El olor de lo débil

Pov Daria

Así que me aproveché de la información que ellos desconocían.

Mi loba.

No sabían lo que significaba para mí dejar de ser solo Daría por unas horas. No sabían que cada vez que ella salía —mi otra mitad, la salvaje, la astuta— no era un simple cambio de forma. Era una cesión. Una entrega.

Me deslicé por el bosque como una sombra entre sombras. El aire nocturno rozaba mi piel como cuchillas de hielo. Los humanos estaban cerca. Pude oler el metal antes de verlos. Sus linternas rompían la oscuridad como heridas abiertas.

Idiotas. No sabían que el bosque los observaba. Que la oscuridad no era su enemiga, sino su juez.

Me oculté detrás de un tronco cubierto de musgo. La loba en mí quería avanzar, intimidar, atacar. Pero yo sabía que ahora éramos una. Y debía pensar como ella: rápida, precisa, invisible.

—¿Ves eso? —murmuró uno de los humanos—. ¿Eran huellas?

—¿De animal? No… parecen... ¿descalzos?

El segundo bajó la voz.

—¿Tú crees que las leyendas...?

Las leyendas, pensé. Se referían a nosotros. A cuentos de taberna, a historias que los niños humanos repiten con emoción y los adultos descartan entre risas nerviosas.

Pero no eran cuentos. Éramos reales. Y estaban peligrosamente cerca de saberlo.

Apreté los dientes. Necesitaba alejarlos sin levantar sospechas. Sin mostrarles lo que realmente soy.

¿Qué haría ella?, me pregunté.

¿Qué haría la loba, sin miedo, sin reglas...?

Y entonces supe qué hacer.

Aullé.

No un aullido de guerra. No un grito salvaje. Un aullido de advertencia, bajo, profundo, lejano.

Los humanos se congelaron.

—¿Eso fue...?

—Un lobo.

—Tan cerca... ¿No se supone que no bajan de las montañas?

—No pienso averiguarlo. Volvamos. Esto no vale la pena.

Vi cómo se daban la vuelta. Cómo la tensión en sus hombros se deshacía a medida que el miedo humano reemplazaba su curiosidad. Me quedé ahí hasta que sus luces se extinguieron entre los árboles.

Solo cuando el silencio regresó al bosque... sonreí.

Mi loba había ganado esta vez.

Apenas mis pies tocaron el suelo del bosque, el frío me abrazó con la misma dulzura que antes… pero ahora no podía permitirme disfrutarlo. Mi respiración era controlada, casi contenida. Cada sonido —la rama que crujía, el roce de la tela, los pasos invisibles de la vida nocturna— podía ser una pista... o una amenaza.

Shaleen no dijo nada al principio. Pero la sentía inquieta.

“¿Estás segura de esto?”

—No —susurré—. Pero es lo correcto.

El silencio se prolongó tanto que pensé que había decidido callar... hasta que su voz volvió, más grave, más instintiva.

“Cuidado con confiar en lo que ves. Los humanos también mienten con los ojos.”

No respondió más. Solo quedó ese eco en mi pecho, como una advertencia que no podía ignorar.

Me moví entre la maleza con pasos suaves, usando el conocimiento que mi manada había grabado a fuego en mis huesos. No era una guerrera. No aún. Pero conocía este bosque. Él me conocía a mí.

Entonces, lo sentí: un cambio en el viento. Un olor que no pertenecía.

Metal, sudor, humo... y algo más: miedo.

Me agaché tras un tronco caído, afinando el oído. No era el mismo grupo. Me di cuenta por el número de pasos, por las voces. Eran más, quizás otra patrulla, o tal vez los mismos que antes... que habían regresado.

Voces. Tres hombres. Caminaban despacio, como si buscaran algo. Como si supieran que había más que árboles y pájaros en este bosque.

Uno de ellos se detuvo. Su linterna barrió el terreno. La luz se detuvo a escasos metros de mí.

