El silencio posterior al combate apenas duró un instante. Algunos tigurinos, en su desesperación, habían intentado formar líneas, resistir en las sombras del bosque o entre las tiendas. Pero era tarde. La sorpresa los había destrozado por dentro antes de que los gladius romanos lo hicieran por fuera.
—¡Huyen! —gritó uno de los legionarios, señalando hacia el este.
Y así era. Grupos dispersos de enemigos corrían desordenados, dejando atrás sus armas, pertenencias y hasta a sus heridos. La emboscada había cumplido su objetivo: romper la cohesión de la tribu. Ya no luchaban, solo intentaban escapar.
Sextus avanzaba con su gladius en mano, aún con la respiración agitada y la mirada tensa. Su cohorte se desplegaba entre las tiendas derribadas, recogiendo botines, asegurando la zona, buscando posibles focos de resistencia. No los había. Solo cuerpos, gritos aislados y el sonido del río al fondo.
—Alto —ordenó un centurión cercano—. Que nadie persiga sin orden directa. ¡Formad!
Sextus obedeció. Caminó unos pasos y se detuvo junto a un cuerpo caído. Era un joven, quizás no mayor que él. Un tatuaje tribal le cruzaba la mejilla. Su mirada seguía abierta, como si buscara entender lo que había ocurrido.
Sextus se agachó y le cerró los ojos con dos dedos. No dijo nada.
—¿Todo bien? —preguntó Atticus, apareciendo a su lado.
—Sí… Solo pensaba que pudo haber sido uno de nosotros. O yo.
El veterano asintió con gravedad. No respondió. No hacía falta.
Desde la colina, Scaeva observaba en silencio. La misión se había cumplido. El enemigo huía. Pero también sabía que aquella era solo la primera sangre derramada en una campaña que aún no había comenzado del todo.