COMIENZO
Shanghái, 2017
El salón de baile del Waldorf Astoria brillaba con un lujo que pocas veces había presenciado en mi vida. El cálido resplandor de los candelabros caía en cascada sobre las mesas adornadas con flores frescas rojas y blancas. Todo parecía un tributo al amor y la prosperidad, aunque yo sentía que apenas podía respirar en medio de tanta riqueza.
El qipao blanco que llevaba, hecho a medida para esa noche, se ceñía a mi figura con la delicadeza del satén. Cada hilo de oro y las perlas bordadas parecían prometer fortuna y pureza. En mi muñeca, el brazalete de jade que me regaló mi abuela brillaba bajo las lámparas, como si tuviera vida propia. Ese pequeño símbolo de mi pasado se convirtió en mi protección en medio de todo ese caos.
A pesar de lo deslumbrante que era todo, mis ojos solo podían buscarlo a él, Chen Hao. Allí estaba, al otro lado del salón, rodeado de hombres mayores que reían con admiración. Su porte era imponente, su traje negro acentuaba su elegancia y cada gesto suyo parecía tener el poder de detener el tiempo. Desde donde estaba, podía percibir esa seguridad que hacía que todo girara en torno a él.
Lo miré, incapaz de apartar la vista. Durante años había soñado con este momento, aunque nunca creí que se haría realidad. En el instituto, Chen Hao era un sueño inalcanzable, un secreto que ocultaba incluso de mis amigas más cercanas.
«Nunca fuimos cercanos», pensé con amargura. Yo era invisible para él en esos años. Pero ahora… ahora era su mujer. El destino, con su inexplicable manera de actuar, se había cruzado en nuestro camino de una forma que jamás habría imaginado.
Cuando mis padres me anunciaron el matrimonio concertado, mi primer impulso fue rebelarme. ¿Casarme por negocios? Era una prisión disfrazada de ceremonia. Pero cuando escuché su nombre, todo cambió. Mi corazón dio un vuelco y mi resistencia se desmoronó. En su lugar, floreció la esperanza. La idea de pasar el resto de mi vida al lado del hombre que siempre había amado me parecía suficiente para aceptar las reglas de este juego.
Esa mañana, mientras firmaba el certificado de matrimonio, me temblaban las manos. Lo recuerdo tan vívido como si aún estuviera allí. Sentí su mano sobre la mía, firme y cálida, como si quisiera transmitirme la seguridad que me faltaba. Fue un gesto breve, pero suficiente para tener la certeza de que, tal vez, este matrimonio podía convertirse en algo real.
Mientras los invitados me felicitaban, traté de mantener la sonrisa, aunque mi corazón empezaba a sentir una inquietud que no podía ignorar. Chen Hao había sido cortés durante toda la ceremonia, pero, a medida que avanzaba la noche, noté su mirada cada vez más distante. ¿Era mi imaginación?
El anuncio del primer baile me sacó de mis pensamientos. Un asistente me indicó que debía ir al centro del salón, donde él ya me esperaba. Mi corazón latía con fuerza mientras avanzaba por el suelo de mármol, sintiendo las miradas de todos sobre mí.
—¿Lista? —su suave voz me envolvió, haciendo que el bullicio del salón desapareciera.
—Sí —logré responder, aunque mis dedos temblaban cuando sujeté su mano.
La música comenzó y nuestros cuerpos se movieron al compás. Su mano en mi cintura era firme y su proximidad hizo que el mundo a nuestro alrededor se desdibujara. Me atreví a levantar los ojos y nuestras miradas se encontraron. Había algo en su expresión, una combinación de emociones, que no lograba descifrar.
—Eres la mujer perfecta —murmuró, tan bajo que solo yo podía escucharlo.
El calor subió a mis mejillas, pero me esforcé por mantener la compostura.
—Gracias —respondí, luchando por no mostrar cuánto me afectaban sus palabras.
Sin embargo, mientras seguíamos bailando, sentí cierta rigidez en sus movimientos. Sus pasos eran precisos, pero faltaba algo. Había una distancia que no entendía. ¿Estaba cansado? ¿O había algo más que no me estaba diciendo?