Contuve el aire. Un solo paso en falso y estaríamos expuestos.

—¿Viste eso? —dijo uno.

—No. Solo ramas —respondió otro—. Aunque... ¿no te parece raro que haya huellas tan cerca del claro?

El claro. Maldita sea.

Tenía que sacarlos de allí. Pero no podía transformarme. No aquí, no tan cerca.

Pensé rápido. Recogí una piedra, la lancé con precisión al otro lado del bosque. Un crujido seco, fuerte.

—¡Ahí! —gritó uno.

Todos corrieron hacia el sonido. El tiempo que gané era escaso... pero suficiente.

Me levanté y me deslicé por entre los árboles como sombra con voluntad. Debía llegar al claro antes que ellos. Debía borrar las huellas.

Debía salvar el secreto. Aunque eso significara perderme en la mentira.

Pero el aire cambió de nuevo.

Un nuevo aroma atravesó la escena. Más denso. Familiar, pero torcido. Lobos. No los míos. No de la manada.

Renegados.

Mi pulso se aceleró.

Los seguí con cautela, sin entender por qué. Algo en mí necesitaba saber qué hacían tan cerca de los humanos. Estaban al límite de la frontera, demasiado expuestos.

Y entonces ocurrió. Uno de ellos se lanzó sobre los humanos. No dudó. Iban a matarlos. O peor, a exponernos.

No pensé.

Mi cuerpo ya se estaba transformando cuando la luz de la luna cayó sobre mí. Piel a pelaje, carne a instinto. Una loba gris, casi plateada. La fuerza ancestral rugía en mi pecho. Ataqué.

El primero no me vio venir. El segundo apenas tuvo tiempo de girarse antes de que mis colmillos lo alcanzaran. El tercero huyó. No quise seguirlo.

Los humanos estaban tirados en el suelo, paralizados por el miedo. Uno de ellos levantó un arma, apuntándome.

Me detuve.

Podría matarlos. Con mi tamaño, sería sencillo.

Pero ya no se trataba de eso.

Agaché la cabeza. Incliné las patas delanteras. No en sumisión, sino como un lobo confundido, asustado... salvaje.

Mis latidos se hicieron más rítmicos.

Esperé. Esperé a que decidieran si era un monstruo o un animal.

Y cuando sentí que no dispararían... me escabullí entre los árboles. Silenciosa. Invisible.

Detrás de mí, solo quedaron voces.

—¿Viste su pelaje?

—Era hermoso…

—No era normal. Pero... era solo un lobo, ¿verdad?

Me aseguré de que se fueran. Que abandonaran el bosque.

Y cuando lo hicieron, regresé al sitio donde había dejado mi ropa. El cuerpo todavía vibraba con el eco de la loba. Me cambié. La noche era más oscura sin ella.

Neris me esperaba en el claro donde se practican las transformaciones. Me observaba desde las sombras.

—¿Dónde te habías metido? —espetó—. Nos encargamos de los humanos. Los acabamos de ver irse de la frontera.

Solo asentí.

No dije que yo los había enfrentado. Ni que yo había matado a los renegados.

Decirlo sería destapar secretos que no estaba lista para entregar.

Y yo ya cargaba con demasiados.

Su mirada era hielo. Desprecio contenido.

Pero no dijo más. Y yo tampoco.

Neris me miró en silencio por unos segundos más, como si buscara algo en mí que no lograba nombrar.

Entonces se giró hacia la oscuridad y alzó la voz, lo justo para que los otros la escucharan desde el límite del claro.

—Quiero que alguien investigue quién fue el lobo que aulló hace unos minutos cerca de la frontera. No quiero suposiciones.

Un nudo se formó en mi garganta.

Hablaban de mí.

Sentí el peso de sus palabras clavarse como garras. No solo había desobedecido. Me había dejado llevar. Me había expuesto. Y ahora... tenía que asegurarme de que nadie lo supiera.

A cualquier costo.