Interludio 1: La ira de una reina.

Silvania bebía el brebaje que Dyan le había dejado al partir, sentada en la oficina de su hija. Lo hacía con su habitual calma introspectiva. A pesar del amargor, continuaba bebiendo: era la medicina que la mantenía firme durante el día… y también porque sentía que, si la abandonaba, su tiempo —justo ahora que más la necesitaban— se detendría.

Ese miedo extraño, la certeza silenciosa de que el final se acercaba, se había ido abigarrando en su alma, especialmente desde la partida de Dyan. Ya no había conversaciones en el jardín ni paseos al atardecer. Los juegos de té eran ahora solo un adorno olvidado en una estantería. Sus días se habían llenado, en cambio, del rostro endurecido de su hija, cargado de rabia y silencios. A veces se entendían, otras veces parecían alejarse como si el simple acto de estar juntas en una habitación fuera sofocante. Y, aun así, Silvania seguía a su lado. Porque sabía, aunque Eleanor no lo dijera, que la necesitaba.

La mañana era clara, y los rayos de un sol brillante y aséptico caían sobre Eleanor, que escribía con tal fuerza sobre un pergamino que ya había tenido que reemplazarlo varias veces. El sonido insistente de la pluma rasgando el papel hizo que Silvania alzara la mirada.

—¿Piensas romper todos los pergaminos del palacio?

Eleanor no se detuvo al responder:

—Ese mago de tercera cree que puede escribirme como si yo fuera un aprendiz de su torre de prestidigitadores. Debería prohibir sus entregas —arrugó el pergamino con desdén y tomó una hoja nueva—. Se aprovecha de mi bondad.

Silvania sonrió. Después de semanas, por fin veía algo de vida en los ojos de su hija.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho ese mago de tercera?

Eleanor golpeó el escritorio con la pluma, dejando un agujero en el papel, antes de alzar la vista, irritada.

—¿Puedes creerlo? —rió, con una ironía cortante—. El muy descarado cree que le escribo porque me importa. ¿Qué tengo que escribirle para que entienda que no? ¿Marcharse le habrá arruinado el cerebro? Quizá en el campo la gente se vuelve más lenta.

Silvania bajó la mirada. Le gustaba ver algo de fuego en su hija, pero prefería la honestidad a la crueldad innecesaria.

—No lo ofendas gratuitamente. Si vas a escribirle, dile la verdad.

La joven reina la miró fijamente desde el escritorio.

—¿Por cuánto tiempo piensas seguir de su lado? Yo soy tu hija. Él… él ya no es nada para nosotras.

—Eso has dicho desde que se fue. Pero para mí sigue siendo un amigo muy querido —respondió Silvania con serenidad. Su voz no llevaba rabia, sino una melancolía contenida—. Leíste las cartas que tenía en mi escritorio. ¿Incluso así vas a seguir siendo tan obstinada?

Sostuvo la taza con firmeza, como si con ello disimulara la fragilidad que crecía en su interior

Eleanor volvió a escribir. Las palabras salían como dardos, hirientes y veloces. Cada línea era una acusación velada, cada frase un reproche envenenado.

Sabía que Dyan no iba a responder. Lo había dicho con claridad en su última carta: “No volveré a escribirte.” Una línea final. Un cierre que Eleanor no podía ocultar… ni soportar.

Y, sin embargo, escribía. Día tras día. A veces dos cartas. A veces ninguna. Algunas las quemaba. Otras las entregaba, como si el solo hecho de enviarlas fuera un acto de desafío. O de desesperación.

—¿Qué esperas lograr con eso? —preguntó Silvania, aún con la taza en las manos.

Eleanor no respondió. El pergamino temblaba bajo su mano, no por rabia, sino por algo más hondo, más callado. Su respiración era inestable.

—Dijo que no respondería —susurró por fin—. Me lo dijo. Y aun así… sigo escribiendo. No puedo… no puedo parar.

—¿Por qué?

Eleanor bajó la cabeza. Su voz, cuando habló, era un murmullo quebrado.

—Porque si dejo de escribir… es como si aceptara que ya no está. Que no va a volver. Y no sé… no sé cómo traerlo de vuelta. ¿Cómo puedo hacerlo si no puede vivir a la sombra de mi propia corona?

El silencio llenó la oficina.

Silvania se levantó con lentitud. Caminó hasta ella, sin prisa, y le puso una mano en el hombro.

