En el salón de estrategias del palacio Willfrost, Eleanor tenía sobre una mesa redonda el mapa detallado del reino. Sobre el mapa, varias fichas rojas marcaban puntos de conflicto a lo largo de la frontera con los chinsonitas, algunos otros con la frontera norte con Balder y unos pocos en pequeñas localidades, que representaban conflictos internos menores que ya había encargado solucionar.
—Majestad, las últimas noticias del frente dan cuenta de que necesitan más refuerzos y acortar las líneas de suministros, los pertrechos están llegando con retraso.
Eleanor tomó un puntero y movió una pieza de madera en el paso fronterizo.
— ¿Cuándo debería llegar Sir Armand? Partieron hace dos semanas ¿No deberían estar llegando, Lara?
Lara Amdelias, subcomandante del ejército real, acompañada del primer ministro, Lord Cartan Veill, acompañaban a Eleanor en la preparación de las estrategias.
Lara movió la ficha que movido Eleanor y la puso cerca del puesto fronterizo. —Deberían llegar en un par de días a lo sumo. Desde el puesto fronterizo tienen la instrucción de enviar una paloma en cuanto los refuerzos estén a la vista.
—Muy bien. —Agregó Eleanor con voz tensa, incluso su rostro parecía más duro de lo habitual, como bañado por una capa fina de cristal.
—Mi reina. La última paloma no solamente trajo solicitudes de alimentos, también indican que los chinsonitas están desatados. No parece la escaramuza estacional de siempre. —Agregó Cartan con la mirada fija en el mapa.
Eleanor miro a Lara esperando que le entregara más información, pero la joven subcomandante carecía de la experiencia. Se llevó una mano a la frente y suspiró, el alma se le escapaba por cada poro.
—Lara, por favor, mantente alerta…
La subcomandante se cuadró, nerviosa. —Sí, majestad.
—¿Qué sabemos del desarrollo de las escaramuzas en los últimos dos meses? —preguntó Eleanor, a sabiendas que las noticias no serían buenas.
Lara revolvió unos documentos sobre la mesa y en un desliz resbalaron, esparciéndose sobre el suelo.
—Perdón, su majestad.
Se inclinó con manos temblorosas a recoger los documentos, pero estos parecían eludir sus manos, como si tuvieran vida propia.
— ¿Armand no tenía a nadie más capaz para ocupar su lugar?— Espetó Cartan con desdén, sin moverse un ápice para ayudar.
—De verdad lo siento, mi reina. —Agregó Lara, con voz quebrada y el rostro atravesado por la vergüenza.
Cartan golpeó la mesa, apurando a la subcomandante.
— ¡Basta, Cartan! La única que puede golpear la mesa soy yo.
La voz de Eleanor llenó el salón como una bocanada de fuego. Su rostro antes de piedra, ahora era la viva expresión de la rabia.
Continuó. —Recoge esas hojas de una vez. — Miró a Cartan fijamente, con brasas en los ojos. —No creas que tienes poder en mi corte, aquí y en la última piedra del reino, solamente yo puedo hacer lo que se me plazca. —Bajó el tono de su voz apenas un poco, como conteniendo un látigo con un dedo. —castigar a mis súbditos, es mí potestad, no tuya Cartan Veill.
El primer ministro tragó saliva, pero incluso esta pasó con dificultad. —Por supuesto, mi reina, perdón.
Lara se incorporó sosteniendo las hojas con dificultad, el tintinear de su armadura delató su nerviosismo. —Desde hace unos tres meses las escaramuzas comenzaron con mayor fuerza, mi reina, pero hace un par de meses se han vuelto mucho más frecuentes y se han extendido por la frontera, incluso hasta el los fuertes cercanos.
—Eso es un avance inesperado. —Dijo Eleanor, marcando los otros fuertes en el mapa. — ¿Alguna idea de la razón? No parece que simplemente quieran retomar las confrontaciones anuales, como dice Cartan.
