La carreta se detuvo cerca del borde del camino. Dyan bajó primero y estiró la mano con naturalidad, para que Finia se apoyara en él.
—¿Está seguro de que debo hacer mi descanso aquí, Maestro?
Dyan sonrió, cálido.
—Por supuesto. Alguien tiene que cuidarte como corresponde. Además, Corven estará encantado de reemplazarte por un tiempo.
—No lo dudo... —murmuró Finia, con una sonrisa cansada.
El mago se acercó al cochero y le entregó un par de monedas de plata. El viento frío de la montaña agitaba las hierbas del camino, y el canto de unos pajarillos cercanos pareció anunciar su regreso. Con él, regresaba también una forma de paz que solo se hallaba en ese rincón del mundo.
—Gracias, Maestro —dijo el viejo cochero, tomando las monedas como si fueran joyas. —En el pueblo ya lo estaban extrañando. Una semana es suficiente para que los rumores florezcan como hiedra en muro viejo.
Dyan asintió con una leve risa incómoda.
El carro se alejó traqueteando por el sendero, rumbo al pueblo.
Finia se llevó una mano a la frente, a modo de visera, para esquivar el sol que caía oblicuo entre las montañas. Recorrió con la mirada el paisaje que la rodeaba y comprendió por qué su maestro hablaba de ese lugar con tanto cariño: las montañas a lo lejos, el murmullo constante del río cercano, las coníferas temblando al viento, las mariposas revoloteando entre las flores silvestres. Todo parecía extraído de un sueño apacible.
Dyan le tendió la mano otra vez. Finia la tomó sin pensar demasiado, y avanzaron juntos por el sendero hasta desviarse hacia un camino que conducía al río. Allí, tras una verja de madera —de la cual colgaba una campanilla oxidada—, se alzaba una casa de dos pisos con un aire encantado: un ventanal en forma de media luna en el primer piso, piedras grabadas con inscripciones arcanas, y un segundo nivel de madera teñida, aunque aún incompleto en una de sus esquinas.
El mago echó una ojeada al entorno. El pasto había sido cortado recientemente. Alguien lo había hecho por él, con la esperanza de su regreso.
—¿Qué te parece? —preguntó con voz serena.
—Es hermoso —respondió Finia—. Me recuerda al campo al que me llevabas cuando era niña. —Apretó la mano de su maestro. —Me siento mejor… lejos del ruido de la Torre, de las exigencias. A tu lado, puedo respirar.
Dyan abrió la puerta e hizo un gesto para que pasara.
—Agradezco que aceptaras quedarte durante tu recuperación. ¿Sabes? Desde que llegué aquí, los recuerdos de aquellos días contigo me visitan a diario. Eras una niña traviesa e inquieta… y todo eso me hace muy feliz.
Se abrazaron, primero con suavidad, luego Finia lo apretó fuerte, como queriendo grabar en su piel la presencia de Dyan, como si pudiera llevársela con ella cuando regresara a Scabia. Era difícil decir si fue un minuto, o varios, pero ese abrazo significaba demasiado para ambos.
Entonces, una voz aguda los interrumpió desde la entrada:
—¡Tío Mago! ¡Tío Mago!
Dyan se giró de inmediato. Finia también buscó con la mirada… y allí estaba: Cadin, sudorosa, jadeando, con el cabello pegado a la frente y las mejillas arreboladas de emoción.
—¿Cadin? —murmuró Dyan, justo antes de que la pequeña corriera a sus brazos y se arrojara sobre él, aferrándose como si de su vida dependiera de eso.
—Tío Mago… volviste… — La voz quebrada de la pequeña apenas permitía entender lo que decía. —¡Te fuiste sin despedirte de Cadin! Cadin te esperó mucho… te extrañó mucho…
Las palabras se enredaban en el llanto incontenible y se perdían entre los sollozos. Dyan la abrazó con ternura, acariciándole la cabeza como quien consuela a un animalillo asustado.
—Lo siento… tuve que irme de improviso. ¿Puedes perdonarme?
Cadin asintió, con la cabeza hundida en su hombro. Entonces alzó el rostro, se limpió las lágrimas con su mano pequeña, algo torpe y sus ojos encontraron a Finia, que observaba la escena con ternura, pero también con una tristeza profunda.
