Capítulo 1 — El campo seco

Italia, primavera del año 57 a.C.

El sol caía sin compasión sobre los campos agrietados. Lo que alguna vez fueron surcos fértiles eran ahora grietas polvorientas. Las vides se habían secado antes de dar fruto, y las aceitunas se pudrían aún verdes bajo un calor impropio. Ni siquiera las cabras tenían ganas de balar.

Sextus dejó caer el azadón y se quedó un momento mirando la tierra rota. Tenía diecisiete años, los brazos duros por el trabajo desde la infancia y la piel curtida por el viento del campo. Era romano, sí, pero de los que no pisaban el foro ni hablaban en latín culto. Su mundo era el barro, el sudor y el silencio de una madre que cada día servía menos pan en la mesa.

Su padre había muerto hacía dos inviernos, con los dedos crispados por el frío y una deuda pendiente con un recaudador de impuestos que no lloró su ausencia. Desde entonces, él era el único hombre en casa. Y Roma no se preocupaba por los hombres que solo sabían sembrar en tierra estéril.

Escuchó gritos desde el camino. No gritos de alarma, sino de júbilo, como si algo inusual estuviera ocurriendo. Caminó hacia la colina baja que separaba su campo del sendero principal. Desde allí vio una pequeña comitiva de soldados con estandarte, y a un hombre vestido con túnica roja y una pluma en el casco que hablaba alto a los vecinos reunidos.

—¡Por orden del procónsul Cayo Julio César, se levanta una nueva legión para la defensa y expansión de la República! ¡Todo ciudadano libre puede alistarse! ¡Comida, paga, botín y gloria en la frontera del norte!

Sextus tragó saliva.

Sabía leer lo justo para entender lo que decían las inscripciones del foro del pueblo. Sabía contar monedas. Pero no necesitaba saber mucho para entender lo que ese hombre ofrecía: comida y un futuro que no dependía de la próxima lluvia.

—¿La Galia? —oyó decir a uno de los presentes—. Dicen que son bárbaros. Hombres altos como torres, con espadas que no necesitan afilar.

—Y nosotros somos pobres —respondió otro—. A ver qué nos matan primero, si ellos o el hambre.

Sextus bajó la colina sin decir nada. Su madre lo miró al entrar en casa, como si ya supiera lo que pensaba.

—No quiero que mueras por Roma —murmuró ella.

—No voy a morir por Roma —dijo él—. Voy a intentar no morirme aquí.

Esa misma noche, se presentó en el puesto improvisado junto al foro. Dio su nombre, su edad, y al día siguiente partió hacia el campamento en la frontera de la Galia Cisalpina, donde se estaba formando una nueva unidad: la Legio XIII.

No lo sabía entonces, pero ese paso marcaría el inicio de algo más grande que él mismo.

Porque el camino de un legionario empieza con hambre......y termina con historia.