Querida Eleanor Willfrost, Reina Regente:
Dijiste en tu primera carta que no te importaba. En la segunda, que me leerías con desprecio. Pero entre cada línea tuya, incluso en las más crueles, puedo leer lo que no te atreves a escribir: que la ira te carcome, sí, pero también que aún me lees. Y eso, por mínimo que parezca, basta para saber que no soy indiferente para ti.
No te responderé con palabras suaves. Ya no. Dijiste que mis cartas eran dulces, que pretendían calmarte. Hoy no quiero calmarte. Si mis palabras encienden tu furia, que así sea. Me cansé de esperar en la sombra de un “algún día”, y decidí, por fin, vivir. No como mago de la corte, ni como consejero silencioso, sino como hombre. Como este hombre que te amó sin disfraces y sin condiciones.
Siempre me atacaste antes de abrazarme. Siempre me heriste con tus palabras antes de que tus silencios me envolvieran como un refugio. Y algo me dice que, detrás de esta furia, como tantas veces, hay también un deseo mudo de que te responda. Por eso seguiré escribiéndote, incluso si ya no contestas, incluso si tus cartas están destinadas solo a quemarse al leerlas. Porque sé que leerás cada palabra. Porque te conozco.
Fuiste mi luz, Eleanor. Y aunque nunca quisiste mirarme de frente, lo fuiste. ¿Cuánto amor se necesita para que una reina vea a un hombre más allá de su puesto, de su utilidad, de su devoción? No lo sé. Tal vez demasiado. Tal vez el que yo te ofrecí no te bastó, o tal vez te bastó, y por eso huiste.
No me marcho con rencor, sino con verdad. Y con la dignidad de quien ha dado todo lo que podía dar. No quise convertirme en una sombra que te sigue, ni en un siervo que mendiga afecto entre los restos de tu poder.
¿Traición? No. No me acuses de lo que no hice. No te dejé sin guía ni sin legado. Dejé proyectos, ideas, caminos abiertos que recorrimos juntos. Quizá los deseches por orgullo, quizá los tomes y borres mi nombre, pero están ahí. Y si alguna parte tuya aún cree en lo que construimos, sabrás que hice lo correcto.
Si alguien rompió nuestra promesa, no fui yo. No lo digo para herirte, sino para que no distorsiones lo que sabes en lo más profundo de ti: que si hubo un traidor a lo nuestro, no fue Dyan Harvest.
No me repitas que gobernarás con mano de hierro. Sabes que seguirás, quieras o no, el camino que trazamos con esperanza, con virtud, con amor por el pueblo. Serás una reina justa. Porque eso eres. Porque no sabes reinar de otro modo. Aunque me niegues, aunque me borres de tus decretos, aunque quemes esta carta tras leerla.
Puedes odiarme si lo necesitas. Puedes escribirme para gritar, como tantas veces hiciste con la voz quebrada al final. Pero sabes —aunque no quieras admitirlo— que si hay alguien que seguirá aquí para ti, es este hombre al que no quisiste ver como igual, pero que fue el único que te amó de verdad.
Tus abrazos silenciosos, tus besos esquivos, tus despedidas sin palabras... los guardo como se guarda algo que se sabe irrepetible. No tienes que quererme, Eleanor, pero no finjas que nunca lo hiciste.
Si tu intención era herirme con tu carta, no lo lograste. Me hiciste recordar por qué te amé. Y por qué, a pesar de todo, aún te escribo.
Con rabia a veces, con dolor también, pero siempre, siempre con verdad.
Dyan Harvest