El llanto de un recién nacido resonó en los aposentos del Hana no Gosho, el Palacio de las Flores. Era el año de Bunshō cinco, el décimo segundo día del tercer mes – 1465 para la mente que ahora habitaba el cuerpo diminuto de Ashikaga Yoshihisa. Sin embargo, para esa mente, los anales de Japón eran un libro ya leído, sus páginas manchadas de guerras civiles y oportunidades perdidas. José Luis, un historiador Boliviano graduado en Harvard amante de la historia se encontraba en Asia realizando tour, conociendo a su amor de su vida una Japonesa con la cual se mudó a su ciudad Natal de Hitori, se encontraba ahora confinado en la fragilidad de un infante, los suaves pliegues de su piel ajenos a las cicatrices invisibles de siglos por venir.
El mundo era un borrón de colores pastel y murmullos suaves. Los rostros se inclinaban sobre él, ojos oscuros llenos de una preocupación tierna que José Luis, o mejor dicho, Yoshihisa, apenas registraba. Su mente, acostumbrada a analizar tratados y estrategias, luchaba por procesar la simpleza del hambre y el calor. Pero incluso en esta etapa temprana, una chispa de su antigua conciencia permanecía intacta, observando el mundo con una intensidad impropia de un recién nacido.
A medida que los días se convertían en semanas, Kiyo, la joven sirvienta de ojos vivaces asignada a sus cuidados, comenzó a notar algo peculiar. Mientras otros bebés se perdían en el ciclo de sueño y llanto, Yoshihisa a menudo permanecía extrañamente quieto, sus pequeños ojos oscuros siguiendo los movimientos del techo con una fijeza impropia. A veces, un leve fruncimiento de ceño surcaba su frente infantil, como si estuviera absorto en la resolución de un problema complejo.
Alrededor de los tres años, cuando las palabras comenzaron a formarse en su boca con una claridad sorprendente, las peculiaridades se hicieron más evidentes. Mientras otros niños recitaban canciones de cuna y pedían juguetes, Yoshihisa preguntaba con una seriedad desconcertante sobre el linaje de los shugo-daimyo vecinos y la solidez de las defensas del palacio. Sus tutores se encogían de hombros ante estas preguntas prematuras, atribuyéndolas a una imaginación vívida.
Uno de los sucesos que paso en trascurso fue el conflicto de poder donde comenzó la guerra Onin que en el 1467 donde sus aliados fueron el clan yamana, liderado por Yamana Sozen y del clan Ouchi liderado por Ouchi Masahiro.
Donde el conflicto comenzado fue por culpa de su padre que ya no quería seguir en el poder nombrando y adoptando un hijo sucesor a Ashikaga Yoshitane, el frente por el cual estaba apoyado por el clan Hosokawa liderado por katsumoto. Tras 2 años de pelea Yoshimi se rinde y abandona el poder por lo que Yoshihisa quedo Heredero del Shogun en el año 1469 cuando cumplió 4 años.
"El corazón de Yoshihisa latía con fuerza en su pecho mientras pensaba los sucesos acontecidos” Pensando la guerra entre los clanes Yamana y Ouchi contra los Hosokawa continuaría hasta 1477 donde esta batalla entre estos dos clanes será la cúspide de las desintegración del Shogunato donde se esparció la guerra en todo Japón todo con el fin de expandir sus territorio donde Japón se Desfragmento en mas de 270 Daimons.
A la edad de seis años, bajo la tutela del venerable monje Sōtan, Yoshihisa devoraba los rollos de historia con una voracidad inusual. Pero en lugar de simplemente memorizar los nombres y las fechas, buscaba patrones, analizando las decisiones de los líderes del pasado con la perspectiva de alguien que conocía sus destinos. "¿Por qué el Shogun Yoshimasa confió tanto en los Hosokawa?", preguntaba un día, su voz infantil cargada de una gravedad impropia. "Su ambición era una sombra larga que terminaría por oscurecer el shogunato."
Fue durante estas sesiones de estudio que la semilla de su ambición comenzó a echar raíces, alimentada por el conocimiento del caos venidero. La Guerra Ōnin era una tormenta inminente en el horizonte de su memoria, una conflagración que debilitaría aún más el ya tambaleante poder de los Ashikaga. Jose Luis, el historiador, se negaba a ser un mero espectador de la historia repitiéndose. Atrapado en el cuerpo de Yoshihisa, sentía el peso de una oportunidad única: la de moldear el futuro, no solo de Japón, sino quizás de un mundo aún desconocido para sus contemporáneos.
Mientras otros niños jugaban a la guerra con espadas de madera, el joven Yoshihisa pasaba horas en el jardín, trazando mapas rudimentarios en la tierra con un palo. No eran los mapas de Japón que conocían sus tutores, sino bocetos vagos de un mundo más grande, un continente al este bañado por un océano inmenso, un lugar que, en su mente adulta, ya estaba siendo hollado por barcos europeos. La idea de izar el estandarte Ashikaga en esas tierras inexploradas, de reclamar un nuevo imperio antes de que la sombra de la cruz se extendiera, comenzó a tomar forma, un crisantemo prematuro floreciendo en el suelo fértil de su conciencia renacida.