Cuando la música terminó, los aplausos llenaron el salón. Chen Hao soltó mi mano con suavidad y se dirigió de regreso a la mesa, su postura impecable y su expresión tan neutral que me resultaba desconcertante. Quería acercarme a él, pero un grupo de mujeres me rodeó antes de que pudiera hacerlo.
—Xu Ai, qué envidia nos das —dijo una de ellas con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Casarte con Chen Hao… ¿cómo lo lograste?
Forcé una sonrisa, aunque sus palabras me dejaron un sabor amargo.
—El destino siempre tiene sus propios planes —contesté, manteniendo la calma.
A medida que las preguntas seguían, me sentí desconectada, como si mi mente flotara lejos del alboroto. Aunque estaba casada con el hombre que amaba, una pequeña semilla de inseguridad comenzó a germinar. «¿Será suficiente mi amor para él?», me pregunté, fingiendo escuchar sus comentarios triviales.
Regresé a la mesa y lo vi sosteniendo una copa de vino. Parecía concentrado en una conversación que yo no podía oír, su expresión fría e impenetrable. Un vacío inexplicable se apoderó de mí.
«Voy a hacer que este matrimonio funcione», me prometí. «No importa cuánto tiempo lleve ni cuántos obstáculos tenga que superar».
Cuando la noche llegó a su fin y subimos al coche que nos llevaría a casa, lo miré de reojo. Su postura seguía siendo perfecta, pero su expresión distante no cambió. Deseé tener el valor de preguntarle qué estaba pensando, pero me contuve.
Apoyé la cabeza en la ventanilla y dejé escapar un suspiro. Cerré los ojos, intentando calmar mi mente. Aunque una tristeza silenciosa se instaló en mi pecho, también llevaba conmigo una determinación inquebrantable: encontrar la forma de convertir esa unión en algo real.
*****
El murmullo de las conversaciones llenaba el salón, pero para mí era solo ruido de fondo. Mi atención oscilaba entre las palabras vacías de los empresarios que me rodeaban y las miradas fugaces que le dirigía a Xu Ai. Se movía entre los invitados con una gracia que parecía innata. Su vestido blanco brillaba bajo las luces del salón y el brazalete de jade en su muñeca parecía un símbolo de pureza que resaltaba su belleza. Era la imagen de la perfección.
Había deseado este día más de lo que estaba dispuesto a admitir. Cuando mis padres me hablaron del matrimonio arreglado, lo acepté con la indiferencia de alguien que está acostumbrado a cumplir con las expectativas familiares. Pero todo cambió el día que escuché su nombre: Xu Ai. Recordé los días en el instituto, cuando la veía pasar con su sonrisa tímida y su pelo recogido. En aquel entonces, jamás habría imaginado que llegaría a ser mi mujer. Ahora lo era.
—Señor Chen, permítame felicitarlo una vez más —dijo uno de los empresarios, inclinando ligeramente la cabeza.
—Gracias —respondí con una sonrisa comedida, el gesto automático de alguien que lleva toda su vida practicando la perfección social.
Por dentro, mi pecho latía con fuerza. Necesitaba un momento para mí, algo que me permitiera calmar el caos interno que Xu Ai me provocaba. Con un leve asentimiento, me disculpé y me dirigí hacia los pasillos que llevaban a los baños privados del hotel. Mis pasos resonaban en el mármol y el eco me brindaba una calma momentánea. Cerré la puerta tras de mí y me apoyé en el lavabo, dejando escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.
Me miré en el espejo. Mis ojos reflejaban algo que rara vez veía : felicidad. Nunca imaginé que un matrimonio arreglado pudiera significar algo más que una obligación. Pero Xu Ai… ella había cambiado todo. Por un momento, me permití disfrutar de ese sentimiento. Cerré los ojos, intentando grabar en mi memoria esa paz que apenas experimentaba.
Entonces, una voz al otro lado de la puerta interrumpió mis pensamientos.
—Lo conseguiste —comentó una mujer, su tono impregnado de satisfacción.
Fruncí el ceño y permanecí inmóvil. Reconocí la voz, aunque al principio no estaba seguro de a quién pertenecía. Fue la respuesta que siguió la que despejó cualquier duda.
—Claro que lo conseguí —dijo la madre de Xu Ai con un orgullo que me resultó desagradable—. ¿Es que lo dudabas? Todo estaba perfectamente calculado.
