Introducción: La despedida (parte 2)

Su mirada vagó por la habitación vacía. No había mucho más que llevar, ni mucho más que dejar.

Suspiró profundamente. En unos días cumpliría treinta y ocho años… o al menos eso creía. Su cumpleaños había sido escogido al azar por Edictus, el día en que lo había comprado de un orfanato, como a un objeto útil, como a un cuaderno en blanco. Desde entonces, su vida había sido estudio, disciplina, trabajo. Nunca hubo tiempo para cuestionar, ni espacio para desear. Y, aún así, había una promesa que pesaba sobre su pecho más que cualquier hechizo o conjuro.

“Sé feliz, Dyan. Vive… y sé feliz.”

Las últimas palabras de Edictus. Un deseo tan sencillo, y al mismo tiempo tan cruel. Porque en todos esos años, Dyan no lo había logrado. No conocía el calor de una madre, ni el lazo de sangre con un hermano, ni la risa compartida de un amigo. Nunca había amado, ni había sido amado más allá de la mirada paternal de su maestro. Nunca tuvo hijos, ni pareja, ni siquiera un roce fugaz de pasión o ternura. Se había entregado por completo a la magia, al deber, al sacrificio. Y al final… no le quedaba nada. Solo su soledad, tan profunda como el silencio entre dos estrellas.

“No dejes que la vida se te escape sin haber amado, como yo…”

Recordaba haber tomado la mano fría de Edictus con fuerza desesperada, como si pudiese contener en ese gesto el alma que ya se escapaba. Recordaba también sus palabras finales:

“Gracias por estar, Dyan. Sin ti, mi vida habría sido solo soledad.”

Pero era Edictus quien le había dado todo. Un propósito. Un sentido. Una razón. Con su muerte, Dyan solo había heredado el deber… y el vacío.

Por eso se iba. No quería terminar como él, solo, en una cama vacía, rodeado de libros que nadie leería y de logros que no podían abrazarlo por las noches.

Se acostó con el bolso a sus pies, el corazón en vilo y el pensamiento temblando.

Sabía que anunciarle su decisión a la Reina Eleanor sería quizás lo más difícil que habría hecho jamás. Pero no podía seguir esperando. Su vida no podía seguir siendo aplazada. No ahora. No más.

Y con esa certeza latiendo en su pecho, cerró los ojos. El viento soplaba fuera de la torre, como si ya lo llamara.

Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, Dyan ya cabalgaba rumbo al Palacio de Willfrost.

La Torre de Magia se alzaba en las afueras de la capital, sobre una colina solitaria, como un faro de piedra tallado contra el cielo. Había sido construida hacía más de mil años, cuando una antigua reina permitió que los magos asentaran allí su sede con la esperanza de que la sabiduría arcana protegiera el corazón del reino. Y no se equivocó: la sola presencia de la torre trajo consigo un florecimiento sin precedentes. Comerciantes, artesanos, sanadores, alquimistas, todos comenzaron a establecerse a su alrededor. Lo que al principio fue una aldea de servicio, terminó por crecer, transformarse, y devorar el paisaje.

Tanto así, que el nombre original de la capital, Salmastre, fue poco a poco reemplazado por el nuevo apodo que el pueblo impuso con naturalidad: Scabia, en honor al poblado que se formó en torno a la Torre. Con el tiempo, ambos nombres se fundieron en uno solo, como si la magia misma hubiese reescrito la historia y los mapas. Hoy, era una ciudad inmensa, vibrante y desbordada de vida, pero Dyan recordaba bien que no siempre había sido así. Cuando llegó por primera vez, apenas un niño bajo el ala de Edictus, las calles eran pocas y polvorientas, y la Torre dominaba todo desde su altura, como una corona solitaria sobre un paisaje aún joven.

El trayecto hasta el Palacio le tomó cerca de media hora a caballo. La calzada, ancha y empedrada, serpenteaba entre mercados ya despertando, fuentes decoradas con estatuas antiguas y banderas ondeando al ritmo del viento matutino. El aire olía a pan recién horneado y a humo de chimeneas.

Pero esa mañana, Dyan no se detuvo a mirar ni a saludar a nadie. Su mente estaba centrada únicamente en lo que estaba por hacer.

Iba a ver a la reina.

