"No somos del mismo mundo, Santiago. Perdóname, pero necesito a alguien que sí sepa vivir".
Esa noche llovió. No en la ciudad, sino dentro de él. Llovió silencio, rabia contenida, lágrimas que no salieron. Y al amanecer, tomó una decisión.Los campos de su infancia lo recibieron con un aroma que le encogió el pecho. La tierra húmeda. El canto de los gallos. El viento que silbaba entre los árboles.Su madre, con el rostro curtido por el sol, lo abrazó sin preguntar nada. Su padre, de pocas palabras, simplemente le puso una azada en la mano.—Si el alma duele, hijo... La Tierra Cura —dijo.Durante días, Santiago trabajó en el campo como si buscara enterrarse en él. Sus músculos se reacostumbraban, su mente se acallaba.Hasta que la encontró.Era un terreno olvidado al fondo de la finca, más allá del bosque de guayabales. Un claro circular, rodeado de piedras antiguas cubiertas de musgo, con una fuente en el centro que aún manaba agua clara y fría. Nadie en la familia recordaba haber ido allí. Era como si el lugar no quisiera ser encontrado.Al acercarse a la fuente, sintió algo extraño. El aire parecía más liviano, como si el mundo retuviera el aliento. Bebió.Y el cambio fue inmediato.Su cuerpo se estremeció. No de frío, sino de una energía que le recorrió la espina como una corriente suave, envolviéndolo en una sensación cálida. Su respiración se hizo más profunda. Sus pensamientos más nítidos. Sintió que algo dentro de él... se despertaba.Una voz, susurrante como el viento entre las hojas, le habló sin palabras.“Esta tierra responde al que siembra con el alma. Cultiva, y florecerás.”
Santiago retrocedió, con el corazón palpitando como si hubiera corrido kilómetros. Pero no huyó.Solo entonces entendió: aquel lugar no era solo un refugio. Era un legado. Una puerta abierta hacia algo más grande.Y así, el chico de la ciudad, el lector de poemas y el hijo del campo, dio el primer paso hacia un destino que no estaba escrito en ningún libro.