Capítulo 22: La tribuna y la traición

Capítulo 22: La tribuna y la traición

Era cuestión de tiempo.

Tras días de caos mediático, rumores y elogios cruzados con insultos, llegó la invitación: la Universidad Nacional organizaba un evento abierto llamado “Juventud, ideología y verdad”. Alexander había sido seleccionado para un debate en vivo junto a una figura pública de peso: Dr. Luciano Ortega, sociólogo, activista político y autor de varios libros sobre justicia social.

La invitación era clara:

"Diálogo respetuoso. Dos generaciones. Una sola pregunta: ¿qué mundo queremos construir?"

—“Te van a destrozar,” —le dijo Miguel Ángel mientras caminaban hacia el campus—. “Ese tipo es un animal de la retórica.”

—“Lo sé,” —respondió Alexander, revisando sus notas—, “pero la idea no es ganar. Es mostrar que existe otra forma de hablar. Sin rabia. Sin odio.”

Sara también iba con ellos, seria. Desde la filtración, el grupo había reducido reuniones, pero ella nunca se alejó.

Entraron al auditorio abarrotado.

Cámaras.

Luces.

Público dividido: estudiantes, docentes, periodistas, incluso activistas con carteles. Algunos a favor. Otros visiblemente en contra.

Cuando Alexander subió al escenario, vio a Luciano Ortega de pie, saludándolo con cortesía, pero con esa sonrisa que se usa cuando ya se decidió que vas a ser aplastado.

El debate comenzó.

Y fue brutal.

Luciano usó cada recurso: cifras, retórica emocional, ejemplos de víctimas reales, frases que apelaban a la culpa histórica.

Alexander se mantuvo firme.

Respondió con datos, pero también con preguntas.

Cuestionó sin atacar.

Propuso sin imponer.

—“Mi generación no odia la lucha,” —dijo Alexander en un momento—, “lo que odia es que se nos diga que solo hay una forma correcta de ver el mundo. Y si no estás dentro, estás contra todos.”

Luciano sonrió.

—“Eso suena bien, chico. Pero la neutralidad en un mundo injusto… también es una forma de tomar partido.”

Alexander respiró.

—“No soy neutral. Solo me niego a que la rabia sea mi brújula.”

Una parte del público aplaudió.

Otra abucheó.

Fue entonces cuando ocurrió.

En medio del debate, una chica de cabello corto y lentes —una estudiante— se levantó y gritó:

—“¡Él no es ningún héroe! ¡Yo lo vi manipular datos, escribir mensajes misóginos, decir que las víctimas exageran! ¡Yo filtré todo porque ustedes no tienen derecho a disfrazar odio de libertad!”

Silencio absoluto.

Los guardias del lugar se acercaron, pero Alexander levantó la mano.

—“Déjenla hablar.”

La chica, visiblemente alterada, sostuvo su celular en alto.

—“Tengo capturas. Tengo correos. No lo hice por fama, lo hice por justicia.”

Alexander se giró al público.

—“Y así es como se responde hoy: exponiendo, gritando, destruyendo.”

Volvió a mirar a la chica.

—“No te odio. De hecho, gracias. Gracias por mostrarnos lo fácil que es perder el rumbo cuando creemos que la indignación nos da derecho a cualquier cosa.”

El moderador pidió calma. El debate cerró abruptamente.

Pero el video del momento ya estaba subido.

Y al final, los medios no hablaron solo del enfrentamiento de ideas.

Sino de algo más poderoso:

De cómo alguien se mantuvo en pie cuando era más fácil destruir que conversar.

Esa noche, mientras caminaban de regreso, Miguel Ángel habló por primera vez en mucho tiempo sin sarcasmo:

—“No sé si ganaste… pero los hiciste pensar. Y eso vale más.”

Sara caminó a su lado, en silencio. Lo tomó de la mano.

Y juntos, en medio del bullicio, del ruido y de las contradicciones, Alexander sintió algo que no venía del orgullo:

Paz.