Introducción: La despedida (parte 3)

—Yo no pude hacer nada para repararlo. —Confesó por fin, casi en un susurro—. Y ahora… ya no me queda nada más que darle. Ni siquiera magia.

Silvania lo observó con una piedad serena, sin juicio.

—Tal vez por fin tienes algo más valioso que ofrecer: tu libertad.

Dyan no respondió. El nudo en su garganta comenzaba a tensarse.

—Ve con ella. Dile la verdad. No como Archimago, no como sirviente de la corona. Ve como el hombre que finalmente decidió vivir —añadió Silvania—. Porque si te vas sin decirle lo que hay en tu corazón… eso sí sería una cobardía. Y tú no eres cobarde, Dyan Halvest. Solo estás cansado. Y un poco roto.

La tetera silbó suavemente, pero ninguno de los dos se movió.

La Reina aún no estaba lista para recibirlo.

Pero él empezaba, al fin, a estar listo para enfrentarla

Dyan sirvió el té con la delicadeza que el momento merecía. Luego tomó asiento frente a Silvania, en el amplio salón de las camelias, donde los ventanales dejaban entrar una luz cálida y temblorosa que parecía envolverlo todo en un tenue velo de nostalgia.

La mirada de la reina emérita, atenta y penetrante, lo observaba con una mezcla de afecto y lucidez. Lo conocía desde que apenas era un niño: un aprendiz tímido bajo la tutela de Edictus, siempre demasiado serio para su edad. A pesar de que el mundo lo reconocía ahora como el Archimago, frente a Silvania era imposible fingir. Eran lo más parecido a amigos que podía haber entre una reina y un plebeyo, y aunque nadie lo decía en voz alta, los pasillos del palacio susurraban lo que ambos callaban.

—Querida amiga… —murmuró Dyan con una sonrisa suave. Las arrugas en su rostro, usualmente apenas visibles, se acentuaron un instante como si la luz revelara verdades ocultas—. ¿No crees que decirle eso solo pondría más peso sobre su alma? Ambos sabemos que sería un gesto inútil. Solo abriría otra herida. Y no me atrevo a hacerle tal cosa.

—Es mi hija, sí… —respondió con calma Silvania, aunque sus palabras llevaban una punzada de cansancio—. Pero su terquedad me supera con creces. Quizá tú la ves con otros ojos, pero una herida le vas a dejar de cualquier manera. ¿De verdad nunca le has dicho lo que sientes?

Dyan bajó la mirada, respiró hondo. Su voz salió apenas un susurro:

—No tengo ese derecho, Silvania. Pero ella lo sabe. Quizá no con palabras... pero con mis actos he intentado demostrarlo. He dado mi vida por este reino, por ella... ¿Y de qué me ha valido?

Silvania tomó la taza con la elegancia que aún conservaba y bebió un pequeño sorbo. Luego, sin mirarlo directamente, continuó:

—Una verdadera reina puede moldear las leyes si lo desea. Nadie se opondría a que ennobleciera al hombre que ha protegido la corona con su sangre. Podría darte un título, y con eso... un camino. ¿O me equivoco?

Dyan rio, una risa breve, casi un suspiro.

—Tú lo harías, sin dudarlo. Pero Eleonora no cambiaría las reglas, ni siquiera por sí misma. Es demasiado justa... o demasiado orgullosa.

—Qué absurdo —replicó Silvania con un deje de amargura—. ¿De qué sirve el poder si no lo usas cuando más importa? Si fueras otro, ni lo mencionaría. Pero te quiero como a un hijo, Dyan. Todavía recuerdo esos ojos tuyos, ojos de siervo, cuando llegaste por primera vez a este palacio. Un niño adorable, rígido como una estatua, con el alma ya marcada por el deber... Y mírate ahora. El mago más grande del reino. Una leyenda. Pero sigues solo.

Dyan apartó la mirada con pudor, y de su túnica extrajo un pequeño saquito de tela que dejó con suavidad sobre la mesa de té.