—¿Quién es ella, Tío Dyan?
Dyan se giró hacia Finia, todavía con la niña aferrada a su túnica.
—Cadin, ella es Finia… mi hija.
Finia sintió que esas palabras, al ser dichas en voz alta, al ser dichas con alguien más que ellos dos escuchpandolas, cobraban un peso definitivo, dulce y verdadero. Sonrió con emoción.
—Hola, Cadin —saludó, extendiendo los brazos—. Eres una niña hermosa. ¿Quieres venir conmigo también?
Cadin miró a Dyan en busca de aprobación. Él asintió con suavidad.
En ese instante, Finia se vio a sí misma reflejada en los ojos de Cadin. Recordó cuando llegó a la Torre, tímida y herida, cuando Dyan la sostuvo en brazos como a un tesoro que necesitaba protección. En ese entonces no era más que una niña sin familia como muchos otros que llenaban el carromato.
Tomó a Cadin con cuidado, le limpió el sudor de la frente y la estrechó con cariño. Sintió cómo la soledad que la había acompañado durante los últimos meses se desvanecía en un instante.
—Te amo, papá —dijo de pronto, mirándolo a los ojos, con la voz firme y clara, sin atajos ni miedos.
Dyan la miró como si el tiempo se hubiera detenido.
—Yo también te amo, mi pequeña —respondió, acariciando sus rizos y depositando un beso frágil en su frente—. Me alegra tanto tenerte aquí, conmigo.
Cadin tiró de la manga de Dyan.
—¿Vamos a jugar a que las cosas se mueven? ¡Cadin ayuda al Tío Mago!
Los ojos de la pequeña brillaban con entusiasmo.
Finia, divertida y con el corazón ligero, añadió:
—Vamos a jugar los tres. Juntos.
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Finia salió al patio trasero con los pies descalzos, respirando el aire limpio de la montaña. El sol descendía lentamente, dejando una luz dorada que acariciaba los troncos de los árboles y las piedras lisas del jardín. Dyan la esperaba cerca del círculo de piedras grabadas, vestido con su túnica más sencilla, como si la magia que iba a mostrar no necesitara solemnidad, sino silencio y precisión.
—¿Estás lista? —preguntó él, sin necesidad de mirarla.
Finia asintió con una sonrisa emocionada. A pesar de todos sus estudios, aquella magia que Dyan apenas había empezado a desarrollar era un misterio incluso para ella.
Cadin llegó corriendo desde la casa con una flor en la mano y un trozo de pan en la otra.
—¡Tío Mago! ¡Yo quiero ver! ¿Vas a mover cosas otra vez? —gritó entusiasmada.
—Claro que sí, mi pequeña —dijo Dyan, y le hizo una seña para que se sentara junto a Finia, que se acuclilló en el borde del círculo rúnico, como una niña también.
Dyan se agachó, tomó una piedra pequeña y plana, y la sostuvo entre los dedos.
—Observa bien, Finia. Lo que estás por ver es una aplicación directa de lo que antes solo eran teorías. El espacio, si lo doblas en los puntos correctos, no tiene por qué recorrerse... puede simplemente tocarse a sí mismo.
Hizo un gesto con la mano libre, y las runas talladas en el suelo se encendieron como si alguien hubiera soplado brasa bajo la tierra. Un murmullo sutil se alzó en el aire, apenas perceptible. Entonces, Dyan cerró los ojos, concentrado, y la piedra desapareció de entre sus dedos con un leve “clic” seco. Medio segundo después, reapareció sobre un tocón de árbol al otro extremo del jardín.
—¡Oh! —exclamó Finia, con una mezcla de sorpresa y respeto genuino—. ¿La lanzaste… o la desplazaste?
—La desplacé. Usé el punto como ancla de destino, algo físico que ya conocía y que he cargado antes con energía. El truco no está solo en el destino, sino en fijar correctamente el origen.
—¿Y es seguro para objetos más grandes? ¿Personas…?
Antes de que Dyan pudiera responder, Cadin levantó la voz:
—A veces las cosas llegan… incompletas.
Ambos adultos se giraron hacia ella. La niña masticaba pan como si nada, con las piernas cruzadas y los ojos bien abiertos.
—¿Cómo dices, Cadin?
