Capítulo 9: Encuentro en la frontera

Veinticuatro años atrás, en el norte del Reino, cerca de la ciudad de Glacius, frontera con Balder.

Las últimas palabras de Edictus, antes de partir hacia Balder, habían quedado grabadas en su memoria con dolorosa precisión:

Trae la victoria a la Torre de Scabia. Demuestra de lo que eres capaz.

Desde los siete años, Dyan se había preparado para convertirse en un mago. Pero no uno de biblioteca ni de estudios esotéricos. Su entrenamiento no fue el de los sabios, sino el de los combatientes. Había sido moldeado para la guerra, educado para sobrevivir. Era un mago de batalla, una figura que los tratados prohibían expresamente por el riesgo que representaban. Para Edictus, sin embargo, los tratados eran palabras vacías frente a la urgencia real.

Los pactos entre reinos no son más que la postergación de lo inevitable —solía decir su maestro—. El primero en romperlos siempre se adelanta a la batalla. ¿Quién podría culparme por querer salvar más vidas? A diferencia de aristócratas y políticos, mi deber como Consejero es dotar a la reina de las mejores herramientas. Algún día, ese será tu deber también.

Dyan alzó la mirada. Pese a la inminencia del combate, no sentía miedo. Sus manos no temblaban. Ni nervios, ni ansiedad. Solo una necesidad implacable de estar a la altura, de cumplir con aquel que lo había salvado de la miseria… y con su reina.

Cuando Glacius apareció en el horizonte, el traqueteo del carromato no logró acallar los susurros tensos de los demás. Las miradas nerviosas se cruzaban y se evitaban. Algunos buscaban consuelo en los ojos de sus compañeros, y solo encontraban el mismo reflejo pálido del miedo.

Dyan juntó las yemas de los dedos. Su gesto reflexivo llamó la atención de todos.

—Hermanos…

Los demás magos lo miraron, algunos sorprendidos de que hablara, otros esperando algo a lo que aferrarse.

—Seguramente se preguntan por qué un mocoso como yo está al mando. ¿Qué vio en mí el Archimago? ¿Soy siquiera capaz de guiarlos?

Una pausa. Su voz, firme.

—A veces, yo también me lo pregunto. Pero no estamos aquí para cuestionar decisiones, no ahora. Vinimos con el mismo propósito: ganar una batalla, evitar una guerra… y demostrar que Scabia sigue siendo la Torre más poderosa.

Dyan recorrió con la mirada cada rostro.

—Pueden confiar en que ese es mi objetivo. Y daré la vida por ello. Por ustedes.

Las expresiones cambiaron, sutilmente. De la desolación al desconcierto… y luego, al respeto incipiente.

—Somos un equipo. Vinimos juntos… y volveremos juntos.

No era plena confianza. Pero había logrado quitarles el miedo de los rostros. Y eso, por ahora, era suficiente.

El carromato avanzó hasta las afueras de Glacius, donde aguardaba la guarnición del norte. Comandaba el lugar Climberland, un veterano de rostro tallado por el viento y los años. Cinco mil almas acampaban a las afueras de la ciudad, formando un pequeño pueblo de guerreros. Algunos practicaban, otros comían junto a las fogatas, mientras los más desgastados simplemente observaban desde las carpas, con la mirada vacía de quienes ya habían visto demasiado.

El carromato se detuvo en medio del campamento. Una joven de cabello rubio, trenzado con precisión marcial, se acercó al grupo. Tenía el porte altivo y los ojos afilados de alguien que no se dejaba impresionar fácilmente.

—¿Quién está a cargo aquí? —preguntó, con voz grave, que intentaba parecer más autoritaria de lo que era.

Dyan se apoyó en el borde del carromato.

—Yo estoy a cargo. Dyan Halvest.

La joven alzó una ceja con escepticismo. Miró a los demás magos en busca de una negación que no llegó. Resopló, visiblemente decepcionada.