Lara miró al primer Ministro, pero éste parecía ajeno a la discusión.
—Los informes señalan… —Titubeó. —señalan que la ausencia del Maestro Dyan habría llegado a oídos de los estrategas chinsonitas.
Eleanor bajó la mirada, apoyándose con ambas manos sobre la mesa.
—El último informe, señala que se interrogó un prisionero de guerra y confesó. —Lara cogió la hoja del informe para leerlo sin cometer un error. — “Sin el mago de cabello plateado no son nada, tarde o temprano caerán”.
Sin levantarse, Eleanor dijo con falsa calma. —Cartan, procura que se prioricen los envíos de pertrechos a los fuertes fronterizos. Lara, envía más refuerzos, recluta más mercenarios si es necesario, pero quiero ver que esos desgraciados reciban una lección. —Su voz sonó gutural al final. — ¿La archimaga envió a su gente?
—Sí, su majestad. Viajó ella misma junto a Armand y otros diez magos, los refuerzos, y Glasca con los mercenarios del gremio.
—Bien. En cuanto lleguen noticias las quiero saber, no importa la hora. —El peso de su presencia en el salón se hizo todavía mayor a medida que su voz se hacía más y más profunda. —Partan de inmediato, quiero estar sola.
Tanto Lara como Cartan se apresuraron a salir. El miedo a ser arrastrados por una tormenta real los empujaba más que la obediencia.
Apenas se cerró la puerta del salón, un estruendo seco rompió el silencio. Algo —una copa, un tintero, o tal vez una estatua— se había estrellado contra la pared con furia. La ira de Eleanor, contenida durante toda la reunión, acababa de hacerse carne.
Al caer la noche, el despacho privado de la reina era un reducto silencioso, alejado del bullicio de las reuniones del consejo, del murmullo de los pasillos y de las disputas palaciegas. Apenas iluminado por un par de candelabros de bronce, el aire olía a cera caliente y a tinta seca. Eleanor se encontraba sola. Frente a ella, un pergamino en blanco.
La pluma se deslizaba entre sus dedos, girando una y otra vez como si el movimiento pudiera empujar las palabras a nacer. Llevaba semanas escribiéndole a Dyan, cartas que jamás enviaba o que rompía sin leerlas siquiera. Pero esa noche algo se sentía distinto. Algo se abría paso en su pecho como una grieta: no rabia, sino un cansancio silencioso, como si su alma comenzara, por fin, a doler en lugar de arder.
La pluma tocó el papel.
Dyan, maldito seas por dejarme con todas estas palabras sin boca, sin oído, sin perdón...
Tachó la frase. Suspiró con fuerza. Dejó la pluma a un lado, se frotó las sienes.
Lo intentó otra vez.
A veces te odio tanto que...
Un golpe seco en la puerta la interrumpió. No uno de cortesía, sino urgente.
—¿Majestad? —la voz de Lara al otro lado sonaba demasiado agitada para ignorarla—. Noticias del frente, es importante.
Eleanor cerró los ojos. Un susurro escapó de su garganta, casi inaudible:
—Por supuesto que ahora…
Se levantó. No miró el pergamino a medio manchar. No lo dobló ni lo escondió. Lo dejó allí, como una confesión inacabada. Como siempre.
Abrió la puerta con la barbilla en alto, lista para ser reina otra vez.
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En Glavendell, la noche era tranquila, quizás demasiado, como si toda la naturaleza contuviera el aliento mientras el mago se sumergía en sus estudios. Lo ocurrido la noche anterior había abierto ante Dyan nuevos horizontes… y con ellos, nuevos temores. La emoción de descubrir una rama inexplorada de la magia se mezclaba con la incertidumbre. Aquella sensación de vacío que lo golpeó por un instante —fugaz, sí, pero profunda— había sido como si alguien hubiese estrujado su alma. No hubo dolor, pero lo que sintió era completamente nuevo, inexplicable… y por eso, inquietante.
