Capítulo 2: Déjame ser la luz que te recuerde como brillar

Durante la noche, Maiko se dedicó a ensayar con Jurai las preguntas que los guardias —conocidos como Kanan— estos solían formular en sus entrevistas a los forasteros. Con la seriedad de quien conoce las consecuencias del error, Maiko le explicó los protocolos fundamentales: debía dirigirse a ellos con la máxima formalidad, jamás tocarlos, y sobre todo, evitar hacer preguntas por iniciativa propia. Todo esto lo consideraban una falta de respeto imperdonable que podría resultar en un envío directo al calabozo.

—Las preguntas suelen requerir respuestas simples de sí o no —agregó Maiko—. Su único propósito es que te presentes ante ellos para determinar si representas alguna amenaza para el reino de Amatestia.

Y así fue.

La mañana siguiente llegó envuelta en una tensión palpable. El silencio del molino se rompió abruptamente con el estruendo de cascos y el tintineo del metal. Una multitud de caballeros había llegado a solicitar la presencia del forastero. Maiko se acercó sigilosamente a una grieta en la pared del molino y observó cómo dos guardias desenvainaban sus espadas con movimientos precisos, mientras un arquero se posicionaba estratégicamente detrás de ellos, con su arco ya tensado.

Los golpes en la puerta se intensificaron, resonando como martillazos en el aire matutino. Una voz grave, impregnada de autoridad militar, rugió:

—¡ABRAN LA PUERTA! ¡ÚLTIMO AVISO!

El chasquido de la antigua puerta de madera del molino cortó la tensión como una cuchilla.

—Preséntate, forastero —ordenó el guardia principal, su voz cargada de formalidad oficial.

Jurai, recordando cada palabra de las instrucciones de Maiko, respondió con toda la solemnidad que pudo reunir:

—Me llamo Jurai Rocatti, hijo de Gabriel Rocatti. Médico reconocido en mi país de origen.

—Muy bien, Jurai Rocatti —replicó el guardia, consultando brevemente un pergamino—. ¿Planeas establecer residencia en Amatestia? ¿Cuál es la duración estimada de tu estancia? ¿Has albergado alguna vez intenciones hostiles contra el reino?

Jurai sintió cómo su corazón se aceleraba, pero mantuvo la compostura mientras respondía con las palabras exactas que había ensayado:

—Sí, planeo residir temporalmente en Amatestia por un período breve: aproximadamente dos meses. No, señor, jamás he tenido intenciones de causar daño al reino.

El guardia principal hizo una señal casi imperceptible a uno de los espadachines, quien inmediatamente se acercó portando un libro de cuero gastado por el uso. Con movimientos ceremoniales, lo extendió hacia Jurai.

—Lee este juramento en voz alta y clara —ordenó el espadachín.

Un recuerdo nítido acudió a la mente de Jurai. La noche anterior, durante los ensayos, Maiko le había advertido con particular énfasis:

—Los guardias te darán un libro con un juramento escrito en lengua mundial. Dado que me has contado que vienes de otro mundo, lo más probable es que no comprendas ni una palabra. Por eso te diré exactamente lo que dice: simplemente lo repetirás palabra por palabra, sin pensar, sin dudar. Para este punto Maiko no sabía de la bendición que se le había otorgado a Jurai. Sin embargo Jurai, no se lo contó y simplemente asintió con la cabeza.

Jurai tomó el libro con manos que apenas lograba mantener firmes. Las palabras parecían bailar ante sus ojos por un momento antes de que pudiera enfocarlas, podía leerlas claramente. Con voz que se esforzó por mantener estable y comenzó:

—Yo, forastero no nacido en Amatestia, juro solemnemente lealtad a Su Majestad la reina Kiichpam y prometo que mi estancia en este reino será pacífica y respetuosa. Acepto plenamente las consecuencias que mis actos puedan ocasionar. Viva Amatestia.

Un silencio pesado siguió a sus palabras. Los guardias intercambiaron miradas casi imperceptibles antes de que el líder diera un paso atrás y asintiera con aprobación.

—Te agradecemos tu cooperación. Disfruta tu estadía en nuestro reino —declaró con tono oficial—. Tienes un permiso de residencia de exactamente dos meses, vigente a partir de este momento. El incumplimiento de este plazo resultará en arresto inmediato.

Sin más palabras ni ceremonias, los guardias se retiraron con la misma precisión militar con la que habían llegado, dejando tras de sí únicamente el eco de sus pasos y una sensación de alivio que Jurai apenas se atrevía a experimentar.

Jurai, aún temblando después de tal susto, se dirigió a su amigo:

—Maiko, ¿será posible que me acompañes al pueblo? Quiero conocer más de este lugar. Necesito adaptarme a las reglas y costumbres.

—Claro —respondió él sin dudar—. Venderé mi mercancía para ganar algo de dinero. Igual tú, Jurai. Consigue un trabajo temporal. Recuerda que me debes dos pellards, las pociones de curación no son nada baratas en este reino, mucho menos las de curación total.