—No dejes de beber esta infusión. Aunque me vaya, volveré para tu revisión. Me gustaría verte vivir muchos años más.

Silvania reconocía ese gesto. Era su forma de escapar. De cambiar de tema cuando dolía demasiado seguir hablando.

—La nueva medicina ha hecho maravillas —dijo con una sonrisa contenida—. Incluso he podido pasear por los jardines... eso ya es más de lo que podía esperar. —Hizo una pausa breve, su voz se quebró apenas—. Gracias por cuidarme todos estos años. Y por cuidar de Eleonora... Quizá no lo diga, pero ambas te lo agradecemos. De corazón.

—Solo cumplí mi deber —respondió con humildad—. Pero me haría feliz que te mantuvieras sana. Que encuentres paz.

—¿Y tú? ¿Adónde piensas ir?

El canto de las aves se coló desde los jardines, llenando la sala con una brisa que traía aromas de madreselva y resina. Todo parecía suspendido en un instante casi irreal.

—A Glavendell —respondió finalmente—. Un pueblo tan remoto que ni siquiera aparece en los mapas. Al norte de la cordillera de Atmos. Quiero empezar de nuevo... Le agradecería que no se lo diga a nadie.

Silvania cerró los ojos un instante. Luego bebió un sorbo más, intentando disimular la sombra de tristeza que se le posó en el rostro.

—Es una decisión valiente... o muy cobarde. No sé si huyes o si finalmente te enfrentas a lo desconocido. Pero si lo haces, es porque tu corazón te lo exige.

Dyan asintió, apenas.

—Lo medité durante años. Muchas veces me llamé cobarde por solo pensarlo. —Dejó la taza y se inclinó hacia ella, con sincera devoción—. Amiga mía, no quiero terminar solo. Quizá me mueve el miedo, sí… pero quiero conocer una vida tranquila. Saber lo que es la alegría sencilla. Y si los dioses son generosos, encontrar a alguien que me quiera sin reservas. Sin títulos. Sin deberes.

Silvania dejó su taza con lentitud, y tomó entre las suyas la mano de Dyan.

—Es una pena que no te conviertas en mi yerno... pero aún mayor sería que no encontraras esa felicidad. Te la mereces. Por todo lo que diste, por lo que sacrificaste. —Le acarició el rostro con ternura, un gesto casi maternal—. Te extrañaré, querido. Puede que algunos celebren tu partida en silencio, pero... tu ausencia va a pesar. Y más de lo que muchos se atreverán a admitir.

—Yo también te extrañaré. Pero volveré para tu revisión semestral —dijo con una sonrisa triste. Se inclinó y besó su mano con respeto y cariño—. Te escribiré apenas me establezca.

—Eso espero. Y ni se te ocurra partir sin despedirte.

Una sirvienta asomó en la entrada del salón, inclinándose con cortesía.

—Archimago... la Reina lo espera en su despacho.

Dyan se puso de pie con gesto solemne. El momento había llegado.

Silvania lo miró en silencio, el rostro atravesado por una pena suave, contenida. Ella tampoco había tenido el valor de cambiar las reglas, de torcer el camino que su hija había heredado. Ambas habían sido prisioneras de una rectitud que, al final, solo les dejó soledad.

Y mientras Dyan salía del salón, dejando atrás el perfume del té y los ecos de toda una vida, Silvania comprendió que había perdido algo más que a un amigo.

Había perdido la posibilidad de lo que nunca fue.

Cuando Dyan entró en el despacho de la reina, ella misma pidió que los dejaran solos y lo invitó a tomar asiento frente a ella. El salón era innecesariamente amplio, considerando que allí no se recibían dignatarios extranjeros, ni nobles, ni se celebraban reuniones estratégicas o privadas. Era, simplemente, el lugar donde Eleanor revisaba documentos, firmaba edictos, suscribía leyes e impartía instrucciones a su guardia personal, al mayordomo o a la jefa de las criadas.