—Una vez —explicó, señalando la leñera— Tío Mago intentó mover una tetera desde la cocina al cobertizo… y cuando llegó, no tenía tapa. Y una vez… una sandía se partió en dos. ¡Plop! Mitad aquí, mitad allá.
Finia abrió mucho los ojos.
Dyan carraspeó, incómodo.
—Aún hay margen de error —reconoció, con una sonrisa ladeada—. No es magia terminada… aún se basa en la precisión de las runas, en la concentración y en el conocimiento exacto del objeto y el destino. Un error en las coordenadas, o un pensamiento errante, y puedes mandar solo media taza… o medio brazo.
—¿Has probado contigo mismo?
—Una vez. —respondió con sinceridad,
Finia supo de inmediato a qué se refería, y el riesgo que había corrido por ella.
—Por eso aún es peligroso para seres vivos, y no lo usaré contigo ni con nadie hasta tener certeza. Pero cada avance, cada objeto completo que aparece… es un paso más cerca.
Cadin levantó la flor.
—¡Esta también viajó! —dijo con orgullo, señalando una flor de pétalos deformes y tallo torcido—. La mandamos al gallinero, pero cuando volvió estaba aplastada y medio triste.
Finia la tomó entre los dedos. Estaba seca por un lado, casi chamuscada.
—¿Esto también es por la distorsión?
Dyan asintió, ahora más serio.
—Cuando se dobla el espacio, el tiempo se arruga. A veces… se arruga en los bordes del objeto. O en su interior. Eso todavía no lo controlo.
Finia miró la flor y pensó en lo hermoso y peligroso que era aquello. Como la vida misma: breve, frágil, y sujeta al más mínimo error de cálculo.
—¿Y quieres enseñarme esto?
—Quiero que lo perfeccionemos juntos —corrigió Dyan—. Ya no eres mi aprendiz. Eres mi igual, Finia. Y me haría bien tener una segunda mente… y un corazón más joven que me advierta cuándo me estoy volviendo demasiado osado.
Finia sonrió, emocionada, y Cadin se trepó sobre una roca cercana.
—¡Ahora muevan el pan! —gritó—. ¡Muevan el pan al techo!
Dyan rio, y Finia también.
—Quizá mañana, Cadin. Hoy solo estamos aprendiendo.
—¡Siempre dicen eso! —refunfuñó la niña, cruzando los brazos.
Pero en el fondo, todos sabían que ese jardín de montaña, bajo la luz dorada de la mañana, estaba presenciando el inicio de algo asombroso: una magia nueva, poderosa y peligrosa. Una magia que podía cambiar el mundo… si no los partía en dos primero.
Estuvieron moviendo objetos y estudiando runas y glifos toda la mañana, mientras Cadin corría de un lado a otro para traer de vuelta lo que desaparecía con cada hechizo. Cada éxito era celebrado con vítores, saltos y aplausos de la pequeña, y pronto tanto Dyan como Finia se encontraron con pliegos de papel esparcidos a su alrededor, llenos de anotaciones, fórmulas, correcciones y garabatos llenos de entusiasmo.
Almorzaron junto al río, donde Dyan separó las aguas con un gesto sencillo, solo para hacer reír a Cadin, que chillaba de alegría al ver cómo los peces quedaban suspendidos unos segundos antes de caer de nuevo al cauce. Pescó un par de ellos para el almuerzo, y luego, sentados sobre mantas extendidas al sol, comieron entre risas y cuentos.
Dyan le narró a Finia cómo fueron sus primeros días en Glavendell, y Cadin interrumpía el relato cada tanto con su versión "corregida" de cómo eran las personas del pueblo: exagerando, inventando, embelleciendo.
La tarde se escurrió sin que se dieran cuenta, como sucede siempre que uno desea detenerla. Porque el tiempo, ese ladrón sigiloso, nunca obedece. Si lo necesitas, huye. Si lo temes, se instala como huésped indeseado. Siempre corre en la dirección contraria a los anhelos del corazón.
Cuando el sol comenzó a teñir el cielo de oro y violeta, Dyan se acercó a Cadin y la tomó en brazos.
—Es hora de volver a casa, pequeña traviesa —dijo con voz suave.
Cadin asintió, con los ojos pesados y el cuerpo vencido por el cansancio. Se acomodó contra su pecho sin resistencia.
