Capitulo 7: Repercusiones.

El despacho de la reina estaba bañado en la penumbra. Solo una lámpara de aceite ardía sobre la esquina de su escritorio, arrojando sombras largas sobre las paredes cubiertas de mapas y documentos. Lara Amdelias cruzó el umbral sin anunciarse, con el rostro pálido y el informe temblando en sus manos.

—Llegó el cuervo de Frontera —anunció con voz queda.

Eleanor alzó la vista lentamente, sin un gesto. Tomó el informe y lo leyó en silencio. Página tras página, la tinta manchaba sus ojos con las palabras de Sir Coltan. El rostro de Eleanor no se inmutó al principio. Siguió leyendo hasta el final, incluso repasando algunos pasajes. Sus manos, sin embargo, apretaban el borde del pergamino con una fuerza creciente, hasta que los nudillos se tornaron blancos.

Cuando terminó, bajó el papel con lentitud. Permaneció inmóvil por unos segundos. Entonces, se puso de pie con una brusquedad que hizo temblar la lámpara. Caminó hacia la ventana cerrada y apoyó ambas manos sobre el marco, contemplando la oscuridad más allá del vidrio, aunque no veía nada.

—¿Cuántos magos cayeron? —preguntó con la voz apenas contenida, sin girarse.

—Según el informe… seis, su majestad. La mitad del Círculo asignado. Muchos guerreros también. Pero… la archimaga está viva. Y el Maestro Dyan… él…

—Lo sé —interrumpió Eleanor. Su voz tembló. No de miedo, sino de algo mucho más profundo.

Se hizo un silencio incómodo.

Entonces apretó la mandíbula con rabia contenida. —¿Tuvo que volver él para que todo esto no se derrumbara? ¿Era eso lo que esperaban los chinsonitas, que me debilitara… que nos quedáramos sin él?

Lara no respondió. Sabía que la pregunta no era para ella.

Eleanor se alejó de la ventana. Caminó hacia la mesa, retiró los papeles y con un solo movimiento dejó el informe solo sobre el centro del escritorio. Se sentó con lentitud, esta vez sin la compostura real que siempre la acompañaba. Era una mujer cansada, golpeada por una verdad que no había querido admitir.

—Y Finia… —murmuró—. Sobrevivió. Pero a qué costo. —Pasó los dedos sobre la superficie del informe. —Dyan nunca quiso volver a esto. Lo alejé yo. Y aún así… volvió. Como siempre.

Sus ojos brillaron con una humedad que no permitió caer.

—Díganle… —dijo al fin, con voz baja pero nítida—. Díganle que vuelva al menos una noche. Que quiero agradecerle en persona… Que… tengo una carta para él. Y que deje de ignorar las mías, si aún le queda algo de piedad.

No añadió más. Lara asintió con una leve inclinación y se retiró en silencio.

La luz de la mañana entraba pálida por los ventanales altos de los aposentos de la reina emérita. Silvania Willfrost, sentada en su silla de mimbre reforzado, tejía en silencio una bufanda a medio terminar. Cada tanto se detenía a mirar sus manos, cada vez más delgadas, cada vez más lejanas de su antiguo esplendor. El silencio era cómodo, hasta que escuchó pasos conocidos.

Eleanor entró sin llamar, como solía hacer desde niña. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie unos segundos. Silvania no alzó la vista de inmediato.

—Supuse que vendrías —dijo con suavidad—. ¿Llegaron noticias?

Eleanor caminó lentamente hasta una silla frente a su madre y se dejó caer en ella como si el peso de la corona fuera más real que nunca.

—Llegaron. Y no me dejaron dormir.

Silvania alzó la mirada. Sus ojos, más apagados que en el pasado, todavía tenían el filo exacto para leer entre líneas.

—¿Está viva?

Eleanor asintió. —Finia está bien. Herida, pero viva. Salvó a todos, al parecer. Fue ella quien contuvo una lluvia de flechas. La mitad del Círculo cayó… pero ella se mantuvo.

—¿Vencieron?

