Cenizas de un secreto

Pov Daria

"Quiero que alguien investigue quién fue el lobo que aulló hace unos minutos cerca de la frontera. No quiero suposiciones."

Sentí el peso de esas palabras como una garra hundiéndose en mi espalda.

Hablaban de mí.

Mi pecho era una jaula de nervios. Buscarían testigos, seguirían huellas, harían preguntas. Neris no soltaría el tema fácilmente, y cada segundo que pasara solo aumentaba las posibilidades de que todo saliera a la luz. Me había expuesto, había dejado una estela de errores en el bosque y no podía hacer nada para borrar el pasado.

Pero entonces el viento cambió.

El olor a humo que antes apenas notaba en el bosque ahora se hacía denso, imposible de ignorar. No era una brasa aislada. No era una fogata. Era algo vivo, enorme.

¿Cómo no lo vi antes?

La intensidad del fuego iluminaba el horizonte. Desde lo alto, la ciudad de la manada reflejaba el rojo encendido en sus fachadas de vidrio y metal. Las estructuras modernas parecían incendiarse desde dentro. La tecnología que nos mantenía a salvo, nuestra fachada ante el mundo humano, ahora era testigo del caos.

Los lobos corrían, desorientados. Algunos gritaban nombres, otros pedían ayuda por comunicadores, y unos más simplemente huían. Vi a una madre levantar a su hija con brazos temblorosos, sus ojos abiertos por el miedo. El sistema automático de alarmas se había activado, y las luces de emergencia parpadeaban con un rojo agresivo. Otros llamaban a los bomberos como si eso pudiera detener a un fuego que se extendía con hambre antigua.

Yo... no me movía.

El fuego hipnotizaba. El calor golpeaba mi rostro y, aun así, me quedé petrificada. Como si mis pensamientos se hubieran disuelto en el humo. Podía oír los gritos, la alarma, el zumbido de los drones de rescate sobrevolando las zonas peligrosas. Todo sonaba lejos, como bajo el agua.

Hasta que sentí una mano.

—¡Daria! —Era Aram. Su rostro tenía hollín, la frente perlada en sudor, pero sus ojos eran un ancla.

—Tenemos que irnos. Esto se acerca rápido.

No respondí. No podía. Mi cuerpo se negaba a reaccionar, mis pies estaban clavados al suelo. Una parte de mí creía que merecía arder.

—Por la Luna... —murmuró Aram, y sin esperar respuesta, como si fuera una hoja, me cargó sobre su hombro, con su tobillo ya sano gracias a su lobo que había hecho su trabajo. Mientras se alejaba corriendo, solo podía mirar el fuego, las lenguas de luz perdiéndose entre los árboles que alguna vez habían sido mi refugio.

Mi cuerpo se balanceó con su paso firme y desesperado. Desde esa altura, solo podía ver el incendio hacerse más pequeño a lo lejos, pero el peso de la culpa no se redujo con la distancia.

Al llegar a casa, mi hermano abrió la puerta. Su mirada fue directa al rostro pálido y tenso de Aram. El sudor, el hollín y la desesperación hablaban por él.

Su rostro palideció al vernos. Me tomó en brazos en cuanto Aram me soltó, y en ese instante todo se sintió demasiado real.

—Está en shock —dijo Aram, con voz grave—. Quédate con ella. No la dejes sola.

Pero mi hermano lo miró, dudó apenas un segundo, y negó con la cabeza. Con firmeza.

—Tú la llevaste, tú la traes. Pero yo no me quedo —dijo. Y con una última mirada hacia mí, se giró y corrió tras él. Me dejó sola.

La casa quedó en silencio.

Horas pasaron. No recuerdo cuántas. El humo se colaba por las rendijas, y el cielo se había vuelto una mezcla de carbón y ceniza.

Yo, ya despierta del shock, me paseaba por la sala como un animal enjaulado. Culpa. Culpa por no haberlo previsto. Culpa por todo. Caminaba en círculos, mordiendo la uña del pulgar, esperando verlos regresar. Esperando cualquier cosa.

Cuando la puerta finalmente se abrió, Connor entró primero. Tenía hollín hasta en los dientes, la ropa rasgada y los ojos cansados. Detrás de él venían Aram y mi hermano. Los tres parecían arrastrar el peso del bosque entero. Estaban cubiertos de ceniza, los ojos rojos por el humo. Los tres llevaban el olor del bosque quemado.

Los vi y, sin pensarlo, solté:

—¡Por fin! —dije, con una voz que no sonaba a la mía—. Creí que iban a quedarse allá hasta que se volvieran parte del menú.

Connor soltó una carcajada baja.

El silencio fue inmediato. Pesado. Incómodo.

Connor me miró... y sonrió de lado.

—¿Y perderme tus bromas de mal gusto? Jamás.

El aire volvió a fluir.

Habían logrado frenar la catástrofe, al menos por ahora. El alivio apenas estaba asentándose en la sala cuando un nuevo golpe irrumpió en forma de estruendo.

La puerta se abrió con violencia.

Neris entró sin permiso, como si su presencia cruzara paredes.

Se plantó frente a mí. Su mirada era una cuchilla afilada.

—¿Dónde estabas? —espetó—. Nos encargamos de los humanos. Los acabamos de ver irse de la frontera. Si no te hubieras ido sola a "rastrearlos", si no hubiéramos estado ocupados buscándote, el incendio no se habría propagado así.

No respondí. El silencio era mi única defensa.

