Memoria de Silvania 2: Un joven aprendiz.

Golpearon la puerta del estudio de la reina Silvania. Ella no necesitó responder; la puerta se abrió con la formalidad esperada.

—Majestad, el Archimago Edictus y su aprendiz.

Silvania dejó la pluma a un lado con suavidad.

—Que pasen. Los estaba esperando.

Entró Edictus, imponente en su túnica de tonos grises y vino, seguido por un joven de rostro sereno, casi inmutable. Tenía el cabello atado en una cola perfectamente ordenada que caía sobre su hombro derecho. Su atuendo era una versión simplificada de la túnica de su maestro, limpia, austera y sin adornos. Caminaba con firmeza, pero con la humildad del que aún no ha probado el peso de un cargo.

—Vine en cuanto pude, Majestad —dijo Edictus, haciendo un gesto con la mano hacia el muchacho—. Este es mi aprendiz, Dyan Halvest. Ya ha alcanzado el rango de mago avanzado y ha sido admitido en el círculo. Espero que no le moleste su presencia.

—No es problema —respondió Silvania, sin cambiar el tono. Extendió un pergamino sobre el escritorio hacia el Archimago—. Los espías en Balder informan que se preparan para cruzar nuestras fronteras.

Edictus tomó el pergamino con gravedad, su expresión se volvió más severa.

—Tal como temíamos… La guerra era inevitable —leyó el informe con rapidez—. Glacius está cerca de la frontera norte. Será su primer blanco.

—Me preocupa no tener suficientes tropas para sostener una campaña larga —dijo Silvania, cerrando el puño sobre el escritorio. Sus ojos celestes adquirieron un brillo helado, como si ya viera el humo sobre los campos—. La última guerra con Balder duró años. No quiero repetir esa historia.

Edictus se llevó una mano al mentón en un gesto habitual de reflexión. Su rostro, huesudo y pálido, junto a su mirada severa, contribuía a su aire inflexible.

—Podría enviar magos de la Torre. Bien dirigidos, podrían inclinar la balanza. En Balder la magia fue purgada hace tiempo. No están preparados para enfrentarse a hechiceros entrenados.

—¿Cuántos puedes prestarme?

—Con veinte magos experimentados será suficiente.

Silvania asintió, aliviada.

—¿Irás tú a cargo? Eso me tranquilizaría.

Edictus negó con una sonrisa cansada.

—Ya no tengo edad para galopar hasta la frontera, Majestad. Esta vez, irá Dyan.

La reina se irguió. Sus ojos se posaron sobre el joven, clavándose en él como hojas de acero. El ligero alivio que había sentido desapareció. Su cabello cobrizo, aún brillante a pesar de los años, pareció encenderse bajo la luz del medio día entrando por el ventanal.

Silencio.

Observó al muchacho con detenimiento. Era joven, demasiado. Su expresión era dura, imperturbable, como si hubiera entrenado toda su vida para no demostrar debilidad.

—No hace falta que lo mires así —intervino Edictus, con cierta diversión en la voz—. Me ha acompañado en las dos últimas campañas en el Fuerte Frontera. Sabe muy bien lo que debe hacerse.

Silvania suspiró, llevándose una mano a la cabeza, enredando los dedos en su cabello con frustración.

—No es eso. Solo… no quiero cargar con la culpa si algo le pasa a tu aprendiz. Después me la echarás a mí.

—No lo enviaría si no estuviera preparado —dijo Edictus con convicción—. Además, no tengo el cuerpo para esos viajes, y ya no me nace el deseo de hacerlos. —Le palmeó la espalda al muchacho con orgullo—. Quizá un día ocupe mi lugar.

Silvania avanzó desde detrás del escritorio. Se detuvo frente a Dyan, y con la punta de los dedos levantó su mentón, como esperando verlo retroceder. Pero él no se movió. La dejó hacer sin cambiar de expresión.

—Eres valiente, al menos. ¿Cuántos años tienes?

—Quince, Majestad.

Edictus intervino con una sonrisa disimulada.

—¿Vas a intimidar a mi aprendiz?

—Lo pruebo —respondió Silvania sin apartar la mirada—. Tú confías en él. Pero yo no lo conozco.

Sin embargo, lo que encontró en los ojos de Dyan no fue arrogancia ni temor, sino algo más profundo: una resignación callada, una soledad férrea. Era una mirada que conocía muy bien, porque era la misma que había visto reflejada durante años en su propio rostro, cada mañana frente al espejo.

—Eres muy joven para la guerra. ¿No tienes miedo?

—No, Majestad. Fui entrenado para cumplir mi deber, y lo haré.

Silvania bajó la mano, pero una inquietud ya se había instalado en su interior.

—Está bien, confiaré en tu juicio, Edictus. Pero si algo sale mal…

—Entonces ni mi presencia hubiera cambiado el destino —dijo el Archimago con serenidad—. No puedes cargar con todos los fracasos del reino.

—A veces me toca hacerlo igual. —La reina volvió a su asiento con el gesto cansado—. Partirán al amanecer. —Y dirigiéndose a Dyan añadió—: Espero que la suerte esté de tu lado. Sería una lástima no conocerte mejor.

—No se preocupe, Majestad —dijo el muchacho, con una firmeza que no parecía forzada—. Cumpliré con mi deber, a cualquier precio.

Silvania recordaba esa conversación con dolorosa claridad. No por las palabras, sino por la mirada. Aquella dureza distante, ese vacío afilado en los ojos del aprendiz, era idéntico al que ella había llevado durante años tras la partida del rey. Un hombre al que jamás amó, pero que respetaba profundamente.

Recordaba cómo se alejaron del salón, el cabello plateado de Dyan agitándose tras él, su figura rígida y decidida. Una fiera adiestrada, que sabía obedecer incluso cuando la obediencia dolía.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Ella misma era una de esas.

Había envejecido. Su cabello, antaño de un brillante color cobre, era ahora una marea de plata interrumpida por un puñado de cabellos ardientes que se negaban a extinguirse. Su piel era más fina, más pálida. Las manos seguían firmes, pero los espejos habían desaparecido de su alcoba hace años. No soportaba ver la muerte observándola cada mañana desde su propio rostro.

Edictus había muerto hacía más de una década. Una enfermedad silenciosa y tenaz, cuya existencia ella negó hasta el último momento, como si con ello pudiera conjurar su desaparición. Pero un día, simplemente, no volvió.

Y Dyan había ocupado su lugar con naturalidad, con dignidad. Había estado en guerras, en negociaciones, en sus noches más difíciles. Lo había moldeado como consejero… y, sin darse cuenta, también como algo más.

Bebió un sorbo del amargo brebaje que mantenía sus órganos funcionando, ese veneno que le regalaba un día más a cambio de agotarla un poco más.

Había abdicado creyendo que podría curarse. Un año, tal vez dos. Ya iban diez.

¿Cuántos años habían pasado desde aquel primer encuentro?

Sus pensamientos vagaban. La brisa traía el aroma de los jazmines del patio y los limoneros de la ladera. Cerró los ojos un momento, respirando el perfume de los recuerdos. Faltaban unos meses para que Dyan regresara a revisar su salud, como solía hacerlo en cada estación… pero lo extrañaba. Con una fuerza que dolía.

Tal vez esa noche escribiría.

O ese sentimiento terminaría por pudrirse en su alma.