Eleanor dudó. Luego asintió otra vez. —Sí, pero no por nuestras fuerzas. Fue él. También. Llegó a tiempo. Hizo… lo que solo él puede hacer. Quemó medio ejército chinsonita. Les dio una lección que no olvidarán en generaciones.

Silvania dejó de tejer. El hilo se deslizó lentamente de su dedo hasta el suelo.

—Entonces… volvió —dijo más para sí misma que para su hija.

—Sí —murmuró Eleanor—. Y no sé si me alivia… o me destroza.

Silencio.

—Me alegra que lo haya hecho. ¿Lo verás? —dijo Silvania, casi como un reproche lleno de ternura.

—No lo sé. No creo que quiera verme. No después de todo lo que… —se interrumpió. Luego soltó—: Lo herí. Sabía dónde golpear, y lo hice con saña. Pero no puedo fingir que no me sigue importando, madre.

—Tarde o temprano, hija mía, todos nos enfrentamos al amor que hemos saboteado. Pero hay un consuelo: si regresa por los demás… puede quedarse por ti.

Eleanor apretó los labios. Las emociones le palpitaban bajo la piel, pero las contenía, como siempre.

—No sé cómo hablarle. No sin parecer… débil.

Silvania se inclinó hacia ella con lentitud. —Pues tal vez sea hora de que la reina se quite la corona un momento… y le escriba como la mujer que aún lo ama. Él sabrá la diferencia.

Eleanor no respondió. Solo bajó la mirada hacia las manos de su madre.

—Estás más delgada —dijo en voz baja.

—También más sabia —replicó Silvania, con una sonrisa débil—. Aprende, Elea… antes de que sea tarde. Tú aún puedes alcanzarlo.

Eleanor se puso de pie lentamente. Asintió con un gesto que parecía casi reverencia.

—Gracias, madre.

Silvania volvió a tomar el hilo entre los dedos, pero antes de que Eleanor saliera, dijo:

—Ah… y no le pongas el sello real. Que sea solo tuyo.

Eleanor se detuvo en seco, sonrió casi como un suspiro y salió en silencio.

 

------------------------AO----------------------

 

Mientras Finia descansaba, Dyan recorrió el fuerte y pasó parte de la mañana restaurando la funcionalidad del cristal de protección en los niveles inferiores. Las pérdidas eran enormes, pero nadie podía negar que la sola presencia del mago bastaba para infundir seguridad entre los soldados. Mientras trazaba glifos sobre la superficie agrietada del cristal, una figura conocida apareció en el umbral del salón subterráneo.

—Dyan Halvest… ¿Es esto una coincidencia o esperabas llegar al final solo para convertirte en héroe?

El mago alzó la mirada con una sonrisa cargada de ironía.

—Algunos pensarán eso, sin duda. Pero no soy tan infame… aunque claro, no me creerían. ¿Tú me crees, Glasca?

El cristal exhaló un pulso de luz azul, recorriendo el salón con un leve zumbido mágico.

La veterana guerrera cruzó el salón con paso firme, a pesar del cabestrillo improvisado que sostenía su brazo.

—Por supuesto que no —respondió Glasca con voz seca—. Soy de las que agradecen la ayuda, no de las que buscan complots donde no los hay.

—Si soy sincero… no vine por ustedes.

Ella lo interrumpió con un gesto. —Viniste por Finia. Lo entiendo. Pero hiciste mucho más de lo necesario. Salvarla a ella hubiese sido fácil para ti. Lo que hiciste allá afuera… nos salvó a todos.

—Tal vez. Pero cada decisión que tomé fue por ella. Si hubiese escapado sin mostrar su poder, lo habría arrastrado como una sombra sobre su futuro.

—¿Y qué eres, su padre acaso? ¿No crees que estás exagerando?

—No hace falta sangre para sentirlo así. Es como una hija para mí, y eso basta. —Pasó el dedo índice por el cristal, dejando tras de sí una línea de luz resplandeciente—. Desde afuera, puede parecer excesivo… pero hay demasiados ojos sobre ella.

—A mi edad ya olvidé cómo jugar el juego del poder —gruñó Glasca—. Si alguien quiere mi lugar, que lo tome. Me encantaría retirarme a vivir en paz, como tú.

Dyan rió.