Neris me escaneó de arriba a abajo. Su voz descendió a un tono más oscuro.

—¿O acaso tú iniciaste el incendio?

La acusación flotó en el aire como una nube espesa. Luego, su voz se irguió con autoridad:

—¿Dónde estuviste todo ese tiempo?

Y aunque las pruebas que podían inculparme —mi encuentro con los humanos, el aullido que pretendía alejarlos, mi forma de loba gris casi plateada— se habían esfumado con el fuego... la duda quedó flotando. Al menos para ella.

Pero cuando Neris se preparaba para continuar, Aram se adelantó. Sus pasos firmes y la tensión en su mandíbula lo decían todo.

—No insinúes cosas que no puedes probar —dijo—. Daria estaba conmocionada. No tienes idea de lo que vivió.

Connor se puso junto a él. Su tono era más tranquilo, pero igual de firme.

—Estás cruzando la línea, Neris. No es momento para buscar culpables. Ya tenemos suficiente con salvar lo que queda del bosque.

La autoridad de sus palabras frenó a Neris. Se quedó callada por un segundo, evaluando si valía la pena continuar.

Mi hermano estaba allí, junto a ellos. No dijo nada. No era que dudara de mí, sino porque no tuvo oportunidad de hablar. Aram se había adelantado. Y con eso, ya no quedaba nada más que decir.

Neris soltó un resoplido y se dio media vuelta, marchándose sin mirar atrás.

Pero yo sabía que no había terminado. No para ella. Su sospecha ardería como las brasas bajo la corteza de un tronco aparentemente apagado.

Y yo... tendría que estar preparada para cuando intentara soplarlas de nuevo.

La puerta se cerró con un golpe seco tras la salida de Neris. El silencio que dejó fue más denso que el humo.

Kael no dijo nada al principio. Solo se quedó allí, mirando la puerta como si pudiera seguir viendo a través de ella. Luego se giró hacia nosotros, su mirada fija en mí. No era enojo lo que había en sus ojos. Era otra cosa. Algo más profundo. Algo que dolía más.

—Subo —dijo finalmente, sin elevar la voz—. Pero mañana... quiero una explicación.

Y se fue. Paso a paso, sin mirar atrás.

Cuando la puerta de su habitación se cerró arriba, sentimos que el aire regresaba al cuarto, pero solo por un instante.

Las horas que siguieron no fueron de descanso. Nadie durmió. Nos quedamos los tres en la sala, con la tensión cruzando el aire como cuchillas. Hablamos. Discutimos. Repasamos cada palabra, cada decisión. Qué decir. Qué no decir.

Connor planteaba versiones verosímiles, Aram las derribaba con lógica férrea. Yo, por momentos, solo escuchaba, el cansancio empapándome los huesos, pero con los nervios demasiado despiertos para siquiera parpadear sin culpa.

No era solo protegerme. Era protegerlos también.

—Entonces, decimos que oímos un aullido extraño —resumió Connor, frotándose los ojos irritados—. Que parecía un renegado. Que tú saliste sin avisar, Daria. Y nosotros fuimos tras de ti. Punto.

—Si Kael se enfoca en por qué saliste tú sola, no servirá de nada —dijo Aram, mirando el suelo—. Él sabe lo que arriesgó tu madre por ti. No va a dejarlo pasar.

Yo asentí, sin ganas.

—Diré que fue instinto. Que no lo pensé. Que creí poder evitar un conflicto peor.

Y por fin, después de tanto masticar versiones, de tantas miradas cargadas de “¿y si?”, se escuchó el crujido de los peldaños de madera en la escalera.

Kael bajaba.

El amanecer ya comenzaba a bañar la casa con una luz tenue, grisácea. Afuera, las sombras se deshacían entre el humo espeso que seguía flotando en el aire. Kael entró en la sala con una taza en la mano. Se detuvo frente a nosotros. No parecía haber dormido tampoco.

—¿Qué pasó anoche?

No fue una pregunta casual. Fue un juicio.

Nos pusimos de pie, casi al mismo tiempo. Pero Aram fue quien dio el primer paso.

—Daria no estaba bien. La situación la desbordó. Salió porque pensó que era lo correcto. Nosotros la seguimos.

—Escuchamos un aullido cerca de la frontera —añadió Connor—. Pensamos que podría ser un renegado. No sabíamos si había más humanos cerca.

Kael me miró. Yo asentí. No dije más. Había demasiadas verdades para resumirlas en una frase, y ninguna ayudaría ahora.

Kael suspiró largo. Caminó hasta la ventana y observó el cielo que empezaba a aclararse con lentitud.

—¿Una chica que aún no tiene a su loba, ni ha sido nombrada guerrera, saliendo sola hacia la frontera? —su tono era bajo, pero no menos grave—. ¿Y nadie pensó en detenerla?

Ninguno contestó. Él ya sabía la respuesta.

—Quiero una explicación real —repitió, como lo había hecho horas antes—. Pero no ahora. El sol ya salió. Supongo que eso los salvó por hoy.

Y sin más, dejó su taza vacía en la repisa, subió las escaleras y desapareció otra vez en su habitación, dejándonos con la certeza de que esto apenas empezaba.

Connor rompió el silencio segundos después.

—Supongo que eso fue... ¿una tregua?

—No. Fue una sentencia aplazada —dijo Aram.

Yo no dije nada. Solo cerré los ojos y respiré. Humo. Ceniza. Y miedo.

Pero sabíamos que la calma no duraría.

Y no duró.