Capítulo 21: El precio de decir lo que nadie quiere oír
El sol apenas se alzaba, pero los titulares ya rugían.
“¿Nuevo líder de la ultraderecha intelectual?”
“Alexander Reshsvil: el adolescente que cree saber más que el mundo.”
“Joven ‘moderado’ que incomoda a todos: ¿genio o peligroso manipulador?”
El video había estallado.
En solo 12 horas, “La verdad incompleta también es una mentira” —como tituló Alexander su discurso— tenía más de 8 millones de vistas en múltiples plataformas.
Y no solo estaban hablando los usuarios.
Los grandes también.
Un periodista de una cadena internacional comentó en vivo:
—“Este chico tiene el carisma de un pensador clásico, pero con la arrogancia de alguien que aún no ha entendido la complejidad real del mundo.”
En otro canal:
—“Es brillante, sin duda. Pero plantea una dicotomía falsa entre corrección política y verdad. Lo que hace es disfrazar discursos peligrosos con lenguaje racional.”
Las redes se partieron en dos.
O en cien.
Algunos lo llamaban “el Sócrates moderno”.
Otros, “el nuevo rostro del elitismo intelectual disfrazado de rebeldía”.
Y en medio del caos, Alexander veía los videos en silencio.
No con orgullo.
Con agotamiento.
Sara se sentó a su lado con una taza de té.
—“Tú sabías que esto pasaría, ¿verdad?”
—“Sabía que incomodaría. Pero no... esto. No este nivel.”
Miguel Ángel entró con su celular en la mano.
—“Acaba de hablar la ministra de Educación en una entrevista. Dijo que tus ideas ‘pueden ser interesantes en el papel, pero que propagar ese tipo de visiones en jóvenes es irresponsable y hasta peligroso’.”
Alexander cerró los ojos.
—“Así que pensar se volvió peligroso.”
Miguel Ángel lo miró con seriedad:
—“Lo fue siempre. Solo que ahora duele más porque lo estamos viviendo.”
Afuera, periodistas rondaban la zona. Algunos querían entrevistas. Otros solo una imagen, un escándalo, un titular.
Prisma se convirtió en tendencia.
Los padres de varios miembros llamaban preocupados.
Un par de chicos dejaron el grupo por presión familiar.
Sara se puso de pie.
—“¿Y ahora qué? ¿Hacemos otro video? ¿Respondemos cada ataque?”
Alexander negó con la cabeza.
—“Si lo hacemos, perdemos. Porque pasamos de ser ideas a ser defensas. No quiero jugar el juego del escándalo. Quiero hacer pensar.”
Silencio.
Miguel Ángel se encogió de hombros.
—“Lo que pasa es que pensar ya no vende. Gritar, sí.”
Esa noche, mientras el país discutía si Alexander era “la promesa o la amenaza”, él caminó solo hasta la vieja librería donde siempre iba de niño.
Allí estaba el dueño, un anciano que apenas tenía tres clientes por semana.
—“Te vi en la tele, muchacho” —le dijo, sonriendo—. “Parece que el mundo no está acostumbrado a los que dudan de todo.”
Alexander se acercó al estante de filosofía. Tomó un ejemplar de El miedo a la libertad, de Erich Fromm.
—“Estoy empezando a entender que no se trata de tener razón. Se trata de cuánto puedes resistir cuando todos creen que no la tienes.”
El anciano asintió.
—“Y si lo haces sin perderte a ti mismo... tal vez entonces tengas algo más grande que la razón: integridad.”
Alexander salió con el libro en la mano.
El cielo estaba oscuro.
Pero no apagado.
Y por primera vez en días, no sintió rabia.
Solo calma.
Porque entendió que no era el ruido lo que debía vencer.
Sino el silencio que llega cuando nadie se atreve a pensar por sí mismo.