—No te imagino durmiendo la siesta entre girasoles. ¿Hace cuánto no visitas a tus nietos?

—Años. Más de los que me atrevo a contar —dijo ella, colocándose a su lado—. Pero viéndote… tu rostro parece más ligero. Tal vez sea tiempo de unas vacaciones.

—No esperes demasiado. El tiempo no perdona, Glasca. Un día te despiertas… y ya se te fue el momento.

La mercenaria entrecerró los ojos y extendió la mano con su rudeza habitual.

—Tienes razón, Dyan Halvest.

Se estrecharon las manos como tantas veces lo habían hecho en el pasado, con firmeza y respeto, compartiendo lo que no podía decirse con palabras.

—Gracias a ti —añadió Glasca—, esta vieja puede abrazar a sus nietos una vez más. Por un momento… pensé que no llegaría a hacerlo.

Y con eso, se marchó. Justo antes de perderse en el pasillo, Dyan alzó la voz:

—¡No estás tan vieja, tía Glasca!

—¡Y no me digas tía, mocoso del demonio! —le gritó ella sin volverse, pero con una sonrisa en los labios y el corazón más liviano.

Una vez terminadas las reparaciones del cristal, Dyan volvió al cuarto donde Finia descansaba. La encontró sentada en la cama, recostada contra la pared, con el plato de comida intacto a su lado.

Cerró la puerta tras de sí y se sentó a su lado.

—¿No piensas comer? —preguntó con suavidad.

Ella se acurrucó contra su brazo.

—Maestro… ¿cómo llegaste aquí? Creí que todo estaba perdido.

Dyan tomó el plato, revolvió el caldo y lo acercó.

—Tienes que comer, te desplomaste por agotar tu energía.

—No tengo hambre —susurró ella, hundiéndose más en su abrazo—. ¿Cómo lo hiciste? ¿Esto no es un sueño, verdad?

Él le acercó la cuchara a los labios.

—Te contaré si comes un poco.

Ella obedeció, abriendo la boca.

—Un mago sin curiosidad no es un mago —dijo él, con una sonrisa.

—¿Por dónde empiezo? Fue una mezcla de la investigación que había dejado atrás, las notas de Edictus y los avances que logré estos meses. —Otra cucharada—. La moneda de plata fue el primer paso real. Luego, mover objetos no fue tan complicado. No había probado aún con seres vivos, pero con la moneda como ancla... fue arriesgado, sí, pero no había otra opción.

—Es… increíble —dijo Finia, con los ojos muy abiertos—. Podría cambiar el mundo. Imagina poder moverse de ciudad en ciudad en segundos.

—Algún día —replicó Dyan—. Por ahora, come.

Ella asintió, y por primera vez desde que la encontró, comió con ganas.

—Te extrañé demasiado —dijo en voz baja.

—Yo también.

—¿Eres mi padre ahora?

—Siempre, si tú lo quieres.

—Entonces siempre seré tu niña.

Después de terminar la comida, conversaron largo rato sobre la nueva magia, soñando con cómo podría transformarlo todo. Rieron como antes, como Maestro y aprendiz, sin títulos, sin miedo, sin guerra.

Hasta que golpearon la puerta.

Era Sir Armand Levet, comandante de la Guardia Real. Entró con expresión sombría, portando una carta sin sello, pero con la inconfundible firma de Eleanor.

—Dyan —dijo, con voz áspera como piedra seca—. Cumplo con entregarte esto por orden de Su Majestad.

Le tendió la carta, pero no sin clavarle una mirada cargada de desprecio.

—No te necesitábamos. Que te quede claro.

—No esperaba otra cosa de ti —replicó Dyan, sin levantarse.

—Haz lo que tengas que hacer y márchate. Nadie aquí te quiere. Nunca lo hicieron.

Finia frunció el ceño, indignada, pero Dyan le tocó el brazo con calma.

—Solo me quedaré hasta que Finia se recupere. Luego volveré a mi retiro. No me interesa estar donde no soy bienvenido. Puedes seguir deshaciendo mi legado en paz, Armand. Algún día… tal vez abras los ojos.

El comandante retrocedió, visiblemente alterado.

