Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Día 2
Al amanecer, el cuerno sonó áspero entre la niebla baja del campamento. No era un toque marcial, sino una advertencia: aquí no se duerme más allá del sol. Los hombres salieron de sus tiendas aún con el cuerpo entumecido, algunos con los ojos rojos de no haber pegado ojo.
Sextus se calzó las sandalias con torpeza y salió junto a Gaius, Titus y Marcus. La explanada frente al águila de bronce ya hervía de movimiento. Los centuriones gritaban nombres, dividían a los reclutas por contubernia y asignaban tareas con rapidez. No había tiempo para preguntas. Solo órdenes.
Un suboficial, rostro curtido y voz como piedra, les entregó su primer equipo.
—Hasta que seáis soldados de verdad, entrenaréis con esto. Que no os engañe el color.
Les puso en las manos un gladius de madera: el rudis. Era más largo que el gladius real, más tosco… y mucho más pesado. Fabricado para que el entrenamiento fortaleciera los brazos y el alma a partes iguales.
—Esto pesa como una mula —murmuró Titus, girándolo entre los dedos.
—Y todavía falta el escudo —dijo el suboficial.
Lo siguiente fue el escudo de madera, una réplica del scutum romano. Grande, rectangular, curvado, con asas sin protección. El borde les mordía los antebrazos si no lo cogían bien. Fabricado también más pesado que el verdadero, para forzar resistencia y técnica.
—¿Esto es entrenamiento o castigo? —susurró Marcus mientras intentaba equilibrarlo.
—Aún no han empezado con el castigo, pequeño —respondió Gaius.
Después vino el aseo. Les obligaron a cortarse el cabello al ras y a lavarse en un canal helado que bordeaba el campamento. No había toallas ni compasión. Un recluta que se quejó por el frío recibió una bofetada del veterano que lo escoltaba.
Sextus sintió la cuchilla pasar por su cuero cabelludo, y el agua helada correr por su espalda como si se llevara los últimos restos del campesino que había sido. Cuando volvió a ponerse la túnica corta y tosca que le dieron, ya no se sentía igual.
El resto del día lo pasaron aprendiendo a estar de pie en fila. Solo eso. Pero lo hacían bajo un sol cruel, sin mover un músculo, bajo la mirada fija del centurión que pasaba inspeccionando rostro por rostro.
—No sois soldados. Sois barro —dijo aquel hombre, alto y con cicatrices antiguas—. Y el barro se pisa… o se moldea.
Sextus miró el rudis en su mano. No cortaba. No brillaba. No era noble. Pero pesaba como si llevara toda la responsabilidad de su futuro grabada en cada veta de madera.
Esa noche, no hubo charla en la tienda. Solo cuerpos agotados y un silencio respetuoso.Y fuera, en la oscuridad, el crujido de espadas de madera chocando en otro rincón del campamento.Un anticipo de lo que vendría.