—Finia, puedes instalarte en la habitación de arriba —le dijo él—. Volveré para la cena.
—Claro. Eso haré —respondió ella, recogiendo con cuidado las hojas de pergamino y las fórmulas del día. Miró a Dyan con ternura y una pequeña punzada en el pecho—. Vuelve pronto…
—Siempre —le respondió con una sonrisa serena.
Y se alejó, con la niña dormitando en sus brazos, como un cuadro sacado de sus propios recuerdos. Para Finia, esa imagen —Dyan cargando a una niña dormida en brazos, caminando entre los árboles al atardecer— era una postal que conocía bien. Era como mirar una versión de sí misma muchos años atrás.
Porque él siempre había estado ahí: cuando no entendía un grimorio y lloraba de frustración, cuando se tropezaba jugando, cuando se perdía en el mercado, o cuando una magia fallida la dejaba temblando. Siempre había sido ese pilar firme y cálido, capaz de cargar con su mundo sin decir una palabra.
Y ahora, esa paz —ese equilibrio perdido— parecía haber regresado.
La brisa agitaba los árboles suavemente. El río murmuraba en la distancia. El cielo se doraba, y Finia sintió que, por primera vez en mucho tiempo, la vida volvía a tener ritmo. Las memorias que llevaba años guardando comenzaron a brotar: Dyan cocinando para ella (aunque al principio lo hiciera fatal), llevándola sobre los hombros a través de los sembradíos, tomándola de la mano mientras recorrían bibliotecas polvorientas. Todo volvía con fuerza y dulzura.
Una lágrima le resbaló por la mejilla sin resistencia.
Había tenido una gran vida… y lo había olvidado.
Por alguna razón, solo su partida —la ausencia de Dyan— había hecho girar la rueda del recuerdo. Había dejado de vivir para dedicarse al deber, al estudio, a la perfección… pero ese día había reído, abrazado, llorado y amado. Y lo había hecho siendo también una maga. Quizás más maga que nunca.
Subió por el sendero hasta la casa de Edictus, no sin cierta ironía. Aquel hombre siempre le pareció exigente, seco, distante… pero su casa, con sus símbolos grabados en piedra y sus lámparas encantadas, le devolvía ahora la calidez que había olvidado. Allí redescubría lo más importante: no lo que había perdido, sino lo que aún tenía.
Entró en la casa. Las lámparas se encendieron solas con un leve resplandor cálido. Sonrió al reconocer ese gesto mágico: tan propio de Dyan, tan lleno de sutileza.
Se acercó al escritorio para dejar las notas del día, igual que cuando era aprendiz en la Torre de Scabia. Estaba cubierto de tomos antiguos, pliegos abiertos y una taza a medio beber… pero algo le llamó la atención.
Una nota escrita con trazo apurado y tembloroso descansaba al borde del escritorio.
“Me voy por unos días. Me requieren en la frontera oeste con urgencia. Volveré. No se preocupen por mí.”
Finia sostuvo el papel entre los dedos por un momento, dejando que el silencio se apoderara de la habitación.
Ahora comprendía. Después de ver cómo funcionaba la magia espacio-temporal, después de experimentar los errores, los vacíos, las distorsiones... entendía el peligro que implicó la decisión de Dyan de aparecer en el Fuerte Frontera. Una palabra mal dicha, una emoción mal contenida, un símbolo mal trazado, y podría no haber llegado entero. Podría no haber llegado en absoluto.
Suspiró.
No era propio de él tomar riesgos innecesarios. Pero cuando se trataba de protegerla, siempre los tomaba sin dudar. Lo recordaba claro: su voz, aquella noche, al verla entre sangre y desesperación: "Tranquila, pequeña... ya estoy aquí."
Y había estado allí. Siempre.
Ordenó con cuidado los documentos, pero al mover un pequeño libro encontró, en una esquina del escritorio, un grupo de cartas sin abrir, con el sello de Willfrost aún intacto. Las observó un largo rato. Sabía lo que representaban. Y también sabía lo que significaban para Dyan.
Ella no había perdonado a Eleanor. No aún. Pero al ver cómo sonreía su maestro otra vez, cómo reía sin peso en los ojos, se preguntó si acaso ese era el camino. Si abrir el corazón era más sabio que cerrarlo con llaves.
