Capítulo 1: Vive, por favor

Lunes 04 de junio, auditorio de la universidad estatal

El chirrido metálico del micrófono rasgó el aire matutino como uñas sobre una pizarra. Varios estudiantes hicieron muecas de dolor mientras el jefe de residentes golpeaba torpemente el aparato, intentando comprobar si funcionaba.

—Saludos —su voz amplificada resonó por el auditorio a las diez en punto de la mañana.

Las diez de la mañana. La hora exacta en que comenzaría el discurso de graduación que todos habían estado esperando, o más bien, temiendo. Las sillas de plástico crujían bajo el peso de la ansiedad colectiva mientras decenas de futuros médicos se acomodaban en sus asientos, fingiendo atención.

—Quiero agradecer a mis compañeros por darme la oportunidad de pronunciar las últimas palabras antes de graduarnos —comenzó con voz temblorosa.

El discurso se desenvolvía predecible y empalagoso. Mientras las palabras flotaban por el auditorio, muchos estudiantes se perdían en ensoñaciones sobre su futuro profesional y la inmensa presión que las expectativas ajenas ejercían sobre sus hombros. Las preguntas brotaban como espinas en sus mentes inquietas: ¿Seré capaz de cumplir todas las expectativas? ¿Alcanzaré la grandeza que otros han proyectado para mí? ¿Me sonreirá el destino?

Estas dudas resonaban como ecos en la mayoría de los presentes, pero la mente de Jurai era un terreno diferente. Su vacío no provenía de la incertidumbre sobre el futuro, sino de la ausencia total de propósito. Su motivación vital se había desvanecido hacía tiempo, no tenía metas que lo impulsaran. Una vez que terminara esta formalidad, había decidido ponerle fin a su existencia. Su mente vagaba perdida en un laberinto sin salida.

Estaba a punto de retirarse discretamente de la ceremonia cuando el jefe de residentes, de manera inesperada, cambió el tono de su discurso:

—Cuando sientas que el mundo se desmorona y que nadie comprendería tu dolor, recuerda esto: las noches más oscuras son las que preceden a los amaneceres más brillantes. Cada lágrima que derrames es semilla de fortaleza; cada recuerdo de quien se fue, combustible para tu alma. No estás solo en este viaje; llevas contigo los sueños de los que partieron, su amor como brújula en la tormenta. La vida no te pide que seas invencible, solo que no dejes de intentarlo. Porque en cada caída hay una lección, en cada herida hay historia, y en cada respiro... hay esperanza. El mundo necesita tu voz, tu luz, tu lucha. No abandones, porque lo mejor de tu historia está por escribirse.

Las palabras cayeron sobre Jurai como rayos de luz atravesando las nubes. Se preguntó cómo era posible que aquel hombre, a quien había considerado un mediocre toda su carrera, fuera capaz de expresarse con tal profundidad. Ni siquiera parecía su vocabulario habitual; había algo genuinamente admirable en esa transformación. No obstante, esos rayos de luz se apagaron por las nubes obscuras de aquella depresión profunda que el protagonista sufría.

Cuando la ceremonia concluyó, Jurai se incorporó y se despidió de sus compañeros, manteniendo la esperanza secreta de no volver a encontrarse con la mayoría de ellos. Sin embargo, mientras se dirigía hacia la salida, el director médico del hospital se acercó a él.—No desperdicies tu potencial —le dijo con voz grave, posando una mano paternal sobre su hombro—. Que la vida te llene de golpes, pero demuestra que siempre sabes defenderte, hijo.Y lo abrazó con la fuerza de quien ha visto demasiados jóvenes talentosos perderse en la oscuridad de sus propias dudas.

MARTES 05 DE JUNIO - SUPER CHEAP MARKET

Jurai entró al supermercado con pasos decididos, dirigiéndose directamente hacia la sección de herramientas para el hogar. Sus ojos recorrían las estanterías buscando la cuerda de aspecto más resistente, una navaja con el filo más eficaz. Por un momento consideró la zona de deportes: ¿tal vez una mancuerna pesada sería más rápida? Estaba claro que solo buscaba una cosa: terminar con su sufrimiento de la manera más directa posible.

Mientras examinaba una cuerda con el grosor de un pulgar, una anciana se acercó a él.