Mi corazón se detuvo un instante y luego comenzó a latir con fuerza, pero esta vez no de felicidad. Me acerqué lentamente a la puerta, pegándome a ella para escuchar mejor.
—¿Y tu hija? —preguntó la otra voz, cargada de curiosidad.
—¿Xu Ai? No podía estar más feliz. ¿Qué joven no querría casarse con un hombre como Chen Hao? Es guapo, poderoso y con este matrimonio hemos asegurado nuestra posición. Además, ella misma lo aceptó rápidamente. Sabía lo que significaba para nuestra familia. Y no nos engañemos, mi hija siempre ha tenido grandes aspiraciones. Este matrimonio le da el poder que siempre quiso.
La risa que siguió a sus palabras me golpeó como una bofetada. Retrocedí un paso, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. «¿Es esto lo que en realidad piensa Xu Ai? ¿Es eso lo que quiere? ¿Poder?», me pregunté mientras una mezcla de ira y dolor se apoderaba de mí.
Volví al salón, pero todo parecía diferente. Los murmullos de los invitados y las luces brillantes eran como un eco lejano. Solo ella permanecía clara, allí, al otro lado del salón. Me miró con una sonrisa que antes habría llenado mi pecho de calidez, pero que ahora se sentía vacía. Falsa.
Me senté en mi sitio, tomé una copa de vino y, girándola entre mis dedos, intenté calmar mi mente. Xu Ai no tardó mucho en acercarse, con esa elegancia que me había fascinado. Pero ya no podía mirarla de la misma manera.
—¿Estás bien? —me preguntó, con verdadera preocupación.
Dejé la copa en la mesa con un movimiento controlado y levanté la mirada para encontrarme con sus ojos.
—No hace falta que te esfuerces —dije, mi voz era tan fría como el cristal que sostenía—. Somos un matrimonio solo de nombre, Xu Ai. No tienes que fingir ningún tipo de afecto hacia mí.
Vi que retrocedía un paso, sorprendida. Antes de que pudiera responder, cogí la botella de vino y llené mi copa hasta el borde.
—Desde ahora, eres la señora Chen. Pero eso es todo lo que obtendrás de mí.
Las palabras salieron de mi boca con una precisión quirúrgica. Percibí que algo en ella se rompía, aunque no dejó que se notara demasiado. Di un largo trago a mi copa y aparté la vista. No podía soportar su expresión.
A medida que avanzaba la noche, las palabras de su madre continuaron resonando en mi mente, cada una alimentando el dolor y el orgullo herido que ahora dominaban mi corazón.
Antes de subir al coche que nos llevaría a casa, me fijé en el anillo que llevaba en el dedo. Lo giré lentamente, sintiendo como su peso se transformaba en una cadena. Al sentarme junto a Xu Ai, el silencio entre nosotros era tan pesado que apenas podía respirar.
Las luces de Shanghái parpadeaban a través de la ventanilla, pero para mí todo estaba cubierto de sombras. Cerré los ojos y tomé una decisión. «Si este matrimonio es un juego, entonces yo también jugaré. Pero no voy a ser el que pierda».
CAPÍTULO 1
Shanghái, 2018
El silencio era la banda sonora de mi vida. En la inmensidad de la casa que compartía con Chen Hao, cada rincón parecía amplificar esa quietud, haciéndola aún más pesada. Anduve por el comedor, revisando los últimos detalles de la mesa que había preparado con tanto esmero. Las velas reflejaban una luz cálida que iluminaba la porcelana blanca, todo dispuesto con la precisión de quien busca aferrarse a algo, aunque sea la ilusión de una noche especial.
Había pasado horas cocinando. La idea de preparar algo excepcional fue lo único que me impulsó a seguir durante el día. Elegir los ingredientes, picar las verduras, condimentar con cuidado… Cada paso había sido una distracción, un escape de los pensamientos que, inevitablemente, me asaltaban cuando estaba sola, lo cual era casi siempre. Mi mente trabajaba en silencio, tejiendo escenarios en los que su mirada se posaba en mí con algo más que cortesía.
Mientras ajustaba una servilleta, mis ojos observaron el reloj de pared. Marcaba las nueve y media de la noche. Había servido la cena a las ocho, convencida de que Chen Hao llegaría a tiempo. No lo había visto en todo el día, pero me aferré a la esperanza de que esta vez, al menos por una noche, las cosas serían diferentes.
