Mientras Finia dormía plácidamente, Dyan estaba sentado en su escritorio, revisando los apuntes que había comenzado aquella noche junto al río, cuando tocaba su laúd, recordando los días en que tocaba para Eleanor. Esa magia que había florecido y tejido palabras arcanas en las redes mismas del mundo, había nacido del dolor que quería borrar y al florecer esa magia, esa emoción se había evaporado como si nunca hubiera existido.
Con sumo cuidado, Dyan trazó sobre el pergamino las palabras que, en su momento, habían flotado como hilos de plata en el cielo nocturno. Pero, como en los intentos anteriores, las letras comenzaron a deslizarse por el papel hasta alcanzar los bordes y, al tocarlos, se disolvieron en humo.
Ya no tenía dudas: no eran las palabras las que producían esa magia, ni los glifos, ni los grabados arcanos. Ningún método tradicional servía para canalizarla. Sin embargo, su intuición seguía firme: aquella era una forma de magia en la que el alma misma se entretejía con los hilos de la realidad. Era capaz de alterar la materia, detener el tiempo, mover las cosas… pero todo a un precio altísimo.
Estaba absorto en esas cavilaciones cuando escuchó pasos amortiguados sobre las tablas del piso. Desde la escalera, asomó una cabellera alborotada. Finia, con los ojos aún pesados de sueño, lo miró desde el descansillo.
—Papá… ven a dormir. Ya es muy tarde.
Dyan alzó la vista. Verla así, despeinada y con expresión somnolienta, le devolvió la imagen de la niña traviesa que solía buscarlo en su habitación en la Torre para arrastrarlo a pasear por la ciudad.
—Se me pasó el tiempo, lo siento —respondió con una sonrisa suave—. Estaba revisando algo que descubrí hace poco.
Finia bajó descalza los escalones, refregándose los ojos. Su cabello estaba enmarañado, y su voz arrastraba la lentitud del sueño.
—¿Y estás aquí solo, con la luz de unas velas? Te vas a resfriar. —Chasqueó los dedos, y la chimenea se encendió al instante—. No cambias, ¿eh?
Se acercó al escritorio y revisó los pergaminos. Uno de ellos, cubierto con glifos que nunca había visto, llamó su atención.
—¿Qué clase de magia es esta?
—Una rareza —respondió Dyan, poniéndose de pie—. Una magia que apenas comienzo a comprender. Una noche, junto al río… mientras me deshacía en tristeza y decidía soltarla, esta magia simplemente… apareció.
Tomó una flor del florero que reposaba en la mesa del salón y se la tendió.
—Estas flores las corté antes de encontrarnos en el Fuerte Frontera. Y aún están vivas.
Finia sostuvo la flor, que parecía recién cortada. Frunció el ceño.
—Esto… no es normal. Es peligroso.
—Lo sé. Pero también es poderosa. Fue, en parte, gracias a esta magia que pude llegar hasta ti ese día. Como has visto, mi control sobre los conjuros espacio-temporales todavía es limitado. Llevar un cuerpo a través de ellos sin daño real es casi imposible.
El rostro de Finia se ensombreció.
—Tranquila, pequeña. No me arrepiento. Y lo haría de nuevo sin dudar. —Le acarició la mejilla, húmeda de lágrimas contenidas—. Esta magia no responde a los principios que enseñamos en las Torres. No hay círculos, glifos tradicionales ni encantamientos. Es una magia viva. Un conjuro del alma.
—Una magia así… debe tener un precio terrible —susurró Finia.
—Y lo tiene. No he experimentado demasiado con ella, precisamente por eso. Se alimenta de emociones, recuerdos, vínculos profundos. Su forma cambia cada vez. Es casi imposible de rastrear, de repetir. Su poder depende menos de la fórmula, y más del sacrificio que estés dispuesto a hacer.
Finia guardó silencio. Luego volvió a mirar la flor un segundo, estaba intacta, como recién cortada.
—Si lo que sospecho es cierto, si piensas usar esta magia junto al tiempo… para conservar algo, o… a alguien, te lo pido como hija y como Archimaga: no lo hagas. No sabes el precio. Podrías olvidar a alguien… perder un recuerdo… o peor aún, podrías olvidarte de ti mismo.
Dyan no respondió. La conocía bien. Y sabía que tenía razón.