—Vete pronto. Alteras la paz del fuerte —dijo, antes de salir, cerrando la puerta con un golpe seco que hizo vibrar los postigos.

Dyan guardó la carta entre sus ropas. El papel le ardía en la mano, pero no la abriría aún. Lo más importante estaba justo a su lado, viva, respirando, soñando.

Y por ahora… eso bastaba.

 

--------------------------AO-------------------------

 

Esa tarde silenciosa en el fuerte Frontera. Dyan se encontraba mirando hacia el campo de batalla, todavía quedaban numerosos vestigios de lo ocurrido. Ahí, en la soledad de una de las torres de vigilancia, observando el horizonte iluminado un sol que moría, le pareció que todos los años de absurdos enfrentamientos se habían reavivado por su partida. Quizá era su culpa tanta muerte. El viento sopló con fuerza.

El sonido metálico de una armadura le llegó, pasos pesados, acompasados.

—No esperaba verte aquí, Levet. —dijo Dyan sin girarse—. Aunque supongo que el rencor también necesita aire fresco para respirar.

Armand detuvo su paso a unos metros. Su armadura aún mostraba huellas del combate reciente y su brazo descubierto, una venda con manchas de sangre seca.

—No vine a pelear —gruñó—. Pero si buscas provocarme, no me tomará esfuerzo responder.

Dyan finalmente se volvió, cruzando los brazos.

—No necesito provocarte. Tus palabras hacen ese trabajo por sí solas. Meses han pasado, Armand, y aún pareces pensar que debo pedir perdón por algo que nunca hice.

—¿Nunca hiciste? —Armand dio un paso adelante, los ojos encendidos—. ¿De verdad crees que puedes pararte en este lugar, después de haber abandonado tu puesto, y fingir que nada pasó?

—Abandoné el puesto, sí. Pero no al reino. ¿O acaso crees que morir en otro frente, por otro error político, hubiera servido de algo?

—¡Servía como símbolo! —exclamó Armand—. ¡Como ejemplo! Todos los que nos quedamos tuvimos que resistir sin ti. Sin tu poder. Sin tu nombre. Sin la única maldita figura que podía inspirar algo más que miedo.

Dyan se mantuvo en silencio por unos segundos, dejando que el viento se llevara parte de la rabia flotante entre ellos.

—¿Y quién me inspiraba a mí, Armand? ¿A quién acudía cuando los consejos eran trampas disfrazadas, cuando los magos morían en misiones estúpidas dictadas por egos ciegos? ¿Quién me sostenía cuando el dolor de tantas muertes me arrancaba el sueño? Tu tienes una vida a la que volver, una esposa, hijas… Mírame Armand ¿Crees que le debo algo a este reino?

El comandante apretó los puños.

—No eras el único que sufría.

—Lo sé. Y por eso nunca culpé a nadie. Me marché… porque no quería convertirme vivir para mí. Cuando vuelvas a la capital, tendrás el abrazo cálido de una esposa, yo no tengo nada. Mi amor era una sombra… y me cansé de perseguirla.

—¿Y ahora qué? —espetó Armand—. ¿Vuelves como un salvador? ¿Esperas que todos olvidemos lo que abandonaste?

—No espero nada —respondió Dyan, con voz baja pero firme—. Ni reconocimiento, ni perdón. Solo vine por ella. Por Finia. Me necesitaba. Vine. Ella es lo único que me queda.

—Y al hacerlo, recordaste a todos lo que ya no somos. —Armand bajó la voz, como si por fin se desarmara un poco—. Los hombres murieron creyendo que tú ya no estabas. Que no vendrías jamás. Y cuando llegaste… los ojos de muchos volvieron a brillar. Eso duele, Dyan.

El silencio volvió a colarse entre ellos. Por un instante, solo el aullido del viento llenaba el vacío.

—No pretendía herir —dijo Dyan—. Pero tampoco me disculparé por existir. Si ver esperanza en los ojos de la gente duele… entonces tal vez eso también hay que curarlo.

Armand lo observó largo rato.

—Ella te espera. —dijo finalmente, dando la media vuelta—. No la hagas esperar más.

Y se marchó.

