Capítulo 10 — El Zorro de Niebla
La noche cayó con un susurro frío.A pesar de la neblina espesa, Santiago no regresó a casa. Permaneció en el centro del claro, junto a la fuente, respirando el Qi como si cada bocanada fuera una conversación con el valle. Desde que completó la formación de la Corteza Interna, sentía que todo a su alrededor le hablaba... en un idioma sin palabras.Pero esa noche, algo respondió de forma distinta.El canto de los grillos cesó repentinamente. Las ramas no crujieron. No hubo viento. Solo una figura se deslizó entre la niebla. Elegante. Silencio. Un zorro.Su pelaje era gris pálido, casi blanco. Pero lo que más lo distinguía eran sus ojos: uno azul como el cielo al amanecer, el otro dorado como fuego líquido. No parecía un animal común. Tampoco mostraba miedo. Se detuvo frente a Santiago y lo miró... con una inteligencia inquietante.Entonces, habló. No con la boca. Con la mente.—Hijo del Valle... tu raíz ha despertado, pero tu copa aún no ha tocado el cielo.Santiago no se sorprendió. Había esperado algo así, aunque no en forma de zorro parlante.—¿Eres... una guía? —preguntó con respeto.—Soy lo que queda del equilibrio antiguo. La voz de la deidad no siempre llega con palabras. A veces, toma cuerpo en lo pequeño... para enseñarte lo inmenso.El zorro giró lentamente. Detrás de él, la niebla se abrió como una cortina, revelando un sendero nunca antes visto: una grieta entre dos acantilados cubiertos de musgo, iluminados por una luz que no venía del sol ni de la luna.—El Valle te nutrió. Pero el mundo sangra. La corrupción que viste no es un accidente... es un anticipo.Santiago sintió que la energía en su pecho vibraba, como si reconociera el camino antes de verlo.—Más allá de estos cerros, hay otros guardianes dormidos. Otros lugares sagrados como este... olvidados, vulnerables. Si uno cae, los demás tiemblan. Uno de ellos ya está en silencio.—¿Y yo tengo que... protegerlos?El zorro se acercó y colocó su hocico suavemente sobre el dorso de la mano de Santiago. Un destello leve apareció, marcando su piel: una hoja estilizada, como un sello verde.—No eres el único que puede. Pero sí el único que lo hará.La figura se desvaneció como vapor en el viento. El sello brilló unos segundos más... y luego se fundió con su piel.Santiago miró el sendero abierto ante él. Sabía que, una vez cruzado, no habría regresado inmediato. Dejaría el valle. Su familia. La comodidad de lo conocido.Pero también sabía algo más profundo:El cultivo no era para quedarse.Era para caminar. Para sanar. Para proteger.Tomó su bastón de madera viva, ajustó su cinturón con las piedras de su primer círculo, y dio un primer paso hacia la grieta.El valle susurró una última bendición con el viento.Y Santiago, ya no solo cultivador… sino guardián errante, inició su camino.