—Si te perdieras por un poco más de tiempo… ni ella ni yo te lo perdonaríamos. —Bajó la mirada. Las llamas crepitaban en la chimenea como único sonido del salón—. Te necesito. Te necesito ahora más que nunca. Si tú no estás… no sé si podría volver a hacer magia alguna vez.
Dyan se acercó a la escalera.
—Vamos. Es hora de dormir —dijo con voz baja, extendiendo la mano—. No haré nada imprudente. ¿Crees que te librarás tan fácil de mí?
Finia le tomó la mano y sonrió, todavía con los ojos vidriosos.
—¿No debería decir yo eso?
—¿Estás segura? A veces tengo la impresión de que soy yo el que más problemas da.
Ambos rieron en voz baja mientras subían las escaleras. Abajo, el fuego de la chimenea se extinguió en un suspiro y las velas se apagaron una a una, como si la casa también decidiera ir a dormir.
La habitación estaba sumida en una penumbra tibia, iluminada apenas por la luz que entraba desde el ventanal alto, donde el cielo nocturno se estiraba en un tapiz de estrellas. El lecho estaba deshecho a medias, señal de que Finia había estado durmiendo antes de levantarse a buscar a su padre.
Dyan se sentó en el borde de la cama mientras Finia se acercaba, con la flor aún fresca en las manos. La observó en silencio unos segundos y luego se sentó junto a él, con la espalda apoyada contra la cabecera, arropada por la tibieza del cuarto.
—¿Crees que esta magia tiene límites? —preguntó ella, con voz suave.
—Toda magia los tiene… aunque no siempre los vemos hasta que es tarde —respondió él, entrelazando las manos sobre el regazo—. Esta, en particular, no responde a leyes externas. Se alimenta de dentro… como si el alma tejiera algo en la realidad… y a cambio se arrancara un trozo de sí misma.
Finia cerró los ojos por un momento, pensativa.
—¿Y cómo podrías estudiarla entonces, sin destruirte?
—No lo sé aún —admitió Dyan, con honestidad—. Apenas estoy rascando la superficie. Sólo sé que no puede forzarse. Es como tocar el laúd… si tus dedos tiemblan o tu intención falla, la música no suena. Esta magia se entona con la emoción justa, el deseo preciso… o se desvanece.
Finia giró hacia él, doblando las piernas sobre la cama como una niña inquieta. Lo miró en silencio unos segundos y luego, sin decir nada, se deslizó bajo las sábanas del otro lado del lecho. Dyan arqueó una ceja, entre la sorpresa y la ternura.
—Finia…
—¿Sí?
—Ya no eres una niña. No puedes venir a dormir aquí cuando quieras, como antes.
Ella se asomó apenas por el borde de la manta, con una mueca melancólica.
—Lo sé… pero esta noche… solo esta noche. No me eches, por favor.
La voz le temblaba un poco, como si en esa súplica anidara todo lo que no había podido decirle durante los últimos años. Dyan la miró con ternura, sintiendo cómo el tiempo se plegaba sobre sí mismo: en ese instante, era otra vez la pequeña Finia que venía con una pesadilla a cuestas, buscando refugio en sus brazos.
Suspiró con una sonrisa y apagó con un gesto la luz tenue que flotaba sobre la cómoda.
—Está bien, sólo esta noche.
Finia sonrió en la oscuridad y se acomodó más cerca de él, sintiendo su respiración tranquila a su lado.
—¿Y cómo la llamarás? —preguntó en un susurro, con la voz envuelta en sueño—. A esa magia que no cabe en glifos ni círculos.
Dyan pensó un momento, dejando que las palabras maduraran en la mente.
—Quizá… Ecoscrito sea el nombre más apropiado.
Finia repitió el nombre en un murmullo, como si saboreara su resonancia. Luego, en silencio, se acomodó un poco más, apoyando la cabeza sobre el hombro de Dyan.
Pasaron así largo rato, hablando en susurros sobre los límites de la magia, sobre canciones antiguas que parecían tener más poder que muchos hechizos, sobre los recuerdos que uno daría todo por guardar intactos. Entre palabra y palabra, el sueño se fue colando entre los pliegues del silencio.
Y cuando por fin ambos cerraron los ojos, vencidos por la calma, la flor en el florero pareció inclinarse apenas, como saludándolos, mientras las estrellas seguían su curso más allá del ventanal.