—Yo también busco la cuerda más resistente —le comentó con voz amable—. Es para colgar mis macetas. Qué hermosas son las plantas, ¿no crees? Las plantan sin su permiso, no se oponen, pero viven. Incluso cuando las cortas o se marchitan, siempre queda una semilla para reiniciar el ciclo.

—Cómo me gustaría ser una maldita planta —murmuró Jurai con amargura— y poder soltar una semilla para empezar de nuevo.

La anciana lo miró con ojos sabios que parecían haber visto demasiado.

—Si le pides algo a la vida con tanta seguridad, seguro que te lo dará —dijo pausadamente—. Pero ¿no has visto a tu alrededor? ¿Estás seguro de lo que dices? Eres muy joven y la vida es un libro en blanco.

Jurai simplemente la ignoró, pagó sus compras y se marchó.

Caminó hacia casa con una bolsa llena de métodos para despedirse del mundo, imaginando cuál sería la forma más eficaz. Sin embargo, justo cuando cruzaba un puente que se alzaba sobre el mar, vio una figura familiar en el borde: la misma anciana del supermercado, de pie sobre la cornisa, a punto de lanzarse al vacío.

Su primer instinto fue ignorarla, seguir caminando como si nada. Pero cuando estaba a punto de cruzar completamente el puente, algo lo detuvo. Dio media vuelta y regresó corriendo hacia donde la mujer lloraba desconsoladamente, murmurando el nombre de un hombre ¿Tal vez su esposo fallecido?.

Jurai no dijo nada. Simplemente la jaló del brazo con suavidad y la abrazó. Ambos comenzaron a llorar juntos, dos almas rotas compartiendo un dolor que parecía infinito.

Pero entonces, en un movimiento inesperado, la anciana lo empujó con fuerza.

Y así fue como la vida de Jurai llegó a su fin, no por su propia mano, sino por la de alguien que había conocido minutos antes en un supermercado, hablando de plantas y ¿segundas oportunidades?

FECHA DESCONOCIDA, UBICACIÓN DESCONOCIDA

El primer sentido en despertar fue el oído: un zumbido constante, como el aleteo de insectos. Después vino el tacto… ¿hierba? ¿Tierra húmeda? La piel de su rostro sentía frío. Abrió los ojos con dificultad. Una luz blanca, natural, lo obligó a entrecerrarlos. No era fluorescente ni artificial, sino cálida… como la de un amanecer desconocido. El cielo sobre él no era azul, sino de un color amatista, salpicado de nubes finas como seda. Jurai respiró hondo. El aire olía a flores que no conocía, dulces pero no empalagosas, mezcladas con el aroma metálico del agua cercan que lo hacían preguntarse donde se encontraba. No se escuchaban autos, ni el mar, siendo este su último recuerdo, solo observaba un enorme bosque de pinos y aves que nunca en su vida había escuchado.

Jurai recordó con rabia el rostro de la anciana que lo había arrojado al vacío. Intentó levantarse, pero una herida profunda en el abdomen le arrancó el aliento y le ató el cuerpo al suelo. La sangre fluía con tal abundancia que apenas podía creer que aún siguiera con vida. A lo lejos, la silueta de un joven se acercaba. Vestía ropas viejas que colgaban de su cuerpo como sombras y una tela envolvía su cabeza, ocultando sus rasgos. Al llegar, el joven lo alzó sin decir palabra. Jurai trató de resistirse, pero la debilidad lo venció. Fue llevado hasta un molino donde, el aire estaba impregnado de un aroma dulce a maíz recién molido. Solo dos carretas, llenas a tope de granos, ocupaban el lugar. Con manos rápidas, el joven extendió una sábana en el suelo y, usando un costal, improvisó una cama. De un maletín de cuero y madera extrajo una botella con un líquido verdoso, de olor fuerte a yerba triturada. Le retiró la prenda superior y vertió el líquido sobre la herida. El dolor fue tan insoportable que un grito desgarrador escapó de su garganta. El joven, alarmado, le hizo una seña urgente de silencio mientras su mirada se clavaba en la puerta, temerosa. No soportó más. El mundo se volvió borroso y se desplomó en la inconsciencia. En la oscuridad de su mente, la imagen de la anciana volvió a aparecer. Se alejaba lentamente, envuelta en sombras, como una pesadilla que no termina de despertar. 