Jurai, apenado, bajó la mirada.

—Está bien, ya veré qué puedo hacer.

Ya en el pueblo, Jurai comenzó a observar a los habitantes con curiosidad creciente. En su mente se formaba una impresión clara: todos parecían genuinamente felices. La música que flotaba desde las plazas era hermosa, y lo que más le llamaba la atención eran los instrumentos. Resultaban sorprendentemente familiares, casi idénticos a los de la Tierra. Las guitarras eran prácticamente iguales, salvo por ser ligeramente más pequeñas, mientras que las flautas no mostraban diferencia alguna.

Las casas desplegaban un estilo rústico encantador. La mayoría lucía enredaderas y plantas trepadoras que cubrían prácticamente todas las paredes exteriores, creando un efecto natural y acogedor. El pueblo mantenía una limpieza impecable: las aceras y caminos carecían por completo de basura, y cada rincón parecía cuidado con esmero.

Mientras caminaba por la calle principal, Jurai descubrió una taberna bulliciosa donde los lugareños bebían y conversaban animadamente. Dos pizarras gigantes dominaban una de las paredes. En una, escrito con tiza, se leía "Trabajos informales rápidos", y en la otra "Trabajos formales de larga duración". Ambas contenían listas detalladas que especificaban objetivos y pagos correspondientes.

Necesitado de dinero, Jurai se dirigió primero hacia la pizarra de mejor remuneración: los trabajos de larga duración. Aunque todos parecían razonables, también resultaban tediosos, y la mayoría requerían contratos superiores a dos meses, lo que no le proporcionaría ingresos inmediatos y no cumplían con el tiempo de su estancia.

Sin embargo, una oferta particular captó su atención: "Sacar a pasear a mi hija". La duración era de un mes y tres semanas. Un trabajo aparentemente perfecto y sencillo. Tomó la ficha de registro, no sin antes hacerse también con dos fichas de trabajos informales: "Limpia el atrio del palacio del pueblo" y "Lleva este paquete de la taberna a esta casa".

Decidió actuar con método. Primero completaría los trabajos informales para recibir un pago inmediato, y posteriormente buscaría a la persona que había solicitado el trabajo formal.

Siguiendo las indicaciones, Jurai logró llegar a una casa muy alejada del pueblo. Era hermosa: se extendía sobre un amplio patio cercado por un muro de piedra de mediana altura. Al tocar la puerta principal, una mujer con uniforme de mayordomo le abrió y le pidió que se presentara.

Jurai mejoró su postura y, con voz formal y clara, declaró:

—Soy Jurai Rocatti. Vengo por la solicitud de trabajo formal de larga duración.

La mujer le pidió que entrara. El lugar resultaba encantador: muchos árboles de distintos colores salpicaban el jardín, e incluso había pequeñas casas de madera donde las aves anidaban. Justo cuando llegaron a la puerta de la casa, la mayordoma le solicitó que se retirara los zapatos, petición a la que Jurai accedió sin objeción.

Dentro de la casa, un aroma a canela se intensificaba. La limpieza del lugar y sus cuidados arreglos lo volvían extraordinariamente acogedor. Una voz femenina a lo lejos, con una amabilidad increíble, exclamó:

—¡Bienvenido, joven! Pasa, estamos a punto de cenar. Estoy preparando la comida favorita de mi hija: waaj.

Siguiendo las indicaciones, Jurai logró llegar a una casa muy alejada del pueblo. Era hermosa. Se extendía sobre un amplio patio cercado por un muro de piedra de mediana altura. Al tocar la puerta principal, una mujer con uniforme de mayordomo le abrió y le pidió que se presentara.

Jurai mejoró su postura y, con voz formal y clara, declaró:

—Soy Jurai Rocatti. Vengo por la solicitud de trabajo formal de larga duración.

La mujer le pidió que entrara. El lugar resultaba encantador: muchos árboles de distintos colores salpicaban el jardín, e incluso había pequeñas casas de madera donde las aves anidaban. Justo cuando llegaron a la puerta de la casa, la mayordoma le solicitó que se retirara los zapatos, petición a la que Jurai accedió sin objeción.

Dentro de la casa, un aroma a canela se intensificaba. La limpieza del lugar y sus cuidados arreglos lo volvían extraordinariamente acogedor. Una voz femenina a lo lejos, con una amabilidad increíble, exclamó:

—¡Bienvenido, joven! Pasa, estamos a punto de cenar. Es la comida favorita de mi hija: waaj.

A los ojos de Jurai se veía delicioso: una especie de pan con glaseado y canela. Fue entonces cuando la mujer se presentó:

—Me llamo Beatriz Solte. Solicité el trabajo para que mi hija pudiera salir a pasear. No habla mucho y es muy tímida. Lamentablemente adquirió una enfermedad que en dos años acabará con su vida, lo que le ha causado una severa depresión y mi deseo es que alguien pueda acompañarla, ahí es donde entras tu, estimado joven.