«Casi un año», pensé, dejando escapar un suspiro que resonó en el comedor vacío. Once meses y medio habían pasado desde que nos casamos y, aunque en público nuestro matrimonio parecía perfecto, en la intimidad de nuestro hogar no era más que una farsa. Chen Hao era cariñoso y atento cuando estábamos rodeados de gente, pero en privado su actitud cambiaba drásticamente. Y yo... yo estaba atrapada en ese contraste.
Recordé con claridad la primera noche de nuestro matrimonio. Fue todo lo que había soñado y más. La calidez de su toque, la intensidad con la que me miraba… Por un momento, creí que el amor que sentía por él sería correspondido. Pero, al amanecer, desperté sola en la cama. Hao se había marchado sin decir una palabra y, cuando lo busqué, descubrí que había instalado sus cosas en una de las habitaciones del ala este de la casa.
Desde entonces, las noches habían sido solitarias. Solo nos cruzábamos durante momentos ocasionales y esas interacciones eran breves y superficiales, cargadas de silencios que hablaban más que cualquier palabra. Intenté entenderlo, justificar su comportamiento como una barrera que él había levantado para protegerse de algo que yo no lograba comprender. Pero con cada día que pasaba, mi esperanza se debilitaba un poco más, como una vela consumiéndose en un cuarto sin ventilación.
Lo peor fue el silencio durante los dos meses que estuvo fuera por negocios. Ni siquiera me avisó antes de irse. Ni una llamada, ni un mensaje para decirme que estaría fuera del país. Fue en las noticias donde lo vi por primera vez, en un evento en Londres, rodeado de empresarios y socialités. A pesar de la distancia física, su frialdad seguía recordándome lo lejos que estaba de mí, incluso cuando compartíamos el mismo techo.
El reloj marcó las diez y, finalmente, decidí sentarme a la mesa. Me serví un poco de sopa, aunque mi apetito había desaparecido hacía horas. Di un par de bocados, pero el nudo en mi estómago hacía que cualquier intento de comer fuera inútil.
Me quedé mirando el lugar vacío, el asiento donde esperaba verlo. Una parte de mí sabía que su ausencia no era una sorpresa, pero eso no hacía que doliera menos. «¿Qué estoy haciendo mal?», me pregunté, sintiendo como la tristeza comenzaba a invadirme. Entré en ese matrimonio con la esperanza de construir algo real, pero cada día que pasaba sentía que él me mantenía a una distancia insalvable.
Al final, recogí los platos y los llevé a la cocina. Mientras lavaba los utensilios, las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a deslizarse por mis mejillas. Sequé cada uno con cuidado, como si esa tarea pudiera distraerme de la soledad que sentía, pero el vacío en mi interior no se llenaba.
Cuando terminé, apagué las luces y subí a mi dormitorio. El pasillo que llevaba a mi habitación parecía interminable, un reflejo de la distancia emocional que percibía entre nosotros. Al entrar, cerré la puerta y me dejé caer en la cama, agotada no solo física, sino también emocionalmente.
Miré al techo, dejando que los pensamientos me abrumaran. Recordé los momentos en los que creí que mi amor sería suficiente, las noches en las que soñaba con un futuro juntos, con la esperanza de que, algún día, Hao me permitiera entrar en su corazón. Pero esa noche, como tantas otras, me di cuenta de que estaba luchando sola.
Me giré hacia un lado y abracé una de las almohadas, buscando consuelo en la suavidad del tejido. «No voy a rendirme», me prometí, aunque mi propia voz interior sonaba más débil que nunca. «No importa cuánto tarde, voy a ganarme su amor».
Con ese pensamiento, cerré los ojos, dejando que el cansancio me venciera. Pero incluso en mis sueños, la sombra de mi soledad parecía acompañarme.
*****
La noche había caído, envolviendo la ciudad en un silencio roto solo por el lejano sonido de los coches. Apagué el motor frente a la casa y me quedé inmóvil, con las manos firmes en el volante, mirando la enorme puerta de madera. Era como un recordatorio constante de todo lo que intentaba evitar y no podía ignorar.
