Capítulo 20: Voces al borde del abismo
El salón estaba lleno. No de personas, sino de tensión.
Los miembros más activos de Proyecto Prisma —doce en total— habían sido convocados esa tarde. El aire estaba cargado con el tipo de electricidad que no precede tormentas, sino rupturas.
Miguel Ángel abrió la reunión sin rodeos:
—“Tenemos una crisis. Todos lo saben. Pero antes de hablar de qué haremos, quiero que digamos lo que pensamos. Sin filtros.”
Silencio.
Hasta que Lucía, activista feminista y una de las voces más fuertes del grupo, habló:
—“No me siento segura aquí. No después de leer cómo se hablaba en privado de denuncias falsas como si fueran una epidemia. ¿Saben cuántas mujeres son asesinadas al año por sus parejas? Y ustedes estaban preocupados de que ‘el sistema está desequilibrado’. ¿En serio?”
Sara dio un paso al frente.
—“Lucía, nadie niega la violencia contra las mujeres. Pero parte de la honestidad intelectual es hablar también de los hombres que fueron destruidos por acusaciones falsas. ¿O solo vamos a defender lo que es cómodo?”
—“¡Eso es relativismo moral!” —espetó otro chico al fondo—. “¿Vamos a poner en la misma balanza a miles de víctimas reales con un puñado de casos dudosos?”
Alexander se mantuvo en silencio.
Observando.
Apuntando con la mirada las fracturas.
Los matices.
Las pasiones.
Miguel Ángel, como siempre, intentó mediar:
—“Lo que se filtró fueron borradores, ideas crudas. No documentos finales. Pero revelaron algo más profundo: que dentro del grupo, hay grietas. Y si no hablamos, vamos a rompernos.”
Finalmente, Alexander habló.
—“Voy a dar una respuesta pública. En nombre de Prisma. Pero no va a ser un ataque. No voy a victimizarme ni a pedir perdón por pensar. Lo que haré es lo mismo que siempre hemos querido hacer: explicar.”
Todos se giraron hacia él.
—“¿Qué vas a decir?” —preguntó Lucía con los brazos cruzados.
—“Que no somos perfectos. Que estamos aprendiendo. Pero que nadie nos puede obligar a elegir entre lo políticamente correcto y la verdad compleja. Que el mundo necesita conversaciones, no linchamientos.”
Uno de los chicos bufó.
—“¿Y quién te nombró vocero de todos?”
Alexander sostuvo su mirada.
—“Nadie. Pero si no lo hago yo, lo hará alguien que nos destruirá.”
Miguel Ángel asintió.
—“Hazlo.”
Sara también lo apoyó, con solo un gesto.
Esa noche, mientras la ciudad dormía y los medios seguían especulando sobre Prisma, Alexander escribió. No desde el ego, sino desde la responsabilidad. Sintiendo el peso de cada palabra. De cada decisión.
Al amanecer, subió el video.
Frente a la cámara, con voz clara y firme, comenzó:
> “Mi nombre es Alexander Reshsvil.
Soy parte de un grupo de jóvenes que decidimos dejar de mirar hacia otro lado.
Hoy me acusan de muchas cosas. Algunas ciertas, otras distorsionadas.
Pero no estoy aquí para defenderme. Estoy aquí para hablar.”
Y habló.
De las verdaderas cifras.
De las víctimas ignoradas por ideología.
De la corrupción, de África, de las desigualdades.
Del miedo de pensar diferente en un mundo que grita inclusión pero odia la disidencia.
No atacó.
No pidió disculpas vacías.
Solo abrió la puerta a algo más importante:
El diálogo.
Horas después, el video tenía millones de vistas.
Miles de comentarios.
Apoyos.
Críticas.
Pero, sobre todo, generó algo raro en esta época:
Debate.
Y mientras las redes ardían, Alexander volvió al lugar donde todo comenzó: el parque, la banca rota, el cielo abierto.
Allí lo encontró Sara.
—“¿Te diste cuenta?” —le dijo, sentándose a su lado—. “Lo lograste.”
Alexander no respondió.
Solo la miró.
Y sonrió con tristeza.
—“No lo logré. Pero creo que abrimos una grieta. Y por esa grieta... puede entrar algo de luz.”
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