Tal vez… solo tal vez, valía la pena permitir que los recuerdos bellos no quedaran enterrados bajo el orgullo.
Finia acarició las cartas con los dedos, sin atreverse aún a tocarlas del todo.
Después, encendió la estufa, preparó té, y se sentó a escribir los avances del día. Como en los viejos tiempos, porque, por fin, volvía a sentirse viva.
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Dyan volvió a casa con un bolso repleto de verduras frescas, colgando del brazo como si fuese un trofeo. Abrió la puerta con una sonrisa y alzó el bolso en alto, dejando que la luz del atardecer entrara tras él.
—¡Finia! Mira lo que traje. ¿Quieres cocinar conmigo?
Desde el escritorio, aún rodeada de pliegos y anotaciones, Finia levantó la mirada. Al verlo ahí, tan lleno de vida, tan simple y sereno, con esa sonrisa que nunca había cambiado, sintió que negarse sería una crueldad.
Dejó la pluma con cuidado sobre el pergamino y se incorporó.
—Por supuesto. —Sonrió, alzando una ceja con nostalgia—. ¿Hace cuánto no cocinamos juntos?
—Algunos años... demasiados.
Caminaron hacia la cocina. Apenas cruzaron el umbral, el fuego del fogón se encendió con un suave chasquido, obedeciendo a los encantamientos domésticos del lugar. Finia colocó una olla sobre las llamas, mientras Dyan sacaba una pequeña terrina de manteca y la vertía con cuidado.
—¿Te convertiste en cocinero durante tu retiro? —preguntó ella, recordando las primeras comidas desastrosas que compartieron en sus días de aprendiz.
—Digamos que aprendí por necesidad… y por orgullo. —rio él—. Pero creo que he mejorado bastante. Ya lo verás.
Picó una cebolla con destreza, le añadió unos dientes de ajo, y el aroma empezó a danzar por la cocina. Entonces, sacó de su bolsillo un trozo doblado de pergamino y lo leyó con atención.
Finia se acercó, curiosa.
—¿Qué es eso? —preguntó, al ver que la caligrafía no le era familiar—. Esa letra no es tuya…
Dyan sonrió, sin dejar de remover los ingredientes.
—No, es de Anidia, la madre de Cadin. Le pedí la receta de una sopa que probé en su casa… Me gustó. Y quería hacerla para ti.
Finia quedó en silencio un instante. Apretó los labios, y su voz salió apenas como un susurro.
—Gracias…
Dyan añadió tomates y un pimiento, removió con cuidado, y sin dejar de mirar la olla dijo:
—Déjame cuidarte bien, Finia.
Ella no respondió de inmediato. Solo apoyó la frente en su hombro, buscando esa calidez que su alma reclamaba desde hacía tiempo. El simple gesto la envolvió como un hechizo de hogar. Ese día, algo en su interior se había encendido, y por fin lo reconocía: necesitaba amor, pertenencia, raíces.
—Ahora entiendo un poco mejor… por qué te marchaste.
Dyan la abrazó con el brazo libre.
—No me he ido. No del todo. Esta es tu casa también. Siempre estaré para ti.
Puso los trozos de pollo a dorar. El crepitar suave de la piel al contacto con la manteca llenó la cocina de un aroma cálido y reconfortante.
Entonces, en voz baja, como si temiera que las palabras pudieran cambiar algo fundamental, Finia preguntó:
—¿Somos… una familia?
No lo miró al decirlo. Mantuvo el rostro en su brazo, como si esperara ser rechazada por su propia necesidad.
Dyan no dudó.
—Lo somos. —Le acarició el cabello con ternura—. Una familia pequeña… pero sí, Finia, lo somos.
No te avergüences de lo que sientes. Para mí también es nuevo. Y, si te soy sincero… me hace muy feliz.
El pollo doraba en el fondo de la olla, recordándoles con su crepitar que el momento seguía allí, vivo. Finia añadió el agua según las instrucciones de Anidia, y juntos comenzaron a trocear papas y zanahorias. Dyan las pelaba con pulso firme mientras ella lavaba hojas de espinaca y cilantro.
Un par de hojas de laurel flotaron sobre el caldo como barcos perfumados. El olor ya era reconfortante.