Y esta vez, no traía un informe, ni una predicción, ni un consejo sobre política o magia. Traía una decisión. Una que, con toda certeza, Eleanor no esperaba.

El Palacio de Willfrost se alzaba como un monumento al tiempo: austero y elegante, hecho de piedra clara y tejados verdes, con torres que parecían arañar las nubes. Aunque muchas veces lo había visitado, Dyan nunca lograba entrar sin sentir que atravesaba el umbral de un lugar que pertenecía más al recuerdo que al presente. Cada muro cargaba historias, disputas dinásticas, alianzas selladas con sangre y promesas incumplidas. Y allí estaba él, otra vez, caminando hacia un desenlace que llevaba demasiado tiempo aplazando.

Los guardias reales le reconocieron de inmediato. No necesitó mostrar sello alguno ni dar explicaciones. Su túnica de tonos neutros, su andar contenido, la mirada algo ausente: seguía siendo Dyan Halvest, Archimago del Reino, aunque ese título ya comenzara a pesarle como un lastre.

—Su Majestad aún no está lista para recibirlo, Archimago —dijo con cortesía el mayordomo, inclinando apenas la cabeza—. Si desea esperar en el ala de los jardines de invierno…

—No. Prefiero visitar a la Reina Silvania —respondió él con voz tranquila, aunque el eco de sus palabras en el amplio vestíbulo pareció acusarlo de buscar refugio.

El mayordomo parpadeó, asintió, y sin añadir palabra, hizo una seña para que uno de los pajes lo escoltara.

El palacio estaba en calma, pero no en silencio.

Los mármoles pulidos reflejaban la luz que entraba desde los altos ventanales, y una sinfonía lejana —cuerda, flauta y clavicémbalo— viajaba desde algún rincón donde los músicos ensayaban para una cena oficial. El aroma a cera de abeja y lavanda lo acompañaba por los corredores, junto con los susurros de doncellas y el paso apresurado de sirvientes con telas finas y bandejas cubiertas. Dyan no encajaba en ese mundo, y lo sabía. Nunca lo hizo. Era un huésped recurrente, pero jamás un habitante real de esa esfera dorada. Había tenido la oportunidad… pero la dejó pasar.

Silvania.

La Reina Emérita vivía en una de las alas menos transitadas del palacio, rodeada de jardines que ella misma cuidaba con la obstinación de quien, habiendo sobrevivido a muchas guerras, decide librar las últimas con flores.

—Dyan… —murmuró Silvania al verlo aparecer en la galería acristalada, su voz dulce como el otoño—. Estás más delgado.

Ella estaba sentada en una silla baja de mimbre, envuelta en una capa azul noche con bordados de oro viejo. El cabello canoso, recogido con gracia. En su regazo, un libro cerrado. A su lado, una pequeña tetera humeaba sobre una mesita de mármol.

Dyan sonrió y se inclinó brevemente.

—Majestad.

—Oh, por favor. Aquí, entre jazmines y ruiseñores, ya no hay majestades —dijo ella con una risa suave—. Solo viejas con demasiado tiempo y demasiados recuerdos. ¿Vas a sentarte o pretendes anunciarme tu retiro de pie?

Dyan se detuvo, sorprendido. Luego rió, con amargura y afecto mezclados.

—¿Cómo lo supiste?

—Porque eres pésimo ocultando lo que sientes a los ojos de quienes te conocen. Lo heredaste de Edictus. Y porque sé que hoy venías a ver a Eleanor… con noticias que cambiarán cosas.

Él se sentó sin decir nada. El cristal empañado por la mañana fría dejaba ver los árboles mecidos por el viento. Afuera, el mundo seguía. Adentro, el tiempo parecía haberse detenido solo para esa conversación.

—Te quiere, ¿sabes? —dijo Silvania sin rodeos—. Eleanor. No de la manera infantil en que las muchachas sueñan con héroes, sino con esa clase de amor que uno guarda en la caja más profunda, la que no se abre nunca. Porque una vez la abres… ya nada vuelve a ser igual.

Dyan bajó la mirada. Cuántas veces había sentido el peso de eso. La cercanía, la ternura en las cartas, en los silencios compartidos… y sin embargo, siempre eligió alejarse. Por miedo, por deber, por sentir que no tenía derecho a algo tan humano.