—Mientras hagas tu trabajo, todo estará bien —dijo, tendiéndole la mano para ayudarlo a bajar—. Les hemos preparado una carpa. También llegaron los magos de la Torre de Shalmak.

Dyan hizo un gesto a sus compañeros para que descendieran.

—No nos compare con los de Shalmak —replicó, con un deje de molestia.

—Es muy pronto para envanecerse, muchacho.

Dyan la miró con firmeza.

—Dyan Halvest.

—¿Perdón?

—Mi nombre es Dyan Halvest, no muchacho. ¿Y usted es…?

Ella chasqueó la lengua, conteniendo una sonrisa.

—Lena Caldrim. Capitana de las fuerzas Grimm del norte. Estaré a cargo de tu unidad.

Lena se irguió junto a él. Le sacaba una cabeza.

—A su servicio, capitana —dijo Dyan, sin apartar la mirada.

Lena lo guió entre las hileras de carpas, mientras los magos de Scabia comenzaban a acomodarse, agradeciendo poder estirar las piernas y comer algo caliente. Al pasar, el ruido de espadas chocando, gritos de entrenamiento y el zumbido de flechas completaban la sinfonía del campamento.

—Dyan, el comandante Climberland ha pedido que lo visites de inmediato —anunció Lena, con una sonrisa irónica.

Él asintió, sin sorpresa.

—Por supuesto, capitana. Guíeme, por favor.

Atravesaron el campamento, cruzando entre arqueros que disparaban a muñecos de paja, y guerreros sudorosos practicando sin descanso. La tienda del comandante era la más grande, flanqueada por dos guardias con sus lanzas, firmes como estatuas. Lena les hizo una seña, y ambos se apartaron sin pronunciar palabra.

Adentro, un bracero proporcionaba calor y algo de humanidad al interior de lona. En el centro, una gran mesa de mapas ocupaba el espacio. Las piezas de madera representaban tropas aliadas y enemigas en distintos puntos de la frontera, otorgando al recinto un aire de urgencia latente.

Climberland, enorme y de presencia intimidante, los observó entrar desde el otro lado de la tienda. Su rostro era pétreo, de mirada clara y cansada. A su lado, un joven cabo rellenaba su copa con vino rebajado, sin atreverse a interrumpir.

El silencio entre ellos pesaba, como antesala de algo inevitable.

Lena se adelantó con paso firme.

—Comandante, traje al líder de la unidad de magos de la Torre de Scabia: Dyan Halvest.

El comandante Climberland, tan imponente como una montaña y con un rostro curtido por demasiadas batallas, alzó la vista. Clavó los ojos en el joven mago con una mirada gélida, afilada como el acero de un puñal. Bebió un largo trago de su copa, dejando que el silencio entre ellos se alargara incómodamente.

—¿Edictus estaba borracho cuando te nombró líder de su unidad? —preguntó, con una voz grave, profunda, como salida desde las entrañas de la tierra.

Dyan se mantuvo firme, aunque la sola presencia del comandante bastaba para desarmar a cualquiera.

—Con el debido respeto, comandante, mi maestro tuvo razones para elegirme. Ni usted ni nadie puede cuestionarlas. Era su potestad. Además, la decisión fue ratificada por Su Majestad.

Las palabras tensaron el aire como una cuerda a punto de romperse. Pero para sorpresa de todos, Climberland sonrió.

—Ya veo por qué te eligió ese viejo testarudo. Tienes agallas. Si tienes la habilidad, eso está por verse.

Hizo un gesto al cabo que lo asistía.

—Sírvele una copa. Espero que no tengas la garganta de un bebé.

Dyan se acercó a la mesa. El cabo, sin una palabra, llenó una copa de vino aguado y se la entregó con algo de recelo.

—Capitana —dijo Climberland, girando hacia Lena—, ¿dónde está la líder de los magos de Shalmak?

Lena se acercó también a la mesa, aún algo tensa por el enfrentamiento anterior.

—Debe estar por llegar —respondió, estirando la mano para que el cabo también le sirviera—. Esos magos creen que el tiempo nos sobra… se hacen los importantes —masculló mientras se llevaba la copa a los labios.