Una vez que todos estuvieron sentados a la mesa esperando, se escuchó el sonido de un par de ruedas entrando en la habitación. La joven apareció: su rostro poseía una belleza increíblemente deslumbrante, con cabello gris y ojos de un azul intenso que cautivaba con una sola mirada. Lo que finalmente impactó a Jurai fue descubrir que se encontraba en silla de ruedas, a causa de la pérdida de movilidad en sus extremidades inferiores.

Jurai se levantó para presentarse, pero ella, con una voz que parecía contener una furia contenida, lo atravesó:

—Siéntate. No me interesa tu nombre.

Su madre respondió de inmediato:

—Grace, no seas grosera. Él es Jurai y te estará acompañando por un mes.

Grace replicó con voz furiosa, como si hubiera sido ofendida:

—No, madre. No necesito compañía. ¿Por qué no aceptas que moriré?

Todo se volvió silencioso. Grace salió de la casa, seguida por su madre. Jurai entonces comentó:

—Señora, ¿me permite hablar con ella?

Beatriz asintió.

Jurai tomó dos waaj, se puso los zapatos y salió. Ahí estaba la joven, llorando mientras observaba las estrellas. El ambiente fuera de la casa era fresco: el calor de la tarde permanecía, pero gracias a la noche, la mezcla entre calor y frío generaba un clima perfecto.

Jurai se sentó justo al lado de Grace e intentó entablar conversación. Era bastante complicado, así que comenzó a narrarle un cuento, uno que su madre le contaba cada vez que se sentía triste porque su padre no se encontraba en casa:

“Había una vez, en un pequeño pueblo dormido entre colinas de lavanda, un niño llamado Coco. Tenía diez años, unos ojos tan grandes como las lunas de invierno y una tristeza que no correspondía a alguien tan pequeño.

No era que no tuviera juguetes. Tenía. Tampoco que no lo amaran. Lo amaban. Pero Coco sentía que la vida era un susurro hueco, una canción lejana que ya no quería cantar. A menudo se quedaba mirando el techo, esperando que el tiempo se acabara sin decirle adiós.

Una tarde de nubes grises, mientras los demás niños jugaban, Coco caminó hasta el bosque. Su corazón no pedía auxilio, solo silencio. Se adentró tanto que olvidó el camino de regreso. Cuando el sol se escondió, el niño, solo y con el alma arrugada, se sentó bajo un árbol y susurró:

—No quiero seguir. Ya no me importa si regreso.

Entonces ocurrió algo imposible. Una luciérnaga descendió del cielo como una chispa caída de una estrella olvidada. Brillaba con un fulgor sereno, y se posó sobre su nariz. Después, vinieron dos más, luego diez, luego cien. En cuestión de minutos, Coco estaba rodeado por un mar de luces danzantes que lo envolvieron como un manto hecho de fuego lento.

Jurai agregó “Justo en esta parte mi madre siempre decía”

A veces, cuando olvidas cómo brillar, la vida te presta su luz para que recuerdes.

Coco lloró. Pero no eran lágrimas de tristeza. Eran lágrimas como las de los árboles cuando el invierno por fin se marcha. Lágrimas de renacer.

Las luciérnagas comenzaron a danzar en círculo, guiándolo. El niño, curioso por primera vez en mucho tiempo, las siguió. Corrieron entre los árboles como si jugaran a las escondidas, iluminando el sendero perdido.

Entonces, entre risas que no recordaba tener, escuchó un grito entre los árboles:

—¡Coco!

Era su madre, corriendo, con los ojos llenos de llanto y esperanza. Cuando lo vio, cayó de rodillas y lo abrazó con tanta fuerza que parecía querer fundir sus corazones. Las luciérnagas se elevaron en un remolino dorado sobre ellos, como si aplaudieran con su luz el reencuentro.

Y aún más allá, saliendo del bosque, lo esperaban sus amigos. Gritaron su nombre, lo tomaron de las manos y lo llevaron a correr, a reír, a vivir.

Desde aquel día, Coco no se convirtió en alguien siempre alegre —la vida no funciona así—, pero sí aprendió una lección que llevaría en el alma como un tesoro eterno. A veces no nos damos cuenta de todo lo que tenemos, cada instante, cada amigo, cada ser querido que nos acompaña”

Grace le interrumpió:

—Basta.

Y comenzó a llorar. Jurai le preguntó suavemente:

—¿Me permites?

Le dio un abrazo que terminó empapando su camisa con las lágrimas de la joven. Se arrodillo y con lagrimas en los ojos le dijo:

—Déjame ser la luz que te recuerde como brillar

Poco después, ambos se quedaron mirando la hermosa noche mientras comían aquel platillo delicioso que Beatriz había preparado.

Más tarde, se le pidió a Jurai que asistiera todos los días a las cinco de la tarde, tal como lo especificaba el contrato. Él sonrió y se marchó, con la emoción de comenzar un nuevo trabajo al día siguiente.