Durante el día había continuado sus experimentos, transportando pequeños objetos cada vez más lejos, con fallos cada vez menos frecuentes. Cadin era su ayudante incansable, corriendo por la casa como un torbellino encantado. Había insistido en que él la transportara, pero Dyan se negó: no podía arriesgarse de esa forma. Aun así, sonrió al recordarlo. Tener un niño en casa era algo que no sabía que había extrañado. Quizá, sin saberlo, un deseo oculto de paternidad se había aferrado a su corazón como el musgo a la piedra, imperceptible al principio, hasta cubrirlo por completo.
Se acomodó en la silla. Su estadía en Glavendell, despojado de títulos, túnicas y deberes, lo había dejado expuesto a deseos que creyó sepultados. Viejas aspiraciones, anhelos olvidados, lo invadían con cada día de libertad. Mientras reflexionaba, la moneda de plata vibró en su bolsillo. Se irguió de inmediato. La sacó con un movimiento rápido y al imbuirle energía, la voz de Finia estalló en la habitación, como un rayo hendiendo el silencio:
—“Masacre… ayuda… superados… miedo… chinsonitas…”
El corazón de Dyan comenzó a golpearle el pecho como un tambor de guerra. Apretó la moneda con fuerza y respondió al instante:
—Sostén moneda. Concéntrate en mí.
Se levantó con pasos decididos. Escribió un mensaje apresurado en un pergamino, apenas un garabato tenso y alargado:
“Me voy por unos días. Me requieren en la frontera oeste con urgencia. Volveré. No se preocupen por mí.”
No había tiempo para más. Cerró los ojos y comenzó a recitar palabras que jamás había pronunciado. De su mano surgieron glifos de plata, dibujados con la yema del índice como filamentos de luz líquida, complejos y antiguos. En un parpadeo, el mago desapareció.
El estruendo de la batalla llenó sus oídos.
Trompetas aullaban alarmas, saetas encendidas surcaban el cielo como cometas de muerte, y los gritos desesperados partían el aire como cuchillas.
—¡Maestro, maestro!
La voz lo arrancó del trance. Abrió los ojos. Allí, encogida en una esquina, estaba Finia. Apretaba la moneda contra su pecho, una herida cruzaba su frente y la sangre resbalaba por su mejilla sucia. Temblaba. Sus ojos, desbordados de lágrimas, se fijaron en él.
Dyan alzó las manos con urgencia y murmuró un conjuro. Una cúpula dorada de protección se alzó alrededor de ambos, destellando como una burbuja de sol. Corrió hasta ella, se arrodilló y la abrazó.
—Tranquila, pequeña… ya estoy aquí.
Finia, al oír su voz y sentir su abrazo, supo que era real. Su cuerpo lo reconoció de inmediato. Era su maestro, su padre en todo lo que importaba. Se aferró a él con todas sus fuerzas, su llanto se volvió tembloroso, pero ya no de miedo: de alivio. Sus manos polvorientas se hundieron en la túnica de Dyan, como si temiera que pudiera desaparecer.
Quiso hablar, pero la voz no le salía. Su garganta seca solo dejó escapar un sollozo débil.
Dyan acarició su rostro, limpiándole la sangre y las lágrimas con ternura.
—Todo estará bien, Finia… lo prometo.
La miró con atención. No tenía heridas graves, aunque el susto era monumental. Respiró, aliviado. La envolvió otra vez en un abrazo, esta vez más largo, más silencioso, y supo con claridad que mientras ella viviera, todo lo demás podía esperar.
Finia alzó la mirada, y al ver su rostro, el rostro que la había guiado desde niña, sintió cómo se le deshacía el alma.
—Gracias… —susurró entrecortadamente, con la voz de una niña y la pena de una mujer—. Gracias por venir…
Y se echó a llorar sobre su hombro, pero esta vez, al amparo de su presencia, las lágrimas ya no quemaban la piel, sino que liberaban el alma.