—Tranquila, Lena —dijo el comandante, oteando hacia la entrada de la tienda—. Espero que tenga una buena excusa para hacernos esperar...

Los guardias de la entrada se apartaron justo entonces, y una figura imponente ingresó sin apresurarse. Cada uno de sus pasos iba acompañado del leve vaivén de su túnica, que ondeaba con gracia medida. Al llegar a la mesa, clavó su báculo en el suelo con decisión.

Observó a Dyan de pies a cabeza con una ceja enarcada, se acomodó un mechón de su largo cabello negro —atravesado por hebras violeta— detrás de la oreja, y le dedicó una mueca cargada de desdén.

—Comandante, disculpe la demora —dijo con una voz sibilina. —, pero una maga de mi calibre requiere un descanso adecuado para rendir al máximo de su potencial.

Lena rodó los ojos y ocultó su exasperación tras otro sorbo de vino.

Climberland, sin perder la compostura, decidió ignorar la provocación.

—Bienvenida, señorita...

—Volka von Helbrandis, de la casa Helbrandis. Maga avanzada de la Torre de Shalmak, fuente de gloria y conocimiento para el reino.

El comandante vació su copa de un trago. Luego, con una varilla metálica, señaló el gran mapa de la frontera extendido sobre la mesa. Movió unas piezas de madera con el extremo, marcando posiciones aliadas y enemigas.

—La última información de nuestros vigías indica que las fuerzas de Balder acamparon aquí anoche —señaló el punto con precisión—. El plan es interceptarlos en la frontera. Parte de nuestras tropas saldrá pronto y se mantendrá oculta. El resto partirá al amanecer para enfrentar directamente al enemigo.

Golpeó su copa contra la mesa para que el cabo la rellenara nuevamente.

—Dividiremos nuestras fuerzas. Mientras yo distraigo al enemigo, Lena los flanqueará con su unidad. Los magos de Scabia partirán con ella. Los de Shalmak vendrán conmigo.

Lena y Volka asintieron, sin intercambiar miradas.

Dyan se llevó la mano al mentón, pensativo.

—¿Qué le hace suponer que el enemigo seguirá allí? Podrían estar marchando hacia aquí ahora mismo.

—¿No me escuchaste, mocoso? —gruñó Climberland—. Los vigías dijeron que estaban en ese punto desde anoche.

—Justamente. Si yo fuera el enemigo y quisiera sorprenderlos, marcharía a toda prisa durante la noche. Suponer que se quedarán esperando es arriesgado.

Lena golpeó la mesa con la palma abierta.

—Los vigías habrían enviado un cuervo si el enemigo estuviera en movimiento. Si algo hubiera ocurrido, ya lo sabríamos.

Volka disimuló una sonrisa maliciosa, ocultándola tras una mano delicada.

Dyan no se dejó intimidar.

—Disculpen si mis palabras incomodan, pero si nosotros tenemos vigías, es lógico pensar que el enemigo también los tiene. Si fuera ellos, eliminaría primero a los nuestros… luego haría su jugada. Asumir que el silencio significa tranquilidad es ingenuo. Podrían estar muertos, y nosotros, marchando directo a una emboscada.

El silencio llenó la tienda como una niebla espesa. Aunque difícil de aceptar, las palabras del joven mago tenían peso. Climberland entrecerró los ojos, evaluándolo.

—¿Y qué sugieres, ya que estás tan versado en las artes de la guerra? —dijo con una media sonrisa irónica.

—Sugiero enviar reconocimiento mágico antes de ejecutar cualquier movimiento. Mis magos pueden usar hechizos de viento para vigilar desde el aire y asegurarse de que el plan sigue siendo viable.

Volka dio un paso al frente.

—Espere un momento, comandante. Nuestros magos son mucho más avanzados en hechizos de viento y control animal. Déjenos esa tarea.

El comandante miró a Dyan, esperando una respuesta.

