Capitulo 1: La llegada del hilo roto.

"Incluso antes de nacer, una imagen peculiar adornaba mi mente... como un recuerdo desconocido, un aviso de algo por venir y lo que veía era... un chico de cabello rosa..."

En una cabaña de madera, cubierta de nieve hasta las ventanas, vivía una pareja de humildes tejedores. Sus cabellos, tan plateados como el invierno que los rodeaba, revelaban los años que habían tejido juntos. Aquel día "14 de octubre" no era uno cualquiera: se celebraba el último día de la Semana del Hilo Roto.

Y justo esa noche, cuando el silencio se volvió más denso que el frío, bajo la luz glacial de la luna, se presenció un evento anómalo: el nacimiento de la primera hija de la familia Chalkeon.

La luna no se movió. Las estrellas, como hilos tensos, parecían observar.

Desde dentro, una gran tina exhalaba vapor de agua tibia. El aire era espeso, denso, como si la habitación misma retuviera el aliento.

Y dentro de aquel barreño de madera, una madre intentaba controlar su respiración entreabierta. Cada exhalación era un lamento tibio. Cada inhalación, una súplica contenida.

Frente a ella, una partera vestía una manta negra y una máscara de pájaro oscuro.

No pronunciaba palabra alguna, solo observaba.

Una mano descansaba sobre la frente de la mujer, la otra preparada para atrapar a quien venía.

Nada se movía salvo el vapor. Ni los zorros de nieve, ni el crujido del techo. Ni siquiera el alma del invierno. Solo la espera.

Y como un acompañante inesperado, rompiendo el corto silencio, la mujer comenzó a gemir sin control.

Pero ya no eran gemidos de dolor. Eran de agotamiento. Un lamento ahogado que se enredaba en el vapor y quedaba flotando en el techo, sin salida.

—Ya casi… inhala y exhala, solo mantén la respiración… —susurró la partera, con voz rasposa y vieja, pero firme.

Su mano, aún en la frente de la nueva madre, temblaba. No por miedo. Sino por el peso de lo que estaba a punto de nacer.

La mujer, empapada en sudor, arqueó la espalda. El agua le subía hasta el pecho. Su boca abierta solo dejaba escapar un quejido ronco, casi un rugido apagado. El vapor le cubría el rostro como un velo, y sus dedos —blancos de tanto apretar— se aferraban al borde del barreño como si la madera pudiera detener el mundo.

Una contracción más.

La partera se inclinó. Las rodillas le crujieron como ramas secas al hacerlo. Sumergió las manos. El agua temblaba. La superficie se agitaba con un ritmo desmedido, como si algo debajo estuviera respirando… o despertando.

—Empuja —ordenó, sin levantar la voz—. Ya viene. Vamos, que ya la siento…

La madre gruñó. Un sonido bajo, casi animal. Hundió el rostro entre los brazos, temblando, y cuando lo alzó, los ojos le brillaban con una luz que no era suya.

Entonces ocurrió.

Un silencio raro, anudado. El fuego no crujió. El agua no chapoteó. La madre no respiró. Todo se encogió, como si el mundo contuviera el aliento. El agua se estiró.

Y en medio de ese vacío suspendido… la niña nació.

Pero al verla, la partera se quedó quieta. Su ceño se frunció con una preocupación seca, muda.

Era una niña muy frágil. Demasiado.

Tan pequeña, tan pálida, que parecía hecha de hilo sin tejer.

El cuerpo flotó un segundo entre las manos viejas, delgado como rama nueva. La piel se arrugaba en cada pliegue, liviana, casi sin peso. El cabello, marrón y enmarañado, se pegaba a la frente. Los dedos, diminutos y huesudos, se movían como buscando algo que no estaba.

—Llora —susurró la partera—. Llora, pequeña. Llora.

La niña parecía no responder a su petición, y el miedo de romperla con cualquier movimiento se alojaba en la partera. Con cuidado, la envolvió en una cobija tibia, protegiendo aquel cuerpo fino y pequeño, cuya piel parecía hecha de papel.

—¿Cuántas semanas tuvo de gestación?

Los padres se miraron en silencio, con un nudo que apretaba sus gargantas. Fue el padre quien finalmente rompió el silencio.

—Nació demasiado rápido... apenas veinte semanas, pantera...

La partera regresó la vista hacia la niña. El brillo de sus ojos se asomaba por los pequeños orificios de la máscara, cargado de una pena muda por lo que estaba a punto de hacer.

Sacó de su bolso una pequeña balanza. Apenas colocó el primer contrapeso, ya no pudo sostenerle la mirada.

Con manos lentas, cambió el peso. Fue bajándolo, poco a poco, hasta dar con la estimación exacta.

—Señor Chalkeon... —las palabras no querían salirle—. Su hija pesa doscientos gramos... no creo que sobreviva...

Los padres de la recién nacida la miraron con los ojos bien abiertos, congelados entre el miedo y la negación.

—Pantera... no... no puede decir eso —dijo el padre, con la voz rota, como si cada palabra se deshilachara desde la garganta.

—Discúlpeme, señor Chalkeon... pero si la niña no es capaz de llorar, no debemos alargar su sufrimien...

Como si el destino escuchara.

Como si el mundo protestara.

La recién nacida hizo ruido.

Primero fue un sollozo suave. Luego, un grito agudo. Breve. Y después, un llanto sin pausa: quebrado, débil… pero persistente. Como si protestara por las palabras de la pantera.

—Por Histor… —murmuró la partera—. Esta niña no llegó por azar. El destino la quiere viva.

La madre, aún temblando, estiró los brazos. La recibió contra el pecho, y el llanto se intensificó. No por dolor. No por hambre. Lloraba como si el mundo mismo le doliera.

—Tranquila… tranquila, mi amor… —susurró, besándole la cabeza—. Ya estás aquí.

Pero la niña no escuchaba. No podía. Solo lloraba. Y seguía llorando.

Su cuerpecito se deslizó como una raíz arrancada del barro: flaca, casi sin fuerza. La piel, aún pegada al hueso, parecía no querer quedarse. Sus dedos, largos y temblorosos. Y su cabello —ya marrón, oscuro, delgado— se pegaban a la piel de su madre. eso parecía tranquilizarla dejando de llorar.

—¿Y cómo llamarán a la pequeña?

Los padres se miraron y cada uno tomando su turno, respondieron:

—Como el hilo delgado que es… se llamará Seyl —dijo el padre, acariciando su suave pelo marrón.

—Y por el mundo que la quiso con nosotros… Moira —añadió la madre, con la voz rota y llena.

En ese momento, la bebé rió. Una risa breve, pura, como si aquel nombre fuera justo lo que esperaba. La pantera rió también, por última vez. Luego, sacó una pequeña libreta del chaleco. Con voz firme, como quien sella un pacto, dijo:

—Entonces… te llamarás Seyl Moira Chalkeon.