—¿Y cómo se llama este platillo? —preguntó Finia mientras echaba el cilantro en la olla.
Dyan, que colocaba unas hogazas de pan negro sobre el mesón, volvió a sacar el pergamino de su bolsillo, lo desplegó con solemnidad y leyó:
—Caldo del pastor, según Anidia. —Y añadió con media sonrisa—. Dice que es sencillo, pero cura el alma.
El caldo del pastor reposaba humeante sobre la mesa de madera, junto a dos platos humeantes y un pan recién cortado. Las lámparas mágicas parpadeaban suavemente, bañando el comedor con una luz ámbar, como si supieran que no debían interrumpir la quietud que se había formado entre ellos.
Finia sopló con suavidad la primera cucharada antes de llevarla a la boca. El sabor era sencillo, cálido, rústico… pero lleno de algo que no tenía nombre. Algo que, sin duda, no venía solo de las verduras.
—Está delicioso —dijo, sin mirar a Dyan—. Nunca imaginé que tú, de todos los magos que he conocido, fueras a hacer sopa.
Dyan sonrió, partiendo un trozo de pan.
—Hay muchas cosas que nunca imaginaste de mí —replicó con suavidad—. Y no todas son tan humildes como una sopa.
—Lo sé —asintió Finia, sin rastro de broma. Se quedó unos segundos en silencio antes de añadir—. Me hubiera gustado saberlo antes. Ver esta parte tuya… cuando era más joven, cuando me hacía tantas preguntas sobre ti.
—¿Y por qué no me las hiciste entonces?
—Porque eras... imponente. Siempre tan sereno, tan sabio, tan lejos de mis pequeñas preocupaciones. Y a la vez, siempre estabas ahí, como si supieras cuándo iba a necesitarte. Pero nunca supe cuánto te dolía todo lo que cargabas. O cuántas veces te rompiste en silencio para no preocuparme.
Dyan bajó la mirada a su plato. Removió el caldo, como si las palabras de Finia hubiesen agitado algo en el fondo de su alma.
—Quizá no quería que lo supieras. Tal vez me gustaba ser ese refugio para ti… el maestro firme, el faro que no tiembla en medio de la tormenta. Pero los faros también se erosionan, Finia.
Ella alargó la mano y la puso sobre la suya.
—Tú no estás solo, Maestro. No más.
—Gracias. —Su voz fue apenas un susurro, como si al decirlo liberara una tensión que llevaba demasiado tiempo dentro—. A veces me pregunto qué habría sido de mí si no te hubiese encontrado en esa plaza aquel día. Estabas tan asustada, tan enfadada con el mundo…
—Y tú tan terco, insistiendo en que podía aprender magia aunque no supiera leer.
Rieron. Fue una risa breve, pero genuina.
—Eras mi milagro —añadió él, después de un instante. La frase quedó suspendida en el aire, más sincera de lo que él mismo parecía haber anticipado.
Finia lo miró, con los ojos abiertos, brillantes por el reflejo de la luz.
—Tú fuiste mi hogar.
La confesión los silenció por un largo momento. No hacía falta decir más. A veces, la verdad no necesita argumentos ni explicaciones, solo espacio para ser compartida.
Dyan bebió un sorbo del caldo y suspiró.
—He pensado en quedarme aquí más tiempo. No huir, no desaparecer… solo vivir. Con calma. Con intención.
—¿Y si… yo también me quedara? Un tiempo, al menos. Hasta que sane del todo. Hasta que… no me duela el silencio.
El mago alzó la vista y la encontró mirándolo con ternura y convicción.
—Me haría muy feliz.
—Entonces está decidido.
Finia levantó su copa de arcilla.
—Por los días tranquilos.
Dyan alzó la suya y la hizo chocar suavemente con la de ella.
—Y por los que vendrán.
Y así, entre cucharadas y miradas, la noche cayó sobre Glavendell, no con la frialdad del olvido, sino con la promesa de un nuevo comienzo. Afuera, las luciérnagas danzaban sobre la hierba, y dentro de aquella casa encantada, una pequeña familia comenzaba a sanar.
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Durante los días siguientes, la casa en las montañas se llenó de risas, chispas errantes, objetos volando en la dirección incorrecta y mucha más harina esparcida de lo recomendable.
El primer gran error ocurrió con una cuchara.
