En el momento en que Dimitri se fue, el eunuco personal de Lupien entró en la corte real. El emperador alfa ya estaba sentado en su gran trono, pero la visión ante él era tanto grotesca como reveladora.
Una sirvienta, que había traído su comida anteriormente, yacía desnuda sobre la mesa real, sin vida, y clavada a la superficie de madera por la espada de Lupien, que había sido incrustada directamente a través de su pecho. El acero brillaba con sangre fresca, uniendo tanto el cadáver como la mesa.
No había duda de que Lupien acababa de matarla. Sus manos todavía estaban manchadas de sangre, que se limpiaba casualmente con un pañuelo de seda. Su expresión permanecía impasible, casi aburrida, como si asesinar a una sirvienta no fuera más que un pasatiempo vespertino. Sus pantalones aún estaban desabrochados, una indicación obscena de lo que había ocurrido antes de su muerte.