Respiré hondo, dejando que el aire frío llenara mis pulmones, con la esperanza de calmar la tensión acumulada en mis hombros. Pero fue inútil. Cada respiración parecía añadir más peso en vez de aliviarlo. Finalmente, con un movimiento brusco, cogí mi maletín del asiento del copiloto y abrí la puerta del coche. Salí, cerrándola de un portazo cuyo eco rompió la calma del barrio. Caminé hacia la entrada con pasos firmes, manteniendo la mirada fija en el suelo, como si evitar mirar la casa pudiera aliviar el peso de mis pensamientos.
Empujé la puerta y me recibió la oscuridad habitual. A pesar de su inmensidad, la casa siempre parecía vacía, carente de vida. No había luces encendidas para guiarme, ni sonidos que sugirieran que alguien me esperaba. Cerré la puerta detrás de mí, dejando el maletín sobre el sofá del vestíbulo sin prestar atención a su destino.
Mis pasos me llevaron al botellero. Cogí una copa de cristal y la llené con whisky, observando el líquido ámbar arremolinarse en el fondo. Di un sorbo antes de dirigirme a la cocina, un lugar que casi nunca visitaba, pero que esa noche me llamaba con una curiosidad involuntaria. El leve olor a especias y comida casera aún flotaba en el aire. Al entrar, mi mirada cayó sobre el fregadero. Los platos recién lavados y apilados con cuidado eran un recordatorio silencioso de los constantes esfuerzos de Xu Ai, siempre presente de una forma que no pedí.
Rechiné los dientes, sintiendo que mi humor se ennegrecía. Siempre era lo mismo. Ella actuaba como si fuéramos un matrimonio real, como si hubiera algo entre nosotros más allá de un acuerdo vacío. Caminé hacia la encimera y encontré un plato cubierto con plástico transparente. Lo destapé y vi un estofado que aún conservaba algo de calor. «Sigue intentándolo», pensé con una combinación de amargura y algo que no quería admitir.
De un trago, vacié la copa y la dejé con un golpe seco sobre la encimera. «¿Qué necesita para darse cuenta de que esto no tiene futuro?», me pregunté mientras la frustración crecía en mi interior. Había firmado el acuerdo de divorcio la misma noche de bodas, frente a ella, dejando claro que no quería este matrimonio. Pero Xu Ai, con esa sonrisa ingenua y esos ojos brillantes, había pensado que bromeaba. Tal vez incluso que podía cambiarme.
El recuerdo me enfureció aún más. Había sellado mi destino esa noche al dejarme llevar por emociones que había jurado ignorar, consumando un matrimonio que no deseaba. Y al amanecer, incapaz de enfrentar las contradicciones en mi mente, me fui a otra habitación. Desde entonces, había hecho todo lo posible por mantener la distancia, mostrando con cada gesto que no había lugar para ella en mi vida.
Subí las escaleras con pasos firmes, dejando atrás la penumbra del primer piso. La única luz provenía del débil resplandor de la luna que se filtraba a través de las ventanas del pasillo. Mis ojos se detuvieron en la puerta de su dormitorio.
Debería haberla ignorado. Debería haber seguido hacia mi habitación como hacía siempre. Pero mis pies parecían tener otros planes. Caminé hacia la puerta y la abrí con cuidado, espiando dentro.
Allí estaba Xu Ai, dormida en el centro de la cama, abrazada a una almohada. Su cara, relajada por el sueño, irradiaba una paz que me desconcertaba. Por un instante, sentí algo cálido en el pecho. Era la mujer que había admirado desde el instituto, la misma que ahora yacía tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Pero esa calidez desapareció rápidamente, reemplazada por una oleada de ira. La odiaba. Odiaba que su mera presencia me afectara, que su resistencia constante hiciese que mis muros se tambalearan. Esto debería ser fácil. Debería cansarse de mi trato frío y marcharse. Pero no. Xu Ai seguía allí, como una sombra persistente que no podía borrar.
Sin cerrar la puerta para no despertarla, me di la vuelta y caminé hacia mi propia habitación. Una vez dentro, me deshice del traje, dejándolo caer sobre el respaldo de una silla. Entré al baño y abrí la ducha, dejando que el agua caliente golpeara mi piel con fuerza. Cerré los ojos, esperando que el calor disipara algo del peso que llevaba. Pero no importaba cuánto lo intentara; su imagen seguía siendo cada vez más clara.