—Vamos a mover esta desde la cocina a la mesa —dijo Finia, concentrada, con la runa de destino grabada con tiza en un tablón.
Dyan asintió, observando con gesto académico.
Finia susurró las palabras, movió el dedo índice con precisión… y un leve destello iluminó la cuchara que desapareció.
—¡Lo hice! —exclamó.
—Mira la mesa —dijo Dyan.
No había cuchara.
Cadin, en silencio desde el marco de la puerta, señaló hacia el techo con un dedo lleno de mermelada.
—Está ahí arriba.
Ambos levantaron la vista. La cuchara colgaba del techo… empotrada.
—Bueno, al menos llegó completa —dijo Dyan, tratando de no reírse.
Finia bufó. —Debí confundir la runa vertical… ¿ves? La traza se corrió al marcarla.
Cadin aplaudió. —¡Vamos a dejar más cosas pegadas! ¡Quiero una silla en el techo!
Dyan se agachó a su nivel. —Solo si prometes no colgarte tú también, pequeña saltamontes.
Cadin lo pensó muy seria… luego asintió con solemnidad.
Al día siguiente intentaron con una jarra de agua.
—Es más pesada —dijo Dyan—, y líquida. Hay más posibilidad de error.
Finia frunció el ceño. —Lo haré con calma.
Cadin estaba a un lado con un pequeño bloc de dibujo, dibujando las cosas que “desaparecían”. Cada vez que algo se desplazaba mal, ella le agregaba una cicatriz o lo hacía llorar en el dibujo.
Finia se concentró. Dyan la miraba con una mezcla de orgullo y cuidado. Hizo la conjuración. La jarra desapareció en un suave fulgor.
Segundos después, cayó del cielo sobre el gallinero.
—¡Ahhh! —gritó Cadin, mientras las gallinas escapaban en todas direcciones y el gallo daba un grito herido de dignidad.
—¡No puede ser! ¡¿Dónde rayos puse el ancla?! —Finia corrió con Dyan a revisar el círculo.
El gallo subió al tejado, empapado, graznando con furia.
Cadin dibujó una gallina empapada.
Las prácticas se volvieron parte de la rutina. Por las tardes, se sentaban en el porche a revisar los cálculos. Finia llenaba páginas con teorías. Dyan corregía los trazos y hacía anotaciones. Cadin, mientras tanto, usaba una vieja pizarra para escribir “reglas” nuevas:
No mover animales.No cosas con líquido.No pan. Siempre desaparece.No mover a Cadin. Aunque Cadin quiere.No mover cuchillos. Finia grita si se mueven.
Un día intentaron mover una sandía. Desapareció bien. Reapareció en el punto designado… partida en cinco.
—Al menos no explotó —comentó Dyan, mientras le pasaba una toalla a Finia.
—Esto es frustrante. A veces parece que el objeto "recuerda" su forma y otras, no.
—Quizá la "memoria" del objeto esté en parte afectada por su composición —sugirió Dyan.
Cadin comía un trozo de sandía, sin prestar atención al debate. —Esta magia es rica.
Y, sin quererlo, aquellos días se llenaron de algo más que aprendizaje: se llenaron de vida. Una tarde, mientras llovía suavemente, Dyan trasladó una flor desde el jardín al interior, como muestra final para Cadin. Esta vez, completa, sin rastro de daño.
—¡Lo lograste, Tío Mago! —saltó Cadin, abrazándolo con las manos llenas de galleta.
Finia observó a Dyan mientras la niña reía. Lo vio tan distinto a como lo conocía en la Torre: suelto, luminoso, con una sonrisa que no tenía que forzar.
Y en su pecho, algo se ablandó. No solo admiraba al maestro que fue, sino al hombre en que se había convertido. Uno que aún creía en la magia, incluso en la más simple: la de compartir hogar con otros.
—¿Estás lista para la siguiente prueba? —preguntó él.
—Solo si tú estás listo para que me equivoque otra vez —respondió ella.
—Siempre lo he estado, Finia.
La lluvia golpeaba las ventanas con un ritmo lento. Cadin dibujaba flores flotando sobre una casa mágica. Dyan y Finia se tomaron un descanso. Y en ese descanso, sin necesidad de conjuro alguno, el tiempo pareció detenerse por sí solo.