A la luz de un fuego callado, escribo para ti, la primera llama de mi alma.
A mi querida Silvania:
No diré que tus palabras no me causaron tristeza, porque mentiría, y tú me conoces demasiado bien para que lo haga. Tus cartas siempre han sido un espejo en el que mi corazón se reconoce, y esta última no fue la excepción.
Yo también recuerdo aquel día con nitidez insoportable, como si aún estuviera allí, parado frente a ti. La belleza altiva de tu rostro, la fría determinación de tu mirada, y ese cabello tuyo, cobrizo como el sol de otoño, agitándose al viento con la majestad de quien siempre supo lo que valía. Nunca te lo dije entonces —quizá por orgullo, quizá por miedo—, pero en ti encontré tanto admiración como temor. Ahora, sin temor alguno, sólo queda la admiración, y un amor más profundo que el que nunca supe que cabía en mí. Espero que, de algún modo, lo sepas.
Fuiste mi maestra, mi guía, mi protectora. Me enseñaste a moverme entre los corredores del poder, a no desfallecer ante la responsabilidad, y a sostener la autoridad con elegancia, incluso cuando pesaba como plomo. Me abriste las puertas de tus fortalezas, pero también me dejaste ver tus fragilidades, las del cuerpo y las del alma. A todas las amé —a todas las amo—, porque son parte de ti, y tú eres lo más valioso que he tenido jamás.
Me pides que no corra a tu encuentro, y te juro que mientras leía tus líneas, estuve a punto de preparar mi equipaje. Fue como si reviviera aquellos días de juventud, cuando aún era asistente de Edictus, y obedecer tus mandatos por todo el reino era mi mayor orgullo. Qué días aquellos… fingía ser más fuerte de lo que era, porque no quería fallarte, ni a ti ni a él. Llevaba el rostro curtido por la guerra, pero el corazón todavía temblaba por tus elogios. No importa cuántas batallas enfrentara: mientras supiera que tú me esperabas, siempre hallaba fuerzas para regresar.
Lo pienso ahora, y admito que para un joven de quince años, tú eras más que una reina; eras un eclipse de sol. Tan brillante, tan inalcanzable, tan absoluta. Me esforzaba más allá de mis límites para ser digno de ti, para convertirme en tu mago, en tu aliado, en lo que necesitaras. Aun cuando regresaba herido, tus brazos abiertos bastaban para aliviarme.
Amada Silvania, cuánto deseo tenerte aquí, ahora. ¿Sería demasiado pedir? Sé que Eleanor te necesita, y no quiero arrebatarle lo que también fue mío. Pero no puedo evitar anhelar que tus años fueran eternos, para compartir contigo todos los que me queden. Sí, lo sé, es egoísta. Pero fuiste el sol en mi vida durante más de quince años. ¿Cómo se deja atrás tanta luz?
Aquellos días de amor juvenil me parecen lejanos, pero imborrables. Y aunque las formas cambien, la raíz permanece. Tú estuviste primero, segunda y tercera. Ocupaste todos los rincones de mi alma durante tanto tiempo, y aún hoy hay lugares donde sólo tú cabes.
Yo también te extraño. Demasiado. Y te lo prometo: iré a verte. Sólo ruego que pueda hacerlo con buenas noticias, pues llegar con las manos vacías sería fallarme a mí mismo… y a ti.
Prometí curarte, y has esperado más allá de lo razonable. Perdona mis limitaciones, como perdonaste mis tropiezos en las guerras pasadas. Pero esta batalla —la más importante de todas— no pienso perderla. ¿Podrás esperarme un poco más?
P.D. Imagino que sabes que Finia está aquí conmigo. Se recupera de lo ocurrido en el Fuerte Frontera. Su presencia ha sido como un bálsamo inesperado. Llena mis días de una luz que creía extinguida, y hemos vuelto a encontrarnos con una ternura que nos estaba vedada antes. La amo como a una hija, y espero que Eleanor sepa que volverá a Scabia tan pronto esté completamente recuperada. Aunque una parte de mí desea que se quede a mi lado para siempre, sé que el deber nos llama: a ella, a la Torre; a mí, contigo.
Con amor eterno,
Tu amigo del alma,
Dyan Halvest
Jardines de Willfrost, un mediodía sereno
La brisa suave de las montañas danzaba entre los arrayanes del jardín, agitando apenas los pliegues del vestido verde esmeralda que Silvania había elegido aquella mañana. Tenía el cabello recogido en un moño alto, con algunas hebras sueltas que se negaban a seguir órdenes. Como siempre. Como ella misma. Sostenía con ambas manos una taza de té con miel y lavanda, cuando el mensajero dejó la carta sobre la mesa. La caligrafía le bastó para saber de quién era. Reconocería ese trazo contenido en medio centenar de pliegos.
