Ji-ho despertó antes que el sol, como siempre. Pero esa mañana algo era distinto.
No por el canto de los pájaros en el jardín ni por el aroma a lavanda que colgaba del alfeizar. Era por el silencio en la cocina. Ha-joon no estaba. Ni Tae-oh. La taza que siempre dejaba lavada la noche anterior seguía ahí, intacta.
Se asomó a la ventana y los vio: padre e hijo, descalzos, regando las plantas con cuidado. Tae-oh hablaba sin parar, contando una historia inventada sobre un dragón que vivía entre las hortensias. Ha-joon solo sonreía y le acomodaba la gorra.
Esa imagen le dio una punzada en el pecho. No de dolor. De ternura. De plenitud.
Cuando bajó, el niño corrió a abrazarlo.
—¡Ji-ho! ¡El dragón dice que las flores crecen más rápido si les cantás!
—¿Ah sí? —sonrió Ji-ho, alzándolo—. ¿Y vos le creés a ese dragón?
—¡Sí! ¡Porque vive en mi imaginación!
Ha-joon los miró en silencio. Y luego, sin pensarlo demasiado, acarició la mejilla de Ji-ho. Fue un roce lento, con el dorso de los dedos. Ji-ho se tensó por un segundo… pero no se apartó.
—Gracias —dijo Ha-joon.
—¿Por qué?
—Por quedarte.
Ji-ho no supo qué responder. Pero su sonrisa fue suficiente.
Ese día cocinaron juntos. Tae-oh se durmió en el sillón con harina en la nariz. Y por la noche, mientras el viento jugaba con las cortinas, Ji-ho y Ha-joon se sentaron en el porche con una taza de té entre las manos.
—Estoy listo —dijo Ha-joon.
—¿Para qué?
—Para vivir sin miedo.
Ji-ho lo miró. Sabía lo que esas palabras significaban. No era una confesión forzada, ni una promesa vacía. Era una semilla. Una que empezaba a germinar.
Y él… él estaba listo para regarla.