Jurai despertó y, para su asombro, descubrió que la herida de su abdomen había desaparecido. El extraño joven dormía junto a la puerta, aferrado a una espada improvisada, hecha con lo que parecía un pedazo de hoz atado a un palo.

Se levantó con dificultad y caminó hacia una pequeña ventana. Lo que vio lo dejó sin aliento: un castillo de piedra azul se alzaba en la distancia, tan imponente y hermoso que por un instante creyó seguir soñando. Para asegurarse, tomó una mazorca del suelo y se la estampó en la frente. El golpe fue real. Doloroso. Definitivamente estaba despierto.

El ruido despertó al joven, que abrió su único ojo con alerta.

 —¿Dónde rayos estoy? ¡Por favor, necesito regresar a mi casa! —exclamó Jurai, desesperado.

 El joven lo miró con el ceño fruncido, completamente confundido. No entendía una palabra.

 —¿Eres imbécil o qué? ¿Qué parte no me entiendes? —gritó Jurai, ya al borde de un colapso.

 El muchacho respondió con una lengua gutural, llena de sonidos que retumbaban como agua entre piedras. Jurai retrocedió, sintiendo cómo el pánico le subía por el pecho.

“No puede ser. Me secuestraron… seguro quieren mis órganos, o venderme como esclavo . ¿Dónde estoy, en el Mediterráneo?, no entiendo en absoluto su idioma”, pensó.

Preso del miedo, salió corriendo en busca de ayuda. En su carrera tropezó con un hombre que parecía ser una especie de guardia o un policía tal vez. Jurai se lanzó hacia él, tratando de explicarle su situación. Pero el supuesto policía no respondió con palabras, sino desenvainando un látigo y lanzándolo contra él, como si lo hubiese ofendido.

Justo antes de recibir el golpe, el joven extraño lo tomó del brazo y lo arrastró de vuelta al molino. Corrían entre callejones polvorientos cuando Jurai, entre respiros agitados, alzó la mirada y vio el pueblo por primera vez.

Era otro mundo.

Mujeres de orejas puntiagudas conversaban animadamente. Hombres con torso humano y patas de caballo cruzaban la plaza cargando sacos. Otros, más parecidos a humanos normales, hablaban una lengua tan extraña que Jurai pensó que estaban borrachos.

No comprendía nada. Ni el idioma, ni el lugar, ni las reglas.

Ya de regreso en el molino, el joven cerró la puerta con firmeza. Luego, con calma, retiró la tela que cubría su rostro para tratar de respirar e hidratarse. Jurai contuvo el aliento. Su cara estaba marcada por cicatrices profundas, rastros de antiguos maltratos. La cuenca de su ojo derecho estaba vacía, hundida en la sombra.

Sin embargo, a pesar de todo, aquel muchacho no inspiraba miedo. Se movía en silencio, como si flotara. Había en él una delicadeza extraña, casi etérea. Era como ver algodón danzar con el viento.

Desde una esquina del molino, el joven extraño tomó un viejo tazón de aluminio. Caminó hacia el río cercano y lo lavó con cuidado. Luego, llenándolo de agua, regresó al interior y encendió una llama improvisada. Echó dos mazorcas dentro del recipiente y esperó pacientemente. Cuando el maíz estuvo tan tierno que los granos se desprendían solos, se los ofreció a Jurai.

Este no lo dudó. Tomó la mazorca con ambas manos y comenzó a devorarla, con una mezcla de hambre, desesperación y alivio. Después, incapaz de resistir la sed, salió hacia el río y bebió directamente con las manos. El agua era fresca, real… demasiado real.

“No puede ser”, pensó. “Nada de esto tiene sentido.”

Su mente recapacitó lentamente. El molino, el cielo, el río. Todo estaba mal. Buscó respuestas, pero solo encontró más preguntas:

¿Dónde estoy?

¿Por qué nadie me entiende?

¿Por qué el cielo es morado?

