormir en la misma habitación que ellos. Se metió en el medio, abrazando a ambos con sus bracitos pequeños. Antes de cerrar los ojos, susurró:
—¿Puedo quedarme con ustedes para siempre?
Ha-joon y Ji-ho se miraron por encima de su cabecita.
—Siempre —dijeron los dos al mismo tiempo.
Y el niño se durmió con una sonrisa que olía a hogar.