Envío confidencial, sello personal.
Mi querido Dyan:
La vida aquí, en el palacio, se ha tornado más gris. No sabría decir con exactitud qué ha cambiado, pero Eleanor ya no es la misma. Antes supuraba rabia, se encendía con la menor chispa; ahora, la encuentro suspirando por los pasillos, o sentada sola en la sala de música, mirando el piano, la flauta… sin tocarlos. Solo permanece en la penumbra, cuando cree que nadie la observa. Me duele verla así, pero sospecho que algo que le escribiste ha provocado este giro. Y aunque no sé si fue para bien o para mal, debo confesarte que la prefiero así: melancólica antes que furiosa, callada antes que desbordada. Durante semanas fue un tornado cruzando los corredores.
No te escribo únicamente para informarte del estado de mi hija —aunque sé que, de algún modo, aún te importa—, sino porque ignoro si las numerosas cartas que le envías siguen siendo respondidas, y si las que ella redacta llegan a tus manos… o si, como suele hacer últimamente, las escribe solo para romperlas después.
Quisiera decirte que yo estoy mejor, pero la verdad es que mi cuerpo pesa más cada día. Las noches se me hacen eternas cuando el efecto de las hierbas que me dejaste comienza a desvanecerse. No te escribo para alarmarte, Dyan, sino porque no quiero mentirte. Tú mejor que nadie sabes cuántos años de más me has regalado, y aunque los doctores del palacio me dieron por muerta hace tiempo, yo ya había hecho las paces con ese final. Aun así… como bien sabes, me habría gustado ver a mi hija hallar algo parecido a la plenitud.
No quiero sonar fatalista. Solo siento que el letargo se posa más hondo en mí, como un manto suave y persistente. Eres mi mago, sí, pero también mi amigo más querido. Pensé que te gustaría saberlo, porque si bien no podemos robarle años al destino, aún me queda la esperanza de que sean los suficientes para partir en calma.
Perdóname este tono apagado. A veces también yo me siento gris. Te extraño más de lo que admito en voz alta, no por mis dolencias —que también—, sino porque nuestras charlas al atardecer, los paseos entre los jardines y esos tés improvisados llenaban mi corazón más de lo que pensé posible. Ahora, la soledad me alcanza con una frecuencia cruel.
Aun con todo esto, me alegra saber que estás buscando tu camino. Ya te lo dije alguna vez: me habría encantado verte con Eleanor, pero si no fue posible, que al menos tu búsqueda de felicidad te lleve lejos de este nido lleno de sombras. Me alegro por ti. Y, en parte, también me duele, porque como ella… yo tampoco supe hallarla del todo.
Ven a verme pronto. Dos meses han sido más de lo que mi terquedad podía soportar. No sé si mi paciencia aguante otros cuatro.
Con el corazón más blando de lo que quisiera admitir, se despide tu amiga,
Silvania Willfrost
Reina emérita y tu cómplice de tantas tardes.