Capítulo 5 — Donde pisa el barro

Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Día 3

El cuerno sonó más temprano que de costumbre. El cielo aún no se había teñido del todo, y la niebla rozaba el suelo como un sudario húmedo. Los reclutas salieron en silencio, arrastrando los pies. Algunos no habían dormido. Otros apenas habían podido levantarse. Pero todos estaban fuera antes de que el centurión gritara.

—Hoy marchamos —dijo uno, sin levantar la voz—. Como verdaderos soldados.

No llevaban armas. Ni siquiera los rudis. Solo el escudo de madera a la espalda, una mochila con piedras para simular el peso del equipo, y una bolsa de grano colgada al cinto. Cuarenta libras sobre los hombros. Y el camino aún sin trazar.

Las órdenes eran simples: mantenerse en formación, no hablar, no romper el ritmo. Si uno se retrasaba, toda la cohorte repetía el tramo.

La primera hora fue soportable. La segunda, incómoda. En la tercera, el sudor ya empapaba las túnicas, los pies dolían y los hombros ardían como brasas. El barro del camino se pegaba a las sandalias como si tratara de arrastrarlos de vuelta a la tierra.

Sextus no dijo una palabra. Solo caminaba.

A su lado, Marcus resoplaba cada cinco pasos. Titus ya había dejado de bromear. Y Gaius, siempre altivo, empezaba a inclinar los hombros.

En una curva del camino, un recluta vomitó. No se detuvo. Ni siquiera miró atrás. Siguió caminando con lágrimas mezcladas en su saliva.

El centurión no gritaba. Solo observaba. Eso era peor.

En la cuarta hora, las piernas de Sextus iban por inercia. Cada paso era un acto de voluntad. El escudo de madera pesaba como si fuera de piedra. La mochila parecía crecer con el tiempo. Y entonces, en medio del dolor, de la humedad y del hedor a humanidad rota, pensó:

"¿Qué estoy haciendo aquí?"

Podía estar en su tierra, en su choza, mirando un campo seco, sí… pero sin esta carga en la espalda, sin este látigo invisible que le cortaba el alma.¿Había elegido mal? ¿Había confundido hambre con valor?

Pero entonces miró a su derecha. Marcus seguía allí. Las piernas temblando, los labios apretados, pero seguía. Y más allá, Titus murmuraba algo entre dientes, y Gaius lo animaba sin levantar la voz. Ninguno se rendía. Nadie abandonaba.

Y en el fondo, Sextus sintió algo nuevo. No orgullo. No fuerza.Algo más simple: determinación.

Cuando regresaron al campamento, ya no caminaban: se arrastraban. Les dieron agua y grano sin sal. Algunos se tumbaron en el barro. Otros simplemente cayeron de rodillas.

Sextus no dijo nada.

Pero cuando esa noche se tumbó bajo la lona, con la espalda hecha piedra y los pies sangrando, pensó una sola cosa antes de cerrar los ojos:

"Si he de morir, que sea caminando al frente."