—No hay problema —dijo Dyan, sin alterarse—. Si están tan seguros de sus capacidades, que lo hagan ellos. Mis magos acaban de llegar de un largo viaje. Si van a marchar toda la noche, mejor que reserven sus energías.

Climberland asintió, satisfecho.

—Bien. Procedan como se ha sugerido. Tienen cuatro horas para confirmar la posición del enemigo. De lo contrario, marcharemos como estaba planeado.

Volka asintió sin decir una palabra más, levantó su báculo y se retiró con la misma altivez con la que había entrado. Aunque esta vez, sus ojos violetas dejaban entrever una leve incomodidad.

Las antorchas chisporroteaban en medio del viento helado. El atardecer avanzaba con rapidez. Los soldados dormían envueltos en pieles, pero el campamento no descansaba. Volka avanzaba con pasos firmes entre las tiendas, escoltada por dos guardias silenciosos. Su capa ondeaba con el mismo ritmo que las estandartes clavadas en la tierra congelada.

Llegó a la tienda de tela negra con símbolos bordados en hilos de cobre. La tienda de los magos de Shalmak.

Empujó la lona con decisión.

Dentro, una luz azulada iluminaba los rostros pálidos de una quincena de hechiceros que custodiaban el círculo de defensa. Eran delgados, ojos hundidos, manos largas como ramas de abeto seco.

—Dos de ustedes —ordenó Volka sin levantar la voz, pero con tono cortante—. Transformación aviar. Diríjanse al norte. Busquen movimiento enemigo. Espero que el mocoso de Scabia no tenga razón, pero tampoco quiero muertos en mis registros.

Los tres magos se miraron. Dos de ellos asintieron, sin palabras, y se acercaron al centro del círculo. Uno tomó una pluma roja, el otro, una negra. Pronunciaron una antigua fórmula de Shalmak, y sus cuerpos comenzaron a distorsionarse como sombras mal enfocadas. Huesos quebrándose hacia adentro. Alas emergiendo de sus espaldas. Plumas. Garras.

Donde había dos hombres, ahora había un halcón de plumaje oscuro y un cuervo carmesí. Se miraron una última vez y volaron con rapidez hacia el norte, más allá de los riscos y la arboleda cubierta de escarcha.

Volka se quedó solo con un tercer mago, que mantenía los ojos cerrados, canalizando el vínculo con los suyos.

—¿Los ves? —preguntó Volka, sin apartar la mirada del cielo.

—Ya han cruzado el último risco... Hay algo —murmuró el mago—. Movimiento. Humo leve. La nieve... alterada. Espera... se han separado, dos columnas marchan sin descanso.

El mago palideció de golpe.

—¿Qué ocurre?

—Los vigías... muertos. Uno de los nuestros vuela en círculos. El otro descendió a verificar... es una emboscada, vienen por ambos flancos.

Volka no esperó más. Giró sobre sus talones y salió corriendo, apartando lonas, esquivando centinelas medio dormidos. Su sombra era un relámpago negro entre las tiendas.

Llegó al corazón del campamento y empujó la entrada de la tienda del comandante sin anunciarse.

—¡General Climberland! —exclamó—. ¡Nos atacan! Se separaron. Van a tomar Glacius en pinza. Uno de los flancos ya ha eliminado a nuestros vigías. ¡La emboscada es inminente!

Dentro, los oficiales se incorporaron de inmediato. Climberland se puso de pie con los ojos inyectados.

Lena se ajustó el cinturón y miró al joven mago de Scabia como si él hubiera sido el culpable.

—¿Estás segura?— Preguntó Climberland.

—Lo he visto con mis propios ojos… prestados. —Volka respiraba con agitación—. Si no actuamos ahora, Glacius caerá antes del amanecer.

El comandante asintió. Las campanas del campamento comenzaron a sonar segundos después. Y la guerra, por fin, se movía otra vez.