Dyan suspiró, apoyándose en la muralla. Miró las estrellas que comenzaban a aparecer con timidez, como quien busca una señal. Años atrás, habría buscado palabras para cerrar esa herida.

No tenía intención de abrir la carta de Eleanor hasta regresar a Glavendell. Sin embargo, las palabras de Armand habían abierto una brecha inesperada en su interior. Llevaba meses recibiendo cartas suyas, pero no había abierto ninguna desde aquella que lo hirió profundamente. No quería devolverle odio, ni mancillar la imagen que aún guardaba de ella en su corazón. Eleanor podía ser dura, a veces cruel, pero raras veces había descargado sobre él un desprecio tan voraz.

No las había leído por miedo. Miedo a que sus palabras envenenaran las heridas que aún no cerraban. Debería haberlas quemado, lo sabía. Y sin embargo, eran las palabras de la mujer que amaba. Palabras que, aunque nacieran del rencor, seguían siendo suyas. Incapaz de destruirlas, las había conservado. Por si algún día… decía algo distinto.

Sacó la carta de entre sus ropas y la sostuvo entre sus dedos, dubitativo. El sobre no llevaba sello real. No había lacre, ni el escudo de Willfrost. Por un momento, se permitió albergar una pizca de esperanza. No mucha… pero suficiente. Tal vez —solo tal vez— le escribía la mujer, no la reina.

Contuvo el aliento y la abrió.

 

Carta sin sello. Sin protocolo.

Dyan:

No sé si esta carta te llegará. Ni siquiera sé si la abrirás. Tal vez verás mi letra y decidas dejarla de lado, como tantas veces yo decidí no mirarte a los ojos.

Pero necesitaba escribirte, aunque sea para vaciar este dolor que me ahoga desde que supe que habías vuelto.

Volviste. A pesar de todo. A pesar de mí.

Dicen que el cielo rugió y que el enemigo huyó como ratas. Dicen que llegaste como una tormenta, como un dios, y que Finia te recibió con lágrimas. ¿Cómo se agradece algo así? ¿Cómo agradecerte por volver a ella, por salvar a mi gente, cuando yo hice todo lo posible por alejarte?

No pretendo justificarme. Sé lo que hice. Usé tus heridas como armas. Te arrojé palabras que no merecías. Y cuando partiste, fingí que no me importaba. Pero cada noche ha sido un abismo con tu forma. Cada día, una batalla contra mi orgullo.

No te escribe la reina. Ni la casa Willfrost. Te escribe Eleanor. La mujer que se quedó vacía al perder al único hombre que la miró sin miedo, sin reverencia… sin intentar cambiarla.

No te pido que regreses. No te pido que me perdones. Solo quería que supieras que aún toco el piano sin hacer sonar una sola nota. Que aún te busco en los ecos del palacio, como si tu risa pudiera esconderse tras una columna. Como si tu perfume pudiera haberse quedado suspendido en las cortinas.

No sé si volveremos a hablarnos. Pero si esta carta te alcanza… guárdala. O quémala. Solo necesitaba que supieras que sigo aquí. Y que todavía pienso en ti.

A veces, cuando no puedo dormir, imagino que aún estás aquí. Leyendo en voz alta tus libros imposibles. Corrigiéndome con paciencia cuando pierdo la calma. Riéndote cuando crees que no te veo.

Y en esos sueños… todavía te amo.

Siempre tuya,

Eleanor

 

Dyan sostuvo la carta con ambas manos. Su corazón, hecho pedazos. Esas palabras… esas palabras no eran las de una reina. Eran las de una mujer rota. Vulnerable. Verdadera. Y eran, también, palabras que él jamás había escuchado de sus labios.

Vaciló. Por dentro, una marea de emociones se alzaba. Un deseo irrefrenable de correr a su lado, de tomar su rostro entre las manos y devolverle ese amor que nunca dejó de sentir. Pero también, la necesidad de responder con sensatez. Con algo que no fuera sólo pasión. Algo que hablara desde la verdad.

Porque esa carta escondía una pregunta sin respuesta. ¿Era un amor compartido, pero imposible? ¿O aún había esperanza de hallarse, finalmente, en un mismo lugar?