Cuando terminé, con una toalla alrededor de la cintura, miré la cama. Una cama grande, impecablemente hecha, pero tan vacía como todo lo demás en mi vida. Dejé escapar un suspiro, haciendo que el eco llenara la habitación.
«Un año», pensé, dejando caer la toalla y poniéndome el pijama. Pronto se cumpliría un año desde que dormía solo, rodeado de una frialdad que parecía consumirlo poco a poco.
Me dejé caer en la cama y el colchón cedió bajo mi peso. Encendí el móvil para poner la alarma, asegurándome de que sonara antes de las seis. Cerré los ojos, buscando desesperadamente algo de descanso. Pero, como cada noche, los pensamientos no me dejaban en paz.
«¿Cuándo te rendirás, Xu Ai?», pensé, cuando el sueño finalmente me reclamó, aunque sabía que en él tampoco encontraría la respuesta.
CAPÍTULO 2
El coche negro se detuvo suavemente frente a la imponente mansión de los Chen. Desde mi asiento, observé como las luces de los faroles realzaban el diseño majestuoso de la entrada principal, con sus columnas blancas y el jardín impecablemente cuidado. No importaba cuántas veces hubiera estado allí, aquella casa siempre despertaba en mí una mezcla de asombro y opresión.
Hao salió primero, como hacía siempre que estábamos en público, y rodeó el vehículo para abrir mi puerta. Me extendió la mano con ese gesto impecable que lo caracterizaba, tan calculado como su traje. Miré sus dedos, firmes y seguros, antes de aceptar su ayuda.
—Gracias —murmuré, tratando de mantener mi voz neutral.
El contacto con su piel me provocó una descarga de emociones que me esforcé por disimular. No sabía por qué, pero incluso el más leve toque de Hao tenía la capacidad de desarmarme. Sin embargo, él no pareció notarlo; su atención estaba fija en la entrada de la mansión, su cara tan impasible como siempre.
Caminamos juntos hacia la puerta principal, nuestros pasos perfectamente sincronizados. Desde fuera, debíamos parecer una pareja perfecta: su porte impecable y mi qipao azul pálido se complementaban con una armonía engañosa. Sin embargo, cada paso me recordó la distancia emocional que nos separaba, una que parecía crecer con el tiempo.
La puerta se abrió antes de que pudiéramos llamar y la madre de Hao apareció en el umbral, vestida con un elegante cheongsam en tonos pastel. Su cálida sonrisa me tomó por sorpresa, pero lo que me confundió fue la intensidad con la que me miró.
—Ai, querida, qué alegría verte —dijo, extendiendo las manos hacia mí.
Por un instante, sentí que mi respiración se detenía. Aunque había estado allí varias veces, su entusiasmo me desconcertó. Aún no estaba acostumbrada a ser recibida con tanta familiaridad.
—Gracias, señora Chen —respondí con una leve inclinación de cabeza, esforzándome por sonar agradecida.
El padre de Hao apareció detrás de ella, con una expresión más reservada, pero igualmente cordial. Su saludo fue un simple asentimiento, pero sus ojos transmitían algo más: una silenciosa aprobación que no esperaba recibir tan pronto.
—Pasad, la cena está lista —dijo con un tono firme, gesticulando hacia el comedor.
Entré siguiendo a Hao y, como siempre, me impresionó la elegancia que impregnaba cada rincón de la casa. Las paredes estaban decoradas con una combinación de arte tradicional y moderno, un reflejo de la riqueza y el legado de los Chen. Cruzamos por un pasillo donde colgaban fotografías familiares, imágenes congeladas en el tiempo que mostraban momentos de alegría y orgullo. Me detuve un segundo frente a una de ellas: Hao, aún un niño, sostenía un trofeo de tenis mientras sonreía con entusiasmo. Aquella calidez en su expresión era tan diferente del hombre que tenía a mi lado que me resultaba difícil reconciliar ambas imágenes.
—Es una de mis favoritas —comentó la madre de Hao, acercándose para observar la foto conmigo—. Era tan feliz en esos días.
—Es una foto hermosa —le respondí con una sonrisa educada, aunque por dentro me sentía como una intrusa, alguien que no pertenecía a aquel mundo.