Las fuerzas al mando de Lena avanzaban con paso firme hacia el ala este de Glacius, mientras Climberland se dirigía hacia el flanco opuesto. La noche descendía sobre el campo con una urgencia sombría, como si incluso el cielo quisiera negarle ventaja a las huestes de Willfrost.

Apenas el enemigo apareció en el horizonte, Lena alzó su espada con decisión, el acero reflejando los últimos rastros de luz en el cielo ennegrecido.

—¡Por el reino! —gritó, y su voz se extendió como un estandarte invisible entre los guerreros.

Dyan, que cabalgaba en la retaguardia junto a sus magos, alzó el báculo.

—¡Iluminen el cielo con cometas! ¡Ataquen la retaguardia con fuego! ¡Que el terror sea su heraldo!

Cuatro cometas mágicos se elevaron como astros encendidos, rasgando la oscuridad con sus estelas brillantes. Por un momento, ambos ejércitos quedaron congelados ante el espectáculo.

Y entonces, las bolas de fuego descendieron.

Impactaron con la fuerza de una erupción volcánica entre los arqueros que cerraban la columna enemiga. No hubo tiempo para gritar. Los cuerpos volaron envueltos en llamas, sus siluetas recortadas en la luz como figuras de pesadilla. Algunos corrieron envueltos en fuego que se negaba a apagarse, trepando por sus armaduras como lenguas vivas que devoraban metal y carne.

Dyan detuvo su corcel.

—¡La mitad permanece aquí, sin usar su magia! —ordenó con voz firme—. ¡Podríamos necesitar sanadores! Ustedes cuatro, mantengan los cometas en el aire. El resto, bombardeen hasta agotar el maná.

Uno de los magos, un veterano de rostro curtido, preguntó:

—¿Y usted, mi señor?

Dyan señaló hacia el frente.

—Cubriré la vanguardia. Si las cosas se tuercen, huyan.

—Sí, señor —respondieron todos al unísono.

Dyan cabalgó a toda prisa hacia el frente y, en cuanto se sumó a las filas, se encontró la verdadera batalla. El choque de espadas, los escudos astillados, bloqueando el avance enemigo, las lanzas volando de un lado a otro, los gritos y gemidos de guerreros agonizantes.

En cuanto llegó cerca del frente, alcanzó a ver a Lena librando una fiera batalla, rodeada de enemigos.

Azuzó su corcel, pero una lanza enemiga voló entre los cuerpos y se hundió en el flanco del animal. El caballo relinchó de dolor y cayó, arrastrando a Dyan consigo. El mundo giró. Tierra, sangre, gritos.

Dyan rodó al suelo, se incorporó con una sacudida y corrió a ayudar a Lena y sus hombres. Su respiración era pesada y en el pecho el corazón le golpeaba con tal fuerza, que parecía iba a estallar en cualquier momento. Los gritos de los guerreros a su alrededor apagados por los latidos de su corazón, que resonaba en su cabeza con una claridad escalofriante.

Pronunció palabras arcanas y, haciendo un gesto, extendió la mano hacia la primera fila de enemigos. Rayos salieron despedidos de las yemas de sus dedos, azotando la tierra como látigos destellantes con vida propia. Una decena cayó fulminados. La mirada de espanto de aliados y enemigos a su alrededor se extendió por igual.

Volvió a lanzar la magia, calcinando a los enemigos que rodeaban a Lena.

La capitana cerró los ojos, en cuanto la luz de los rayos la cubrió. Simplemente escuchó el golpe crepitante de la magia, sintió el hedor de la carne calcinada y el acero pegándose en la piel de los muertos por la corriente. Al abrir los ojos alcanzó a verlo.

Dyan.

Justo cuando un enemigo, ya moribundo, reunía su última fuerza para clavarle una daga en el costado.

El joven mago retrocedió con un jadeo. Hizo estallar al atacante con un gesto cargado de rabia. Luego cayó de rodillas, entre quejidos, con la sangre fluyendo libre de la herida.

Se incorporó tambaleante.