El viento frío del atardecer ayudó a enfriar la tormenta que rugía en su pecho. Eleanor sabía muy bien qué decir para tocar cada fibra de su alma. ¿Lo hacía sin darse cuenta? ¿O conocía ya sus grietas demasiado bien?

La brisa agitó sus cabellos plateados. La torre de vigilancia se sintió, por un instante, más alta… y más sola que nunca.

 

------------------------AO--------------------------

 

El atardecer se filtraba por la pequeña ventana del cuarto, tiñendo las piedras de un dorado apagado. El aire olía a madera vieja, a hierro caliente y a sopa tibia que alguien había dejado enfriar demasiado pronto. Finia despertó lentamente, con esa pesada languidez que sigue a una curación profunda, y giró el rostro. No vio a Dyan de inmediato. Solo su silueta, sentada de espaldas junto al ventanuco.

Él sostenía una carta en las manos.

No decía nada. No se movía.

Era como si la habitación estuviera detenida en el tiempo, suspendida entre una respiración y otra.

Finia entrecerró los ojos, aún algo adormilada, pero lo notó al instante. No era el mismo Dyan que le había dado sopa con ternura apenas unas horas atrás. Algo en su espalda se había encorvado; algo en la línea de sus hombros ya no era recto. Parecía más viejo. No de cuerpo, sino de alma.

—Maestro… —dijo, apenas un susurro.

Dyan no respondió enseguida. Guardó la carta entre sus ropas con una delicadeza casi ceremonial y luego se giró hacia ella. Su rostro tenía esa clase de tristeza que no se grita ni se llora, sino que se esconde detrás de una sonrisa serena.

—¿Te sientes mejor? —preguntó con suavidad.

Finia lo miró largo rato sin responder. Lo conocía demasiado bien. Sabía cuándo mentía. Sabía cuándo algo lo carcomía por dentro y, aún así, prefería protegerla de sus propias penas.

—¿Quién era? —preguntó finalmente.

Dyan no se sorprendió. Suspiró.

—Una carta sin sello. De alguien que fue importante… y que todavía lo es.

Finia asintió, sin pedir más. Se incorporó despacio y se sentó junto a él en la cama.

—La echas de menos.

—Más de lo que debería —respondió él, sin mirarla—. Y menos de lo que temo.

—¿Vas a volver con ella? —Preguntó con una sonrisa nerviosa.

—No lo sé… —Pasó una mano por su cabello, dejando que la luz del ocaso lo tiñera de cobre—. El amor… a veces no basta, Finia. A veces llega tarde. A veces duele más de lo que cura.

Ella apoyó su cabeza en su hombro.

—Pero a veces… solo a veces… vale la pena intentarlo, incluso si termina mal.

Dyan la miró de reojo. Una sonrisa triste curvó sus labios.

—Eres más sabia de lo que tú misma crees.

—He tenido un buen maestro.

Permanecieron así un rato, en silencio, compartiendo el peso invisible de una carta que decía mucho… y lo que no decía también.

La luz se desvanecía y, con ella, las respuestas.

Finia acabó quedándose dormida con la cabeza sobre el regazo de Dyan. Él acariciaba su cabello con una ternura que sólo da el tiempo, la cercanía, la herida compartida. La había acunado así muchas veces antes: cuando no comprendía un grimorio, cuando lloraba por perderse en las calles del mercado, cuando un hechizo fallido le había chamuscado los dedos o el orgullo. Pero ninguna de esas veces le había dolido como ahora.

Sabía que esta herida era distinta. Invisible. La herida del alma, la que marca y no cicatriza del todo. Finia acababa de cruzar ese umbral del cual ya no se regresa, el momento en que una vida deja de ser inocente y se convierte en carga, en memoria, en responsabilidad.

Con sumo cuidado, Dyan la acomodó en la cama, tapándola como a una hija, y se quedó unos segundos contemplando su respiración serena. Luego, en silencio, se sentó junto al escritorio improvisado. Sacó papel, una pluma aún húmeda y temblorosa, y comenzó a escribir con lentitud.

Eleanor:

Como supondrás, el hecho de que esta carta te llegue significa que he leído la tuya.

