Las últimas luces del atardecer se deslizaban sobre las copas de los árboles del jardín interior. El cielo ardía en tonos dorados y lavanda, y el suave murmullo del agua de la fuente central tejía una melodía tranquila, como si todo el palacio se hubiese silenciado solo para ellos.
Silvania caminaba lentamente, su bastón rozando el empedrado con un ritmo suave, casi ceremonioso. Dyan la seguía a pocos pasos, con las manos entrelazadas tras la espalda, observándola con esa mezcla de ternura y preocupación que ya no intentaba ocultar. El largo cabello plateado, su porte regio y mirada firme, a pesar del cansancio, eran todavía cautivadoras. Las arrugas en su rostro, apenas marcadas, solamente lograban darle un aire de sabiduría irreductible.
—¿Recuerdas cuando plantamos ese limonero? —preguntó Silvania, señalando con el bastón un árbol pequeño, ya florecido—. Dijiste que sus frutos nos protegerían de las fiebres de invierno.
Dyan sonrió. —Y tú me dijiste que si era así, plantarías cinco más.
—Nunca lo hice.
—Pero sobreviviste a todos los inviernos —replicó él, con una sonrisa cómplice.
Se detuvieron bajo la pérgola cubierta de bugambilias. El aire olía a tierra húmeda y hojas jóvenes. Silvania se sentó con un suspiro, y Dyan ocupó el banco junto a ella.
—¿Te vas a ir sin despedirte de ella? —preguntó ella, mirando de reojo.
Dyan no respondió de inmediato. Tomó una flor caída y la giró entre sus dedos.
—Me despedí como ella quiso que lo hiciera… en silencio.
—No es la forma en que ella habría querido. —Silvania dejó el bastón a un lado—. Es la forma que tú elegiste para no romperte frente a ella.
—Ya estoy roto, Silvania. Solo intento que las astillas no salpiquen a nadie más. ¿Crees que ella aceptaría de buen grado una despedida? Ambos lo sabemos bien.
Silvania lo observó largo rato, y luego apoyó con lentitud su cabeza sobre su hombro. No lo hacía siempre, pero a veces lo necesitaba con demasiada urgencia, más de la que la prudencia le remendaría, pero ella no era de aquellas que se dejaran llevar por nimiedades.
—Tú y yo sabemos que el amor no se rompe por la distancia. Pero también sabemos que algunas cosas, si no se cuidan, se pudren.
Dyan no respondió. Solo llevó su mano a la de ella y la sostuvo con la misma suavidad con que sostenía las páginas más antiguas de sus grimorios.
—No te estoy pidiendo que vuelvas, Dyan —dijo al fin, con voz queda—. Solo quiero que no te olvides de quién fuiste aquí. De lo que hiciste por nosotros.
El mago asintió, con los ojos perdidos en las primeras estrellas del cielo.
—No puedo olvidar. Ni a ella. Ni a ti. Ni este jardín.
—Entonces ven a veces. Incluso los árboles florecen mejor cuando alguien les habla —dijo Silvania, con una sonrisa triste.
Y así se quedaron, en silencio, con el perfume de las bugambilias envolviéndolos, sabiendo ambos que esa tarde sería una de las últimas que compartirían.