—Tienes que decidir, Eleanor —dijo con calma, pero con dureza—. No puedes seguir enviándole cartas cargadas de odio. ¿Esperas que te devuelva lo mismo? ¿Que te responda con rabia para tener una excusa para odiarlo tú también?

Eleanor apretó los labios, mordiéndose el dolor.

—No es odio lo que siento —murmuró, temblorosa.

—Entonces escríbele con honestidad. Si no quieres amar, empieza a olvidar. Pero si vas a seguir, si vas a escribir, hazlo sin mentirte. Porque si no… solo te harás daño. Tú. No él.

Silvania retiró la mano, pero Eleanor no se movió. El pergamino seguía frente a ella. La tinta se secaba, atrapando palabras que no sentía del todo, que tampoco podía evitar.

Quería escribir con honestidad. Quería, de verdad. Pero no podía aplacar la rabia. No aún.

Y eso la desgarraba más que el abandono.

Esa misma noche, abrió uno de los cajones de su escritorio, donde una flauta de plata descansaba, cubierta por una fina capa de polvo, y recordó…

La sala de música aún no tenía cortinas. Las hojas caían lentamente sobre el suelo de mármol del invernadero lateral, y el viento entraba silbando, fresco pero no frío. Eleanor sostenía una flauta de plata entre los dedos, como si fuera un objeto recién descubierto. Dyan, sentado a su lado en el banco, afinaba una vieja lira que había restaurado él mismo con ayuda de los artesanos de palacio.

—Estás desafinando —dijo ella, sonriendo con superioridad.

—Estoy afinando a mi manera —replicó él, sin alzar la vista—. El viento cambia el tono de las cosas. La realeza debería saberlo.

Ella bufó suavemente. No con rabia. Con juego.

—¿Es una indirecta para que no cante hoy?

—No. Es una súplica para que lo hagas. Hasta la peor reina canta mejor que yo.

Eleanor se echó a reír. Dejó la flauta sobre el banco y se inclinó hacia él, divertida.

—¿Y si canto muy mal, pero tú igual finges que te gusta?

—Lo haré. Como hago con todo lo tuyo. —La miró entonces. Con esa ternura suya que no necesitaba floreos—. Porque me gusta cuando te olvidas de ser reina por unos minutos.

Ella bajó la mirada. Se ruborizó. No era habitual en ella.

—Y tú me gustas cuando dejas de hablar como si el mundo estuviera en tus manos.

Dyan rio. Y tocó un acorde suave. Desafinado, sí. Pero cálido.

Eleanor comenzó a cantar.

Nadie los interrumpió aquella tarde. Nadie trajo informes ni pergaminos. No hubo criados, ni deberes, ni sombras entre ellos. Solo la música leve y el viento de otoño, silbando como si contuviera un secreto.

La flauta de plata seguía en el mismo lugar, dentro del cajón cerrado con llave. Eleanor no la había vuelto a tocar.

Cuando cayó la noche, las velas no ardían aún, pero el cielo derramaba una luz azul apagada sobre los muros. Eleanor había cerrado la puerta con doble cerrojo. Ordenó que nadie la molestara.

El cuarto de música estaba cubierto de polvo. Una estancia olvidada, entre muchas, que había sido su refugio de niña. Allí se escondía cuando quería desaparecer entre lecciones de protocolo o sueños de libertad. Ahora volvía a ese lugar como quien entra a una tumba abierta.

Sobre el aparador de madera envejecida dejó la flauta de plata. La miró largo rato, como si moverla siquiera fuera un crimen.

Al final la tomó entre las manos, con la misma delicadeza con la que se sostiene una flor marchita. Se sentó en el taburete bajo y miró al vacío por varios minutos. No pensó en papeles ni consejos. No pensó en su madre ni en la corte. Solo en esa última carta. En la línea que más dolía:

“No volveré a escribirte.”

Colocó la flauta en los labios. Inhaló hondo.

Sopló.

Nada.

Sopló de nuevo. Sonó un murmullo áspero, torcido, desafinado.

Cerró los ojos. Intentó recordar la melodía que Dyan tocaba cada otoño para hacerla reír. La que decía que imitaba el sonido de las hojas cayendo. Intentó seguirla con los dedos, pero su mano temblorosa solamente sabía fallar.

Una nota rota.

Otra más.

Entonces, las lágrimas cayeron sin previo aviso. Una sola al principio, luego muchas. Golpearon la plata como una llovizna fuera de estación amarga. Soltó la flauta, que quedó colgando de su regazo y se dejó sumir por un llanto aciago, el de una mujer sola porque había renunciado a hacer música por sí misma, por sí, y por él.