Su corazón latía con fuerza. Alzó la vista al cielo como si esperara una señal divina, pero lo que encontró lo dejó sin palabras:

Flotando en el horizonte, una isla se deslizaba lentamente por el aire. Encima de ella, una pequeña casa de piedra emitía una densa columna de humo por su chimenea. El humo era tan espeso que parecía brotar de una fábrica. La isla se movía con la serenidad de un sueño, suspendida como si desafiara las leyes mismas de la naturaleza.

Miró hacia la puerta. El joven seguía ahí, comiendo tranquilamente maíz, como si nada de aquello fuera extraño.

Jurai intentó comunicarse por señas. Algo, cualquier cosa que le brindara una pista. Pero fue inútil. Solo recibió expresiones de desconcierto. Tal vez ya era momento de aceptar que no se entenderían.

Afuera, el sol se ocultaba. El cielo morado se oscurecía y un sonido lejano, similar al canto de un búho, rompía el silencio. Solo el río seguía hablando con su murmullo constante.

Un pensamiento le rondaba la mente, frío y persistente como una aguja clavada en lo más hondo: terminar con todo.

“No tiene sentido estar aquí”, murmuró. “Esto es una estupidez.”

Sin más, subió lentamente hasta la cima del molino. Cada paso en aquella escalera de madera crujiente resonaba como un latido, como si el mundo mismo supiera lo que estaba a punto de hacer.

El río rugía abajo con su voz interminable, y el viento golpeaba su rostro con la frialdad de una despedida.

Se paró al borde. Cerró los ojos y contó

—Tres… dos… uno…

Y se lanzó.

Blanco. Un blanco que devoraba todo a su alrededor. Frío. Un frío que se filtraba hasta los huesos, como si la misma esencia del invierno hubiera tomado forma en aquel vacío desconcertante. Jurai parpadeó varias veces, intentando acostumbrar sus ojos a aquella luz inmaculada que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez.

Entonces la vio. Una silueta que rompía la monotonía del paisaje etéreo, materializándose gradualmente como si estuviera emergiendo de la nada misma. Primero fue apenas un contorno borroso, luego una figura encorvada, hasta que finalmente se reveló por completo: la anciana del supermercado. La misma que lo había empujado antes de que todo se volviera confuso.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Jurai, pero no era por el frío del ambiente. Era algo más primitivo, más visceral. Sintió cómo su temperatura corporal ascendía mientras la sangre le hervía en las venas. Sus dedos se contrajeron, formando puños tan apretados que sus nudillos se tornaron blancos como el espacio que los rodeaba.

—Tú... —logró articular, con la voz quebrada por una mezcla de miedo y furia.

La anciana permaneció inmóvil, observándolo con unos ojos que parecían contener siglos de secretos. No había hostilidad en ellos, pero tampoco compasión. Solo una determinación inquebrantable que hizo que el valor de Jurai se desmoronara como un castillo de arena ante la marea.

Sus rodillas cedieron. No fue una decisión consciente; simplemente, sus piernas ya no pudieron sostener el peso de la incertidumbre. Cayó sobre el suelo inexistente, sintiendo cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos mientras un sollozo se abría paso por su garganta.

—¡POR FAVOR! —su voz resonó en aquel vacío infinito—. ¡TE LO SUPLICO! ¿Qué está pasando? —las palabras salían atropelladas, como si temiera que en cualquier momento pudieran arrebatarle la capacidad de hablar—. Por favor... —su voz se convirtió en un susurro desesperado—.

Aquella mujer se acercó a su mejilla y le dio un beso. Con una voz tan suave y frágil que parecía quebrarse en el aire, le susurró al oído:

—No moriste, ni morirás.

Jurai se paralizó. Un grito desgarrador brotó de sus entrañas, cargado de todo el rencor que había acumulado en su corazón:

—¿Por qué? ¿Por qué no puedo? Lo intento una y otra vez... solo quiero ponerle fin a todo esto.

Como una madre que regaña con ternura infinita a su hijo extraviado, ella repitió con firmeza:

—No moriste, ni morirás. Te amo. Quiero que le des sentido a tu vida. Solo quiero que lo intentes, por favor.

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Jurai mientras exclamaba con desesperación:

—Mi vida se acabó, no tiene sentido. Yo ya he muerto.

Su grito fue tan desgarrador que pareció romper el silencio eterno de aquel lugar.