En ese segundo fugaz, Lena solamente vio un niño luchando por sobrevivir, vio lo que era, un joven que intentaba cumplir un deber que era demasiado grande para hombros tan pequeños.

El mago, con una mano en el costado, apretando la herida. Dibujó en el aire letras de plata, mientras su boca pronunciaba palabras inaudibles en el fragor del combate. Una lluvia de rayos atravesó el cielo, calcinando varios cientos de enemigos en un abrir y cerrar de ojos.

El capitán enemigo gritó la retirada, ante el acto salvaje del enemigo. Dominado por el miedo de que aquello volviera a ocurrir.

Las tropas de Balder huyeron entre cadáveres calcinados y armaduras que ardían al rojo vivo. Algunos tropezaron con sus propios compañeros, otros corrían sin rumbo, tratando de huir del cielo encendido.

Los cometas comenzaron a menguar. La oscuridad volvió a cubrir el campo de batalla, ocultando la huida… y los horrores que quedaban tras ella.

Dyan apretaba con fuerza el costado herido, como si con ese gesto pudiera evitar que la vida se le escapara gota a gota.

Pero seguía en pie.

Aún respiraba.

Y la guerra… por esa noche, le había permitido vivir.

Cuando despertó, uno de los magos estaba sentado a su lado, pelando una naranja con un pequeño cuchillo. Lo habían llevado a la tienda dispuesta para los magos de Scabia en el campamento base.

Dyan intentó incorporarse, pero el dolor en el costado lo obligó a recostarse de nuevo.

—¿Qué pasó? ¿Cuánto tiempo dormí? —preguntó con voz áspera, entrecortada por el dolor.

—Maestro… qué alivio que haya despertado —respondió el mago, dejando el cuchillo sobre una bandeja. Luego sonrió con timidez—. ¿No lo recuerda?

—No todo. Recuerdo que el enemigo se retiró… luego de eso, todo es borroso. —Se llevó la mano al costado, y notó el vendaje, ajustado con esmero—. Y no soy maestro. Solo un mago avanzado, como ustedes.

El mago, apenas unos años mayor que él, partió la naranja y le tendió un gajo.

—Mi señor… han pasado unas horas, poco más de medio día. —Se aclaró la garganta—. El enemigo huyó en tropel, atropellándose entre ellos. Los nuestros estallaron en júbilo. Pensamos que había salido ileso, y empezamos a atender a los heridos, como usted ordenó. —Alzó la mirada. Sus ojos llevaban un peso que no era físico—. Pero entonces llegó la capitana… sosteniéndolo, cubierto de sangre.

—Sí… algo recuerdo —murmuró Dyan, mirando su propia mano. La imagen de esa misma mano empapada en sangre aún palpitaba en su memoria—. Me ayudó… no lo esperaba.

—Así fue, señor. Aunque todavía caminaba cuando la capitana lo trajo. Parecía decidido a no caer. Por desgracia, estábamos agotados. Apenas pudimos aplicar una sanación de emergencia.

—Lo comprendo —asintió Dyan y mordió un trozo de naranja. En el exterior, el sonido de las tropas le llegaba como el eco lejano de otro mundo.

—¿Crees que podría levantarme… o se abriría la herida?

—No creo que se abra, pero dolerá. Fue cerrada con magia, no curada del todo. Se sentirá como si le arrancaran la piel.

—Gracias —susurró Dyan. La punzada le atravesó el cuerpo de inmediato, haciéndole fruncir el ceño—. ¿Cómo te llamas?

—Kermit, mago avanzado. Aunque en realidad, solo en sanación.

—No te menosprecies —dijo Dyan, sacando otro gajo de la naranja—. Para sanar se necesita una voluntad que no todos tenemos. Es un don. Deberías estar orgulloso.

Kermit sonrió. En la Torre de Scabia, los elogios eran escasos; cumplir con el deber era suficiente para los instructores. Ese gesto, por simple que fuera, parecía calar hondo.

—¿Podrías acercarme un báculo?