Dyan.
No lo abrió de inmediato. Primero, alzó la vista hacia las montañas nevadas a lo lejos y sonrió con melancolía.
"¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me miraste como si el mundo dependiera de mis palabras, muchacho?" murmuró para sí, con una ternura que ya no dolía, pero que tampoco sanaba del todo.
Cuando por fin rompió el sello, los primeros párrafos fueron suficientes para llevarla décadas atrás.
Recordó su rostro a los quince años: serio, delgado, casi ascético. Edictus lo había entrenado con la eficiencia de un sabio que talla herramientas y no hombres. Dyan cumplía, obedecía, leía, escribía, traducía. Pero no vivía, no al menos como lo hacían los demás niños. Hasta que llegó a Wilfrost.
Ella, Reina todavía entonces, descubrió en él una intensidad que le fascinó. Y una devoción que al principio creyó producto del adoctrinamiento. Pero no. Era otra cosa. Una especie de admiración teñida de amor que no sabía cómo florecer. Él se enamoró sin saberlo, y ella le permitió que lo hiciera… hasta donde era justo.
Le enseñó a tocar laúdes y a bailar con torpeza en los pasillos del ala oeste, cuando nadie los veía. Le enseñó a reírse de sus errores, a beber vino en pequeñas copas. Le hablaba de política como si la escuchara un adulto, y lo miraba con una mezcla de orgullo y tristeza que él nunca entendía.
—“Si hubieras nacido quince años antes…” —le dijo una vez—, “...yo misma habría cometido muchas tonterías por ti.”
La carta era precisa, elegante, como todo lo que Dyan hacía. Le agradecía por sus palabras, por la carta anterior. Le hablaba del cambio de Eleanor, del fuego en sus ojos, de la fe renovada en lo que ambos podrían construir. Pero también, sin decirlo directamente, evocaba un afecto profundo que con Silvania era distinto.
Ella lo notaba. Siempre lo había notado. Lo que sentía por Eleanor era admiración, esperanza, cariño. Pero con ella… con Silvania, era otra cosa. Algo que rozaba los bordes de lo que nunca se había dicho.
La carta seguía allí, temblando apenas entre sus dedos. Silvania dejó la taza a un lado y se recostó contra el respaldo de la silla de mimbre, observando cómo la brisa mecía las flores del jazmín. La idea de que Dyan quisiera que ella viviera eternamente, que sus días juntos no terminaran, la enterneció y la inquietó a partes iguales. Él, siempre tan dulce incluso en su obstinación, aún creía que podía curarla. No lo detendría en ese anhelo, aunque sabía, en lo profundo, que el tiempo no se revierte ni con amor ni con magia.
Lo que sí podía hacer era escribirle otra carta. Una que no contuviera instrucciones, ni consejos, ni restricciones. Una carta que simplemente hablara de ellos, de lo que fueron, y del extraño consuelo que era saber que aún, después de todo, él seguía allí, leyéndola con los mismos ojos que la miraron por primera vez en el salón que ahora pertenecía a otra reina.
La tarde caería pronto. Silvania acarició el borde del papel con un gesto lento, como si dibujara el contorno de su rostro. Luego dobló la carta y la guardó contra su pecho, cerrando los ojos por un momento.
—Gracias por no olvidarme —susurró al aire, sin necesidad de que nadie la oyera
Apoyó la carta sobre su regazo y exhaló lentamente. Cerró los ojos.
—Ah, Dyan… —susurró—. Si yo tuviera veinte años menos, tal vez… tal vez todo esto sería diferente.
Pero no los tenía. Y aunque nunca lo admitiría en voz alta, una parte de ella seguía creyendo que Eleanor no lo entendería nunca como ella.
Tomó otro sorbo de té, que ya se había enfriado, y dejó que la brisa le llevara el cabello al rostro.
Lo amaba. No como se ama a un amante, ni como a un hijo. Lo amaba como sólo una reina que fue capaz de ver un alma rota puede amar a quien decidió reconstruirse por sí mismo, con solo un par de palabras suyas como guía.
Silvania no respondió la carta. No aún. La guardó en una caja de madera, junto a otras pocas, contadas, donde vivían los ecos de un amor que fue imposible… y eterno.