La mujer, con una preocupación maternal que traspasaba su ser, le pidió que se levantara:

—Te bendeciré con el don de las lenguas infinitas. No lo desperdicies. Toma esta vida: explora, diviértete, enamórate, llora, enójate... pero no mueras. Te lo ruego.

Y se desvaneció.

Todo aquel vacío blanco, todo ese silencio sepulcral desapareció cuando una voz masculina resonó a lo lejos:

—¿Qué hiciste? ¿QUÉ HICISTE? 

Jurai abrió los ojos y observó a aquel joven extraño que lo había acompañado todo este tiempo. Lo primero que lo impresionó fue darse cuenta de que podía entender perfectamente su lengua.

—¡Te puedo entender! ¡Por fin, por fin! —gritó Jurai con una mezcla de alivio y asombro.

—Pensé que estabas ebrio y por eso hablabas así —respondió el joven con naturalidad.

—¡YO PENSÉ QUE ME IBAS A ROBAR LOS ÓRGANOS! ¿Por qué me secuestraste? —le reclamó Jurai.

El joven soltó una carcajada tan grande que lo hizo ponerse sus manos en las rodillas:

—¿Por qué te dejaría ahí tirado? Claramente estabas perdido, y no iba a abandonarte solo y herido. Por cierto, me debes dos pellards por la poción de curación.

—¿Qué son los pellards? —preguntó Jurai, y luego añadió atropelladamente—: Espera, tengo muchas, pero muchas preguntas. Con la voz entrecortada por la confusión y el miedo, Jurai le explicó al joven que venía de otro mundo completamente diferente. Le confesó que no entendía absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y cómo toda esta situación lo había sumido en una preocupación que lo consumía por dentro. 

Fue así como aquel joven se presentó como Maiko Cresi y comenzó a explicarle todo.

—El mundo donde estamos se llama Vicari. Actualmente nos encontramos en Amatestia. Este mundo se rige por el equilibrio entre la magia y la fuerza física, y existe una jerarquía de cuatro niveles bien definidos.

»El primer nivel —el más numeroso— lo conforman todos los trabajadores: elfos, mestizos y cualquiera que nazca sin maná. Son aquellos que no pueden conjurar y carecen de aura de pelea. Básicamente, representan el setenta por ciento de la población mundial. Ahí es donde encajo yo.

»El segundo nivel está representado por quienes nacieron con maná débil, pero cuya aura de pelea es suficiente para convertirse en guerreros formidables, capaces de luchar en guerras intercontinentales. Pueden ser espadachines, magos, tanques, etcétera.

»El tercer nivel abarca a los bendecidos: héroes tan increíblemente poderosos que no necesitan esforzarse para demostrar su fuerza. Nunca se habla abiertamente de ellos, pero se sabe que en este nivel solo existen menos de cien.

»Y por último, el cuarto nivel, donde se encuentra la "Gran Deidad". Nadie ha visto su rostro, pero se sabe que está en todas partes, todo el tiempo. El hecho de solo estar en su presencia te obliga a rendirte. Pero, en la escuela nos enseñan que la Gran Deidad no suele intervenir en las guerras; es alguien neutral generalmente, no se involucra a menos que se requiera. Pero muchos dudan de su existencia, ya que incluso en tiempos de conflicto como los actuales, no se ha manifestado. Por otro lado las historias cuentan que hace cuatrocientos años, la Gran Deidad se hizo presente cuando un mago estuvo a punto de partir al planeta en dos. Solo con aparecer, ese mago se rindió y se inclinó y le juró lealtad, pero es una historia infantil.

—¿Quién era ese mago? —interrumpió Jurai con curiosidad.

Justo cuando Maiko iba a responder, alguien tocó la puerta.

Una mujer gigante de aproximadamente dos metros con diez centímetros apareció tras la puerta, mostrando visible preocupación:

—Maiko, los Kanan vieron a ese forastero contigo. Mañana enviarán a alguien para entrevistarlo.

Maiko volteó hacia Jurai con voz preocupada y soltó:

—Esto es malo, muy malo. Te diré exactamente todo lo que te preguntarán, y responderás únicamente lo que yo te diga. ¿Entiendes?

Jurai solo asintió, sintiendo cómo un nuevo capítulo de incertidumbre se abría ante él.