Afuera, la batalla continuaba. Pero dentro de la cúpula dorada, por un instante, el mundo entero se detuvo.
Sin soltarla aún del todo, Dyan habló con voz suave, su timbre lleno de ternura y resolución.
—¿Quieres ayudarme a detener esto?
Finia asintió. Ya no lloraba, pero su cuerpo aún temblaba, zarandeado por los horrores vividos y por los que, inevitablemente, tendría que volver a enfrentar.
—Sígueme —dijo él—. Debemos terminar con esta locura.
El fuerte Frontera era un caos viviente. Guerreros y mercenarios corrían por los muros, los arqueros gritaban por más flechas mientras los enemigos alzaban escaleras, intentando asaltar la fortaleza. Las saetas enemigas caían como lluvia de muerte.
Dyan, que conocía ese lugar como la palma de su mano, avanzó con paso firme hacia las murallas. En cuanto los soldados de Willfrost lo vieron, un clamor de esperanza se levantó entre los defensores. El Sabio había regresado.
—¡El Maestro Dyan está aquí! ¡El sabio ha vuelto!
Atravesaron el patio de armas a toda prisa. Finia lo seguía muy de cerca, a veces sujetando el borde de su túnica como si no quisiera estar ahí… y, sin embargo, sabiendo que debía.
Desde las alturas, los arqueros intentaban contener el avance de los chinsonitas. Los defensores empujaban escaleras, gritaban órdenes, pero el enemigo era implacable. Entre la confusión, Dyan distinguió a Sir Armand: herido en el brazo, el rostro desencajado por algo más que el dolor, una expresión de auténtico espanto que el mago jamás le había visto.
Dyan se volvió hacia Finia.
—Necesito una barrera. ¿Tienes suficiente arcana para sostenerla?
—Por supuesto, Maestro. Haré lo que sea necesario.
Dyan le dedicó una breve sonrisa. Todavía había fuego en ella. Buscó con la mirada a los magos que deberían haberla acompañado, pero no encontró ninguno. No preguntó. No era el momento.
Se dirigieron hacia la barbacana, donde Armand intentaba organizar una última línea de defensa. Las flechas llovían, encendidas como cometas furiosos.
—Comienza ya, Finia. Esta posición no resistirá mucho más.
Las palabras arcanas de la joven comenzaron a fluir, firmes y precisas, como gotas de rocío que cayeran con propósito. Su voz era clara, segura, vibrante.
Las saetas enemigas no cesaban, cruzando el cielo como luciérnagas condenadas.
Cuando llegaron hasta Armand, éste apenas tuvo tiempo de mirarlos, antes de que el grito del vigía retumbara sobre la muralla:
—¡Lluvia de flechas! ¡Todos a cubierto!
Los soldados corrieron a buscar refugio, incluso Armand retrocedió. Pero Dyan no se movió. Permaneció de pie junto a Finia, confiando por completo en su poder.
Y entonces ocurrió.
Un millar de flechas llameantes cruzaron el cielo como aves de fuego. En el último instante, Finia alzó ambas manos y susurró el último verso del conjuro. Una cúpula dorada se expandió desde ella como una ola luminosa, cubriendo todo el fuerte. Las flechas chocaron contra la barrera, desintegrándose en una lluvia de fuego y chispas, como una tempestad de oro y cenizas.
Dyan le dedicó una mirada cómplice. Finia apenas pudo esbozar una sonrisa: estaba totalmente concentrada. Aquella magia colosal le exigía cada gramo de su voluntad.
Los guerreros del fuerte, paralizados, contemplaban el milagro. La joven maga los había salvado, y la muralla brillaba ahora como si los dioses la defendieran.
Dyan se acercó al borde de la muralla. Podría haber advertido al enemigo, como en otras campañas. Podría haber dado la opción de retirarse. Pero esta vez, no. Esta vez habían ido demasiado lejos. Alguien debía pagar.