No imaginé que abrirla doliera tanto… ni que sanara tanto. Leí palabras que nunca escuché de tu boca, y sin embargo, estaban cargadas con la verdad de quien te conozco profundamente. No sabes cuánto significó, y cuánto más habría significado… antes.

Sé que escribirla te habrá costado, por eso la atesoro. No sé si será la última, pero la guardaré como si lo fuera.

Fui a Frontera por Finia. No por ti. Ni por el reino. Fui por ella, que es mi hija en espíritu si no en sangre, y porque no podía permitirme perderla. Si me lo hubieras pedido, probablemente habría ido igual, pero no lo hiciste. Y tal vez eso era necesario. Tal vez este caos fue la única forma en que nuestros caminos podían volver a rozarse.

Debo ser honesto contigo, ahora que ya no hay túnicas ni coronas entre nosotros. Las cartas que me enviaste antes siguen sin abrir. No porque no me importaras, sino porque temía que tus palabras tuvieran la violencia de aquel día en el que me arrojaron del palacio. No tenía fuerzas para revivir esa vergüenza. Ni para ver tu desprecio convertido en tinta. Pero no las quemé, Eleanor. Porque incluso llenas de rabia, eran tuyas. Y yo… nunca he dejado de guardar lo que viene de ti.

A veces imagino otra vida, una en la que no tuvimos que ocultarnos, una en la que el Archimago y la Reina podían caminar por el jardín sin testigos, sin cuchicheos, sin deberes. Tocar el piano juntos. Cantar nuestras composiciones de otoño sin miedo al eco. Dormir abrazados sin que el amanecer doliera.

Tu carta me dice que me extrañas. Pero no me dice qué lugar tendría a tu lado si regreso.

¿Soy el consejero de la reina? ¿El amigo fiel? ¿El silencio en la habitación cuando todos se han ido? ¿O soy el hombre al que alguna vez amaste y al que podrías amar otra vez, sin ocultarlo?

Sé que he sido infantil en mis ilusiones. Soñé con ser digno de ti. Soñé con que bastaría con ser el Archimago más respetado del reino para borrar la palabra plebeyo de mi historia. Me perdí en ese empeño, y hoy sigo intentando encontrarme.

Podría volver. Podría quedarme a tu lado, callar lo que siento y resignarme. Pero tú no mereces un amor silenciado. Ninguno de los dos lo merece.

Por eso te pregunto, por última vez, con la humildad de quien ha amado en silencio toda una vida: ¿Lo nuestro es una historia terminada o un capítulo que aún podemos escribir juntos?

No me debes respuesta inmediata. Pero si alguna vez decides decírmela… no la encierres en cartas sin sello. Dímelo con los ojos. Dímelo con la voz que alguna vez me llamó Dyan como si fuera todo lo que necesitabas en el mundo.

Siempre que me necesites, acudiré. Siempre.

Y esta vez, no volveré a dejar tus cartas sin leer.

Dyan Halvest

 

Finia se despertó con los párpados pesados y la garganta seca. La tenue luz de una vela le indicó que no había pasado mucho tiempo. Buscó con la mirada al maestro y lo encontró sentado junto a la cama, aún con la pluma en la mano, contemplando un papel que había dejado secar con el peso de un tintero encima.

—¿La respondiste? —preguntó con voz baja, quebrada por el sueño y algo más.

Dyan asintió sin girarse. Tardó unos segundos en hablar. —Sí. Tenía que hacerlo… no solo por ella, también por mí.

Finia se incorporó con cuidado y se sentó en la cama. Su frente seguía adolorida, pero lo ignoró.

—Te cambió el rostro —dijo—. Desde que la leíste, te vi más… humano. Más vulnerable. Como si algo en ti hubiera vuelto.

Dyan dejó la pluma y se volvió hacia ella. La sonrisa que le ofreció era tenue, auténtica, con una pizca de tristeza.

—No sabes cuántas veces imaginé recibir algo así. Y cuántas veces más recé por no recibirlo nunca.

—¿Por miedo?

—Sí. —Dyan se llevó las manos a las rodillas—. Miedo a ilusionarme, a quedarme atrapado en un ciclo de cartas y silencios, de esperanzas mal sembradas… a que me pida volver solo para callarme otra vez.