Hana al ver a su hijo sorprendida por la genialidad de su hijo contrato a los mejores docentes para su enseñanza.
La luz tenue de las lámparas de papel iluminaba los rollos extendidos sobre la baja mesa. El monje Sōtan, con sus cejas blancas como nieve y la paciencia cultivada durante décadas de meditación, intentaba inculcar en el joven Ashikaga Yoshihisa los principios de la caligrafía. La mano infantil sostenía el pincel con una seriedad impropia de sus seis años, trazando los caracteres con una concentración que a menudo superaba la de sus compañeros nobles.
Sin embargo, eran los ojos de Yoshihisa lo que a veces desconcertaba a Sōtan. No eran los ojos traviesos y curiosos de un niño, sino unos que parecían absortos en la contemplación de paisajes lejanos, de batallas aún no libradas, de un futuro que el monje no podía ni imaginar. Cuando Sōtan explicaba las intrigas de la corte Heian o las hazañas de los samuráis del pasado, Yoshihisa asentía con una comprensión que parecía ir más allá de la mera memorización. A veces, una pregunta súbita e inesperada interrumpía la lección, una pregunta que revelaba una sorprendente conciencia de las consecuencias a largo plazo de los eventos históricos.
"—Sensei," preguntaba un día Yoshihisa, sus ojos fijos en el carácter de la "guerra" (SEN), "cuando el clan Minamoto derrocó a los Taira, ¿sabían que siglos después otro guerrero surgiría para unificar el país de nuevo, borrando casi por completo su linaje?"
Sōtan parpadeaba, desconcertado. "¿Otro guerrero? Joven señor, la paz que el Shogunato Ashikaga ha traído..." Su voz se apagó, consciente de la ironía de sus propias palabras en una época tan turbulenta. "¿Qué le hace pensar en tales cosas?"
Yoshihisa simplemente bajaba la mirada hacia su pergamino, su joven rostro impenetrable. "¿Solo una curiosidad, Sensei?" Pero Sōtan sentía una punzada de inquietud. No era la curiosidad de un niño; era la pregunta de alguien que ya había visto el desenlace de la historia.
Lady Ren, encargada de instruir a Yoshihisa en las artes y la poesía, también notaba esta cualidad inusual en su joven pupilo. Mientras le enseñaba los delicados matices del waka, Yoshihisa a menudo desviaba la conversación hacia temas sorprendentemente pragmáticos.
"—Lady Ren," preguntaba mientras contemplaban un poema sobre la fugacidad de la vida, "¿es la belleza de una flor más valiosa que un campo de arroz que alimenta a miles?"
La noble mujer sonreía suavemente. "¿Joven señor, ambas tienen su propio valor a su debido tiempo?"
"—Pero uno asegura la supervivencia," replicaba Yoshihisa, su tono serio. "La belleza es efímera, el sustento es la base."
Ren sentía un escalofrío recorrer su espalda. Era una perspectiva inusualmente utilitaria para un niño de su edad, criado en la opulencia y la tradición de la corte. Parecía haber una madurez, una comprensión tácita de las necesidades fundamentales, que trascendía su juventud.
Incluso Yoshida Kaneyoshi, el erudito de mente más abierta introducido más tarde en su educación, se sentía intrigado y a veces desconcertado por Yoshihisa. El joven shogun mostraba un apetito voraz por el conocimiento, pero sus intereses eran extrañamente amplios, extendiéndose más allá de los límites tradicionales de la erudición japonesa. Preguntaba con insistencia sobre las costumbres de tierras lejanas, sobre los mapas incompletos del mundo conocido, y sobre la posibilidad de que existieran otras civilizaciones más allá de los mares.
"—Sensei," preguntó una vez, señalando un punto vacío en un mapa rudimentario, "¿creen que más allá de la costa oriental existe otra gran masa de tierra? Los barcos que navegan hacia el este, ¿nunca han encontrado nada?"
Kaneyoshi, aunque un hombre de vasta lectura, solo podía ofrecer conjeturas basadas en antiguos mitos y relatos de marineros. Pero en los ojos inquisitivos de Yoshihisa, sentía una certeza tácita, como si el joven ya conociera la respuesta a su propia pregunta.
Para sus docentes, Ashikaga Yoshihisa era un enigma fascinante. Su inteligencia era innegable, su capacidad de aprendizaje sorprendente. Pero había una cualidad en su mirada, una profundidad en sus preguntas, una seriedad en sus reflexiones, que sugerían una mente que había visto más de lo que sus pocos años permitían. Lo veían como un niño prodigio, sí, pero también como alguien… diferente. Alguien que parecía estar mirando más allá del presente, con los ojos fijos en un horizonte distante que solo él podía vislumbrar. Esta percepción sutil, esta sensación de que Yoshihisa albergaba un conocimiento oculto, comenzaba a sembrar una silenciosa curiosidad y, en algunos corazones más sensibles, una leve inquietud.