Alzó una mano.
Una sola palabra bastó.
El cielo se cubrió de nubes negras, como un telón de tormenta. Los enemigos lo vieron. Lo reconocieron.
—¡Es él! ¡Es el hechicero! ¡Corran!
El pánico se extendió como fuego entre los chinsonitas. Algunos tropezaron, otros se empujaban en su desesperación por huir. Pero ya era tarde.
La voz de Dyan recorrió el llano, firme, antigua, incontestable.
Y entonces, cayeron los rayos.
Cientos de relámpagos surcaron el valle como lanzas de juicio. Cada uno que tocaba tierra carbonizaba a su objetivo, reduciendo cuerpos a cenizas en un suspiro. El estruendo era ensordecedor. En apenas segundos, la mitad del ejército enemigo fue borrado del mapa, como si nunca hubiera estado allí.
Los pocos que sobrevivieron no miraron atrás. Corrieron hasta desfallecer, con un solo pensamiento en la mente: que el mago de Willfrost no los siguiera.
Nadie osó volver la vista. Porque sabían, con certeza, que si lo hacían, la furia del Sabio los alcanzaría.
La batalla había terminado, pero sus consecuencias recién comenzaban.
Las llamas aún chisporroteaban en algunos puntos del fuerte, pero el silencio comenzaba a asentarse, espeso, sobre los cadáveres y la piedra humeante. La magia de Finia aún relucía débilmente en la cúpula protectora, como si el hechizo se rehusara a disiparse del todo, negándose a soltar su última chispa.
Dyan se volvió hacia ella. Sus ropas estaban sucias de hollín y sangre seca, el cabello enmarañado por el sudor, pero sus ojos, los ojos de Finia, seguían firmes, como los de una veterana. Le tocó el hombro con suavidad.
—Muéstrame a los que aún viven.
Ella asintió y lo guió a través del fuerte. Caminaron entre ruinas y cuerpos destrozados, cruzando patios ennegrecidos y corredores donde el eco de la batalla aún no se apagaba.
En una sala lateral, sin puertas, varios magos yacían tendidos en improvisadas camillas de madera. El hedor de la sangre y los ungüentos llenaba el aire. Había heridas abiertas, miembros amputados, rostros cubiertos con trapos empapados. Dyan los contó en silencio. La mitad del destacamento mágico había muerto.
Uno de los sobrevivientes levantó la vista. Su rostro, cruzado por una cicatriz reciente, se transformó al ver a Dyan. Era Elian, un conjurador de agua que lo había acompañado en las campañas del sur años atrás.
—Maestro... —murmuró, la voz cargada de llanto. —Perdón... por favor... Le fallamos a la Archimaga. —golpeó su muslo con el rostro atravesado por el dolor. —Le fallé a usted. No debimos dividirnos... fue una emboscada... pensé que podríamos...
Dyan se arrodilló a su lado, incapaz de decir palabra alguna. No tenía el don para sanar esas heridas, ni las físicas ni las del alma. Puso una mano sobre el pecho de Elian, justo donde el corazón aún palpitaba con fuerza desgarrada.
—Calla, Elian —susurró—. Estás vivo, y eso basta. No fue tu culpa. Fue la guerra.
Elian lo miró con ojos empañados y cerró los párpados, vencido por la vergüenza y la tristeza. Finia, que ya se había arrodillado junto a otro mago inconsciente, no dijo nada. Sus manos ya se movían. Dedicó el siguiente minuto a recitar palabras de sanación, tocando la herida con la yema de los dedos, cerrando poco a poco la carne desgarrada, un susurro de luz fluyendo de sus manos.
Dyan la observó con admiración silenciosa. A cada herida sanada, a cada cuerpo salvado del umbral de la muerte, el brillo de Finia se hacía más tenue, más frágil. Pero ella seguía, una tras otra, sin detenerse. No por deber. No por gloria. Lo hacía porque no podía dejar de hacerlo.
