Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Noche del Día 3
La lluvia empezó como un susurro suave sobre las lonas de las tiendas. No era tormenta, solo esa humedad constante que en el norte de Italia se colaba por las costuras de los campamentos, empapándolo todo con paciencia.
Sextus estaba tumbado de lado, con la túnica aún pegada al cuerpo por el sudor seco de la marcha. El escudo le servía de apoyo, y el saco bajo la cabeza apenas amortiguaba el dolor de cuello. Nadie hablaba al principio. Solo se escuchaban respiraciones pesadas, crujidos de huesos al estirarse… y gotas. Una detrás de otra.
Fue Gaius el que rompió el silencio.
—Si mañana sigo vivo, me construiré unas sandalias nuevas. Las que tengo han decidido que odian mis pies.
Titus rió por lo bajo, aunque sin energía.
—Yo creo que mis pies se han rebelado. Ya no me pertenecen. Son romanos libres que han pedido la ciudadanía por separado.
Sextus sonrió. Y por primera vez, Marcus también.
—¿Qué hacías antes de esto, Titus? —preguntó, con voz cansada pero curiosa.
El alfarero suspiró.
—Rompía más vasijas de las que vendía. Mi padre me decía que tenía manos de legionario… porque no servían para el barro, pero sí para romper cosas.
—Pues mira, al final tenía razón —dijo Gaius.
—¿Y tú, Gaius? —preguntó Sextus.
—Yo… bueno, mis padres eran campesinos, igual que los tuyos, supongo. Pero en mi villa mandaba un patrono. Un día dijo que necesitaba jóvenes para servir a Roma, y mi nombre salió en el sorteo. No tuve opción. Pero tampoco lloré.
—¿Y te sientes romano? —preguntó Marcus.
Gaius se encogió de hombros.
—Cuando como. Cuando marcho, no.
Todos rieron suavemente. El frío empezaba a calar, pero el calor humano lo mantenía a raya.
—¿Y tú, Marcus? —preguntó Titus—. Dijiste que eras del Transtiberim, ¿no?
El muchacho dudó. Luego, bajando la voz, respondió:
—Robaba. Pero no por gusto. Mi madre murió, y mi padre… se fue. Me crié entre callejones. Robar o morir. Me cogieron con una bolsa de harina que ni siquiera era para mí. El pretor me dio dos opciones: azotes o la legión. Elegí esto. Aquí por lo menos no estoy solo.
Hubo un silencio distinto entonces. No de pena. De respeto.
Sextus se incorporó un poco.
—Yo vine por hambre —dijo—. Y por orgullo. No quería quedarme viendo cómo mi casa se caía a pedazos. Pensé que, si moría, prefería hacerlo con una espada en la mano. Aunque sea de madera.
—No estamos tan lejos unos de otros —dijo Titus.
—Somos barro —añadió Gaius, citando al centurión del día anterior—. Pero el barro, si se cuece bien, se convierte en ladrillo.
—¿O en urna funeraria? —ironizó Marcus.
—Depende de quién la llene —respondió Titus.
Se quedaron en silencio un momento más. La lluvia seguía cayendo, pero ya no pesaba.Eran cuatro jóvenes, lejos de casa, sucios, con los pies rotos…Y sin embargo, ya empezaban a ser una unidad.
No eran soldados todavía.Pero ya eran hermanos de tienda.