Kermit señaló al costado de la cama. Allí descansaba un báculo de madera de almendro, con una piedra de maná ámbar incrustada en la punta.

—Lo preparamos por si lo necesitaba.

—Gracias…

Dyan cruzó el campamento apoyado en el báculo. Esta vez, las miradas que lo seguían no eran de desdén ni indiferencia, sino de respeto. Algunos guerreros incluso lo saludaron con una inclinación de cabeza.

Kermit le había traído agua para limpiarse la sangre del cabello, aunque un tono rojizo persistía en las hebras más claras. Tuvo que cambiar de túnica: la anterior estaba en jirones.

Al llegar a la tienda del comandante, cada paso le pesaba como si caminara sobre piedras. Solo Lena se encontraba allí, ajustando piezas sobre el mapa de estrategia.

—Veo que te recuperaste… al menos un poco —dijo ella sin volverse, pero al cruzar miradas añadió—. Lo hiciste bien allá afuera. Supongo que… te debo una disculpa. —Le tendió la mano.

Dyan se apoyó en el báculo y, a pesar del dolor, estrechó su mano con firmeza y amabilidad.

—En realidad, vengo a darle las gracias. Si no me hubiera llevado con los míos, seguramente habría muerto.

—Lo dudo. Ya caminabas cuando te ofrecí mi hombro. Además, los magos son como cucarachas —dijo con una sonrisa ladeada, aunque sin burla—. De todos modos, no tientes a la muerte. Ponte una cota de mallas bajo la túnica la próxima vez.

—Tiene razón —admitió él con una leve risa. Luego su tono se volvió más grave—. ¿Y el comandante?

Lena se acercó a una mesa lateral y sirvió una copa de vino.

—No le fue tan bien. Lo hirieron, pero volvió al campamento. Dos de tus magos lo están atendiendo. —Bebió un trago pausado—. Cuando la retirada empezó en nuestro flanco, el resto no tardó en seguir. El ataque fracasó. Y lo que es más, el ala más numerosa del enemigo estaba justo frente a nosotros.

—Ya veo… ¿Bajas?

—Menos de las esperadas. Muchas menos —admitió con un leve suspiro—. La Torre de Scabia ha demostrado su valía. —Le lanzó una mirada franca—. Pero varios magos de Shalmak cayeron. El enemigo fue más hábil allí. Rompieron las filas. Estuvo cerca de convertirse en una masacre.

Dyan asintió, sombrío.

—No creo que se retiren por mucho tiempo. En cuanto reorganicen sus fuerzas, volverán.

—¿Y cómo estás tan seguro? —preguntó Lena, endureciendo la voz, aunque más por costumbre que por duda.

—Porque eso haría yo. Ya deben haber hecho sus cuentas. Saben que una parte de nuestras fuerzas está debilitada. Desde su punto de vista, esto fue un empate. Y no querrán darnos tiempo para recuperarnos. Cada herido que sanamos es un mago que no podrá luchar. Es un juego de desgaste.

Se quedaron en silencio, sopesando esas palabras.

—He ordenado a los vigías que envíen informe cada hora. Si no lo hacen, asumimos que fueron asesinados —dijo Lena al fin—. No pienso volver a ser sorprendida.

—Será suficiente… por ahora. —Dyan respiró hondo. El sudor le perlaba la frente, y su espalda se curvaba levemente por el dolor—. ¿Volka está bien?

—Sí, aunque se fracturó un brazo al caer del caballo. —Bebió otro sorbo—. Deberías ir a ver a tus hombres. Y descansar. Si ocurre algo, te avisaré. Tienes un pésimo aspecto.

Dyan asintió. No logró decir nada más. Salió de la tienda con paso lento, arrastrando los pies como si el suelo mismo lo retuviera.

Lena lo siguió con la mirada. Su cabello plateado, ahora deslucido por la sangre, ya no brillaba. Y su espalda, encorvada, decía más que cualquier gesto.

Por primera vez, pensó que quizá —mago o no—, ese muchacho merecía ser conocido más allá de sus conjuros