Sanó a tres guerreros, luego a un escudero con quemaduras en los brazos, después a una arquera que lloraba en silencio con una flecha aún clavada en el muslo. Dyan le ayudaba a sostener las cabezas, a calmar a los heridos, a alejar a los muertos. Pero no podía hacer más. No con sus manos. No con su magia.
Finalmente, mientras trataba de cerrar una profunda herida en el costado de una mujer inconsciente, Finia vaciló. Su hechizo se deshizo como arena en el viento, y su cuerpo cedió. Cayó de lado, exhausta, temblando.
Dyan la sostuvo antes de que tocara el suelo.
—Ya es suficiente —dijo con dulzura, envolviéndola con parte de su capa—. Has hecho más de lo que cualquiera pudo. Has salvado a todos los que pudiste.
Ella no respondió. Dormía, respirando con lentitud, rendida no solo por el esfuerzo, sino por el dolor de haber sobrevivido. Dyan la acomodó junto a una columna de piedra aún tibia, y la cubrió con un manto.
Se quedó a su lado, en silencio, mientras las brasas de la batalla morían, una a una. Ahí se quedó, limpiando la sangre en su rostro, velando su sueño, cobijándola del frío y cuando hubo un espacio para ellos, la llevó en brazos hasta una cama improvisada. Allí se durmió, junto a ella.
El silencio tras la tormenta era espeso, como si la tierra misma contuviera el aliento.
Dyan abrió los ojos lentamente. El techo de madera del cuarto improvisado en el fuerte se curvaba sobre él como una cáscara protectora. La luz del amanecer se filtraba por entre las rendijas de la ventana rota, bañando el suelo en haces dorados. Todo su cuerpo pesaba como si la magia misma le hubiese pasado por encima, pero no dolía. Era un cansancio profundo, antiguo, como si cada célula recordara lo que había hecho.
Se incorporó con dificultad. En la otra cama, Finia dormía con el rostro vuelto hacia la pared, aún vestida con su túnica manchada de sangre y polvo. La magia de sanación la había vaciado por dentro, lo sabía; la había visto entregar hasta la última gota de energía sin medir las consecuencias. A su lado, una bandeja con agua y un poco de pan indicaba que alguien los había cuidado en algún momento de la madrugada.
Dyan se levantó en silencio, se acercó y se sentó a su lado. Observó su respiración acompasada. Le acarició el cabello, ahora enmarañado, y pensó en lo pequeña que se veía. Aquella niña que años atrás le pedía que le enseñara a levitar piedras ahora había contenido una lluvia de muerte.
—Despertarás pronto —susurró con una sonrisa apenas dibujada—. Ya has hecho más de lo que cualquier archimaga hubiera soñado.
Finia gimió levemente y giró hacia él, con los ojos entreabiertos y la voz apenas un hilo:
—¿Maestro?
—Aquí estoy, pequeña.
Finia se incorporó de golpe, como si el recuerdo de la batalla la hubiese arrojado de vuelta a la vigilia.
—¿Los heridos...? ¿Los sobrevivientes...?
—Descansa —le pidió él con voz firme, tomándola por los hombros—. Hiciste todo lo posible. Los demás están atendidos. Incluso Sir Armand está en recuperación. Nadie culpa a la niña que salvó a un fuerte entero con una sola cúpula de luz.
Ella intentó protestar, pero los ojos se le humedecieron sin permiso.
—No salvé a todos —susurró.
—No. Pero salvaste a muchos. Y a mí.
Finia asintió despacio. El peso de los muertos seguía sobre su espalda, pero no era tan insoportable con el calor de su maestro a su lado.
Dyan la atrajo hacia él en un abrazo suave, protector. Permanecieron así, envueltos en la luz pálida del amanecer, sin decir nada más. El mundo allá afuera seguía siendo un caos, la guerra no había terminado, pero en esa habitación, por unos instantes, la paz los había alcanzado.