Interludio 2: El polvo y el trueno

Su nombre era Hen Xi’an, apenas un soldado más entre los cientos que componían la Quinta Compañía de Vanguardia del ejército chinsonita. Cuando cruzaron la línea del crepúsculo, no esperaba sobrevivir.

Sus botas se hundían en el barro chamuscado, en la mezcla de tierra, sangre y ceniza. Respiraba por la boca, porque el hedor de los cadáveres calcinados aún se pegaba a las paredes de la garganta como un castigo. Llevaba el rostro cubierto con una tela negra y el brazo izquierdo sangrando por un corte superficial. De los treinta con los que había cargado contra la barbacana del fuerte, solo tres habían regresado. Uno gritaba incoherencias. Otro no soltaba el asta quemada de lo que alguna vez fue una bandera.

Hen Xi’an no podía hablar.

Lo había visto con sus propios ojos. Lo que los ancianos llamaban la Maldición Plateada, lo que los generales insistían en llamar solo un truco. “Un viejo mago exiliado”, decían. “Un relámpago antes de morir.”

Pero no. No era un truco.

El cielo se había abierto como un pergamino roto. Las nubes surgieron de la nada, y con ellas el fuego. Cientos, miles de rayos, como si los dioses hubieran descargado su juicio sobre ellos. No hubo advertencia. No hubo tregua. Solo ceniza y gritos.

Había sentido el calor de los rayos al estallar cerca, había visto a su comandante deshacerse en un chispazo, la armadura fundiéndosele a la carne. Y después, aquel hombre.

Un hombre esbelto de cabellos plateados y ojos de tormenta. De pie sobre el muro. Solo. Como una estatua invencible.

El terror no vino por el fuego. No por la magia. Vino por la mirada.

Aquel mago miraba con tristeza, no con odio. Como si lo que hacía no le provocara gloria, sino pesar. Como si los que caían fueran parte de una tragedia ya escrita.

Hen Xi’an corrió. Y no se detuvo. Ni cuando las trompetas de retirada sonaron. Ni cuando la línea de catapultas colapsó. Ni cuando el oficial del ala oeste le gritó por cobarde.

Solo corrió. Porque sabía que si se detenía, si miraba atrás, el trueno lo alcanzaría.

Ahora, horas después, escondido en una pequeña quebrada entre las piedras, al abrigo de una capa chamuscada y con los ojos abiertos al cielo nocturno, comprendía algo que cambiaría su vida para siempre:

Ese hombre no era un soldado. Era un castigo.

Y algún día, los suyos tendrían que decidir si estaban dispuestos a pagar el precio que esa magia traía consigo.