Italia del norte — Año 57 a.C.
El camino se extendía como una cicatriz polvorienta entre colinas bajas, villas dispersas y campos cada vez más escasos de vida. Sextus caminaba con el sol de la mañana en la espalda y una bolsa de tela colgada al hombro. Dentro llevaba un trozo de pan duro, una tira de queso seco y una pequeña figura de terracota que su madre había escondido sin decirle nada. La encontró al anochecer, cuando descansó bajo un alcornoque. Era Mercurio, el dios de los viajeros. No dijo nada al verla, pero la guardó con cuidado.
El grupo de reclutas era pequeño. Algunos eran muchachos de su edad, otros hombres mayores, curtidos, tal vez veteranos sin tierra que buscaban una segunda oportunidad. No se hablaba mucho. Cada cual caminaba sumido en sus pensamientos, como si temieran nombrar en voz alta lo que venía. Un soldado montado en un mulo, veterano del ejército, los escoltaba sin prestar demasiada atención.
Pasaron junto a pueblos donde las mujeres los miraban con lástima o desprecio. En uno de ellos, un niño corrió junto a ellos unos metros y gritó:—¡Id a morir por Roma!
Uno de los reclutas le lanzó una piedra que no dio en el blanco. El niño huyó entre risas.
Sextus pensaba en su madre. En si habría encendido el fuego esa mañana, en si habría salido a buscar hierbas. Pensaba también en su padre, en su rostro seco, en su silencio. Y se preguntaba si habría hecho lo mismo en su juventud. Roma le quedaba lejos, pero la legión... ya estaba dentro de él.
En una parada junto a un riachuelo, un joven con acento del sur se sentó a su lado.
—¿Primera vez? —le preguntó.
Sextus asintió.
—Yo también. Dicen que el entrenamiento te mata antes que el enemigo.—Entonces sobreviviremos al peor de los dos —respondió él sin mucha convicción.
Al quinto día, vieron los estandartes a lo lejos. Un campamento de reclutamiento en construcción, con empalizadas de madera y tiendas de cuero alineadas con precisión. Delante de la entrada, una gran piedra sobre la que se apoyaba un águila de bronce. No era la de su legión —aún no la tenían—, pero ya imponía.
El soldado del mulo desmontó. Su voz, por primera vez, fue firme:
—Aquí empieza vuestro adiestramiento. Aquí dejáis de ser hombres libres. Aquí aprenderéis a obedecer, a matar… o a morir. Bienvenidos al campamento de César.
Sextus tragó saliva. La tierra bajo sus pies parecía la misma, pero el aire ya olía a hierro, sudor y gritos contenidos. Dio un paso hacia la empalizada. Luego otro.
Y no volvió a mirar atrás.