Capítulo 1: Contacto con el horizonte - Parte IV

La mazmorra rugía.

Gritos. Disparos. El crujido de huesos al romperse.

Algo se arrastraba dejando un aliento ácido en los túneles.

Pero él ya no miraba hacia atrás.

Solo caminaba.

Cada paso le abría los pies.

Sentía la carne ceder dentro del calzado húmedo.

El costado le latía como un tambor roto.

¿Hacia dónde lo guiaba la voz?

[Camina]

Una orden disfrazada de pensamiento.

Y él obedecía. No porque creyera, sino porque, por ahora, lo alejaba del peligro.

El aire cambió.

Más denso. Más antiguo.

Como si llevara siglos sin renovarse.

Ya no olía a sudor ni a sangre. Olía a moho.

Y a piedra viva.

Faltaba oxígeno. Tal vez estaba descendiendo sin notarlo.

Como si el lugar mismo hubiera olvidado cómo respirar.

Un gruñido seco lo detuvo.

Venía de un pasillo lateral.

Se pegó a la pared.

Se tapó la boca con una mano ensangrentada.

No podía dejar escapar ni un aliento.

Escuchó.

Algo se arrastraba.

Y entre susurros húmedos… el chasquido de huesos partidos entre dientes.

Se asomó.

Un ser agazapado devoraba un cadáver.

No era un niño. Era uno de los esclavistas.

La cabeza colgaba ladeada. El cuello torcido como una rama mojada.

El monstruo no masticaba con dientes.

Tenía una mandíbula de acero, dividida en segmentos que se abrían y cerraban como patas de insecto.

Sus brazos eran múltiples, finos, largos como agujas de coser.

Se insertaban con precisión quirúrgica en el torso del muerto.

Extraía algo.

No carne. Algo más pesado. Más opaco que el músculo.

Del cráneo abierto salía vapor, como si el pensamiento aún intentara escapar.

Retrocedió.

Contuvo la respiración.

Pero el monstruo ya lo había notado.

Con un movimiento brusco, alzó su cabeza de agujas y rugió.

Un rugido metálico, chirriante, como sierras cortando hueso.

El cadáver cayó al suelo con un golpe seco.

La vibración del rugido recorrió las paredes.

Y en la distancia… cadenas tintinearon en respuesta.

[Deprisa]

Dio un paso. Luego otro.

Las piernas le temblaban.

No de miedo, sino de algo más profundo.

Algo sin nombre, pero ya dentro de él.

Avanzó entre columnas derrumbadas y puertas podridas por la humedad.

Cada paso era un martillazo en la pierna.

Pero era mejor que quedarse.

A lo lejos, se oían los ecos del combate.

Voces. Gritos. Disparos.

Las criaturas de la mazmorra atacaban a los esclavistas.

Eso… le daba tiempo.

Las paredes habían cambiado.

Eran más viejas ahora.

Cubiertas de símbolos que no entendía, pero que ardían bajo sus dedos.

Como si aún respiraran.

Como si observaran.

[Más]

Y caminó.

La luz era débil. Apenas suficiente para distinguir el pasadizo colapsado frente a él.

Más allá… una sala.

La cúpula era alta.

Grietas negras cruzaban la piedra como venas secas.

En el centro, un pedestal.

Y sobre él… la piedra.

No brillaba.

Pero bajo su superficie opaca, Mark vio algo que le resultó familiar:

las cicatrices coincidían con las suyas.

Patrones imposibles, tejidos con el dolor de miles.

Dio un paso.

Sintió que no debía estar allí.

Otro paso.

Y empezó a preguntarse si alguna vez debió haber llegado.

La voz… calló.

No se despidió.

No susurró.

Simplemente… silencio.

Estaba solo.

Respiró con dificultad.

Sus músculos no querían seguir, pero lo hicieron.

Un paso más.

Otro.

Alzó la mano.

No pensó.

No dudó.

Solo la tocó.

La superficie estaba fría.

Luego… vibró.

Como si latiera.

Su cuerpo dejó de pertenecerle.

Sus dedos ya no estaban.

Solo quedaba el recuerdo del tacto.

Y, aun así, la piedra lo sostuvo.

El mundo desapareció.

No hubo luz.

No hubo sonido.

Solo visiones.

Fragmentos.

Pedazos que no sabía si estaban fuera… o dentro de él:

Primero, vio un desierto de huesos.

No eran cadáveres, sino promesas rotas, olvidadas en una tierra sin sol.

Luego, un dragón inmóvil, incrustado en la roca como un fósil. Pero respiraba. Y cada aliento traía tormentas.

Y más allá… una torre crecía donde no había tierra. Su sombra se extendía sobre los cielos como una advertencia.

Algo antiguo se movía. No caminaba. No volaba. Solo estaba allí.

Observándolo.

Mark jadeó.

Demasiada información en un segundo.

La sangre le bajaba por la nariz.

Su cuerpo temblaba.

Cayó de rodillas.

Entonces… voces.

—¡Ahí! ¡En esa cámara! —gritó alguien.

La voz le sonó conocida. Un esclavista.

—¿Está solo? —preguntó otro, con tono áspero.

Ambos eran esclavistas.

¿Dónde estaría el tercero?

Antes de que pudiera reaccionar, escuchó pasos.

—Claro que sí… El pequeño bastardo. ¿Ha encontrado algo? —respondió el primero.

Mark intentó levantarse.

No pudo.

El cerebro aún aturdido no podía dar órdenes.

Solo logró arrastrarse unos centímetros…

…hasta que una bota le golpeó el costado.

—Mira lo que tenemos aquí —dijo el del parche, agachándose sobre él.

Lo alzaron de un tirón.

Su cuerpo no reaccionaba.

—¿Qué es eso? —preguntó el del parche, mirando el puño cerrado del niño.

Su compañero respondió:

—Una porquería sin valor —escupió—. Arrástralo si quieres. A mí no me pagan por cuidar ratas.

El primero se dio la vuelta rumbo a la salida.

Molesto, el del parche soltó a Mark, que cayó de espaldas contra el suelo de piedra.

—Auch… —murmuró Mark, soltando el aire del impacto.

Alzó la mirada.

Una escopeta improvisada apuntaba directo a su cara.

—No pienso estar cargando contigo todo el camino —dijo el del parche.

Y disparó.

Todo se volvió blanco.

No era miedo. Era resignación.

Y luego…

Nada.

Nada dolía.

Nada pesaba.

Ya no importaba.

Antes de desvanecerse, su mundo se abrió.

No como un recuerdo, sino como un sueño:

Un niño más pequeño canturreaba una tonada quebrada bajo una torre derruida.

Era la misma canción que Mark usaba para espantar el miedo.

La misma que su hermano le enseñó antes de que se lo llevaran como soldado… y nunca regresara.

Una mujer bordaba flores sobre un jirón de tela.

El hilo raspaba la tela con un sonido seco y constante.

Sus manos temblaban, pero las puntadas eran firmes.

Como las de mamá, pensó Mark.

Aunque ya no recordaba su rostro.

Solo aquel hilo oxidado que usaba para remendar la ropa de los ocho hermanos.

Y más allá… su barrio.

Casas sin rejas.

Risas infantiles que se multiplicaban como pájaros en fuga.

Calles sin látigos, pero con huellas de botas que nunca regresaron del campo.

Un río que no olía a residuos…

sino a hierro fundido y sudor,

como el taller donde su padre forjaba herramientas que jamás los salvaron.

Todo eso…

como si lo recordara de un sueño.

La piedra ardió bajo sus dedos.

No con calor.

Con un zumbido.

Y entonces…

No quedó mundo. Solo eco.