Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Día 6
Las marchas se convirtieron en rutina. No por ser fáciles, sino porque el cuerpo aprendía a moverse aunque doliera, aunque sangrara. Cada mañana, el cuerno sonaba antes del amanecer, y los hombres salían arrastrando las piernas como fantasmas envueltos en sudor seco.
Sextus ya no contaba los pasos, ni el tiempo. Solo seguía a los pies delante de él, y empujaba al siguiente si caía. Eso era suficiente.
Marcus apenas hablaba. Titus bromeaba poco. Gaius mantenía la espalda recta aunque por dentro estuviera roto. Había nacido una suerte de orgullo silencioso. Como si aguantar, simplemente aguantar, ya fuera una victoria diaria.
El séptimo día, no hubo marcha. Solo orden de limpieza de equipo y formación doble al atardecer. Todos sabían que eso no significaba descanso.
A la hora señalada, las cohortes de reclutas estaban formadas frente al águila de bronce. El silencio era tan espeso que podía oírse cómo crujían las sandalias contra la gravilla.
Entonces, los centuriones llegaron. No corriendo. Caminando. Lentamente. Con una calma que pesaba más que los gritos. Uno de ellos llevaba a un joven sujeto por los brazos. Tenía la túnica sucia y el rostro demacrado.
—Este hombre —dijo el centurión en voz alta— robó un puñado de grano de la ración de otro. No lo negó. No pidió perdón. Solo dijo que tenía hambre.
Hubo murmullos, pero se apagaron rápido. Todos tenían hambre. Todos estaban rotos. Pero nadie robaba.
—En la legión —continuó el centurión— no hay ladrones. Solo soldados… o cadáveres.
Hizo una seña.
Cuatro hombres formados lo arrastraron al centro. Lo desnudaron hasta la cintura. Ataron sus muñecas a un poste clavado en la tierra, frente a todos. Luego, uno por uno, diez reclutas al azar —no sus compañeros— fueron obligados a golpearlo con varas de madera. En silencio. Sin elección. El castigo se llamaba fustuarium, y era más antiguo que César.
Cada golpe sonaba seco. Cada grito era más débil que el anterior. Cuando cayó, no se movió.
No dijeron si estaba vivo o muerto. Solo lo arrastraron fuera del círculo y ordenaron volver a las tiendas.
Nadie habló esa noche.
Sextus no durmió.Miró el techo de lona como si pudiera encontrar en él la respuesta a una pregunta que aún no se atrevía a formular.
No sabía si temía más la guerra……o el tipo de hombres en que tendrían que convertirse para sobrevivirla.