Finia bajó la vista. —¿Y vas a volver?

—No aún. —La miró con ternura—. Primero, necesito saber si volver es seguir muriendo lentamente o si, esta vez, hay una posibilidad real.

Ella asintió despacio. —Cuando partiste, no entendía por qué. Me dolió… mucho. Pero ahora que te he visto aquí, con nosotros, con todos, lo entiendo. El mundo no fue amable contigo, maestro. Ni siquiera ella.

Dyan suspiró, cruzando las manos. —No quiero que la odies. Te lo pido con todo lo que soy. Lo que pasó entre nosotros es complejo. Lleno de decisiones que no siempre fueron sabias. De mi parte también.

—No la odio. Solo temo que te vuelva a herir.

Hubo un largo silencio. Solo el leve chisporroteo de la vela llenaba la habitación. Dyan se levantó, dobló la carta con cuidado y la guardó.

—Prométeme algo, Finia.

—Lo que quieras.

—Si alguna vez… tú también amas a alguien que parece imposible, no huyas. No calles. Di todo. Incluso si duele. Incluso si crees que perderás. Es mejor vivir con un corazón roto que con uno amordazado.

Finia se acercó y lo abrazó con fuerza. —Te lo prometo. Pero tú prométeme que no volverás a desaparecer.

—No mientras tú me necesites. —Y la abrazó con ese calor silencioso que solo él sabía dar—. Siempre estaré contigo.

La vela titiló. Afuera, el amanecer comenzaba a teñir las piedras del fuerte con una luz dorada. Pero en esa habitación, por un instante, no había más que paz.

 

--------------------AO-----------------

 

Palacio de Willfrost, noche cerrada.

La carta estaba sobre su regazo. El sello de cera que había pedido no usar no estaba allí, como lo había solicitado. Era una carta privada. De esas que uno guarda en un cajón junto a los recuerdos que duelen y las decisiones que uno no puede cambiar.

Eleanor no la abrió de inmediato.

La sostuvo en sus manos durante un largo rato, sin moverse, sentada en el sillón del salón este, donde solo entraba la luna y el olor del laurel mojado del jardín. Un copón de vino a medio tomar reposaba sobre la mesita, junto a una partitura incompleta y una daga ceremonial que no había guardado.

Sus dedos, tan acostumbrados a sostener la pluma con autoridad, temblaban.

Finalmente, la rompió con cuidado. Sacó la hoja. Reconocía su letra, algo más inclinada, más trémula que antes. Eso le dolió.

La leyó una vez. Luego otra. Y luego una tercera.

Al final, dejó la carta sobre su pecho, como si pudiera protegerla de algo que ardía por dentro. Cerró los ojos y respiró hondo. Había esperado muchas cosas: silencio, reproche, incluso odio. Pero no esa mezcla de dolor y ternura que se derramaba en cada frase.

Se sentía como una reina a la que su trono le quedaba de pronto vacío.

—¿Por qué tardamos tanto? —susurró, sin dirigirse a nadie. Se incorporó con esfuerzo, como si el peso del mundo se le hubiese asentado en los hombros. Caminó hacia el piano, el mismo que compartieron tantas veces, y pasó los dedos sobre las teclas. No tocó. Solo los dejó reposar allí, sintiendo el marfil frío. Como él, como su ausencia.

La puerta se abrió suavemente. Lara Amdelias asomó la cabeza, con cuidado.

—Majestad, el consejo está por reunirse…

Eleanor no la miró. —Dile a Cartan que comience sin mí.

—¿Está todo bien?

Eleanor tardó en responder. —No. Pero estará. —Se volvió, con la mirada fija y una determinación distinta. Su voz se había vuelto otra, un susurro firme—. Solo necesito unos minutos más.

Lara cerró la puerta sin hacer ruido.

La reina de Willfrost volvió a sentarse al piano. Esta vez, dejó que sus dedos presionaran una nota. Sonó baja, melancólica.

Luego otra. Y otra.

No era una melodía conocida. Era una que nacía de ella en ese instante.

Un lamento. Un intento.

Una súplica