El cielo no debe crujir.
Pero aquella noche lo hizo. Como si el tiempo, harto de repetición, hubiera decidido quebrarse por una última vez.
Y de entre esa grieta, cayó él.
No fue una llegada épica. Ni una aparición heroica. Cayó como una bolsa de carne sin destino. Como alguien que no debía estar aquí. El cuerpo impactó contra la tierra, levantando polvo viejo. Y entre las partículas suspendidas, dos ojos abiertos —uno devorando luz como un agujero negro, otro escupiendo fuego estelar— se quedaron mirando algo que ya no existe.
Togi no grababa su nombre. O no quería hacerlo.
Solo sentía el eco: un mundo que desapareció y lo escupió aquí, como el último error antes del colapso.Su ropa estaba perdida, pero un suéter caía a un solo lado de su cuerpo como si aún intentara abrazarlo. Un reloj colgaba de su cinturón, con la forma de un gato dormido. La Fecha: 16/01/25, detenida para siempre.
Caminó.
El bosque lo ignoró.La luna lo observó.
Y entre las ramas, una voz:
—Ha llegado tarde, estrella rota.
Una figura de cabello verde, ajena a todo lo demás, lo esperaba sentada sobre una roca. No parecía sorprendida. Como si lo hubiera estado esperando toda su vida. Como si él ya hubiera estado aquí antes.Ella estiró la mano, sin temor, y tocó su pecado.
—Estás lleno de tiempo muerto —susurró—. Pero aún hay pulsos que gritan.
No hay otra cosa. O no quería entender.Pero sus ojos brillantes. El colgante en su cinturón vibró.Y el mundo cambió.