Cuando llegamos al comedor, la mesa estaba impecablemente puesta. Vajilla de porcelana, copas de cristal y una lámpara de araña dorada que bañaba todo con una luz suave. Me senté junto a Hao, ajustando mi postura automáticamente, un hábito adquirido durante meses de perfección forzada. La conversación comenzó con comentarios ligeros: la madre de Hao me preguntó por mis actividades diarias, mientras su padre dirigía sus preguntas hacia Hao y el estado de la empresa familiar. Aunque ambos parecían genuinamente interesados, no podía evitar sentir que cada palabra que pronunciaba debía ser cuidadosamente medida.
Intenté ignorar el malestar que crecía en mi pecho, pero me resultaba imposible. Cada gesto, cada mirada, se sentía como una actuación cuidadosamente ensayada. A medida que la cena avanzaba, mi mirada se desvió de nuevo hacia las fotografías en la pared, como si buscara respuestas entre aquellas sonrisas congeladas. «¿Alguna vez seré parte de esto?», me pregunté, sintiendo como la tristeza se instalaba en mi interior.
De repente, noté la mirada de Hao sobre mí. Sus ojos oscuros me observaban con una mezcla que no podía descifrar. Antes de que pudiera decir algo, una sirvienta apareció en la puerta para anunciar que el té estaba servido en la salita.
Nos levantamos y, como al llegar, Hao me extendió la mano. Dudé por un instante antes de aceptar su gesto, pero esta vez sentí algo diferente. Su toque, aunque firme, parecía contener una suavidad que no esperaba. Caminamos hacia la salita, rodeados por la calidez del ambiente, pero por dentro, la presión de mantener aquella fachada perfecta comenzaba a agotar mis fuerzas.
*****
La salita era un espacio que había conocido toda mi vida. Su decoración, una mezcla de modernidad y tradición, reflejaba perfectamente la filosofía de mis padres: honrar el pasado mientras se avanzaba hacia el futuro. En la mesa baja de madera oscura había un juego de té de porcelana fina que mi madre había heredado de mi abuela y las paredes estaban adornadas con pinturas de paisajes que siempre me habían parecido demasiado solemnes. Era un lugar familiar, pero, en ese momento, sentí que pertenecía a un mundo en el que ya no encajaba.
Xu Ai estaba sentada a mi lado, su postura tan impecable como siempre. El qipao que llevaba resaltaba su elegancia natural, pero yo sabía que detrás de esa imagen perfecta había una tensión que solo podía percibir porque la conocía demasiado bien. Mis padres estaban frente a nosotros, mi madre con una cálida sonrisa y mi padre con su habitual compostura, ambos representando la misma apariencia de perfección que yo había aprendido a imitar desde niño.
Mi madre sirvió el té con movimientos calculados, cada gesto impregnado de una delicadeza que siempre admiré en ella. Extendió una de las pequeñas tazas hacia Ai con una expresión maternal.
—Ai, querida, he oído que has estado muy ocupada ayudando a Hao a mantener todo en orden en casa —comentó mientras le entregaba la taza.
Ella aceptó la taza con ambas manos, como dictaba la etiqueta, y respondió con una sonrisa que habría convencido a cualquiera menos a mí.
—Sí, hago lo que puedo. Es un honor ser parte de esta familia y apoyar a mi marido —dijo con una voz perfectamente modulada.
Sus palabras, aunque impecables, sonaron vacías a mis oídos. Observé el leve temblor en sus manos mientras sostenía la taza y, aunque nadie más pareció notarlo, me fue imposible ignorarlo. Extendí mi mano hacia la suya y la cubrí con la mía en un gesto que, para mis padres, seguramente parecía protector. Pero cuando nuestras pieles se rozaron, sentí que ella se tensaba ligeramente, como si mi tacto la hubiera lastimado.
—Ai es muy diligente —dije con un tono suave pero firme, rompiendo el silencio.
Sabía que esas palabras reforzaban nuestra imagen de matrimonio ideal, pero también sabía que, para ella, no significaban nada. La conversación continuó entre mis padres y Ai, girando en torno a temas triviales y preguntas educadas que todos sabíamos que no tenían ningún propósito más allá de llenar el silencio. A veces, miraba a Ai, buscando en su cara alguna señal de lo que realmente sentía, pero su habilidad para ocultar sus emociones era tan impecable como su postura.
Cuando terminó el té, mis padres nos acompañaron hasta la puerta para despedirnos. Mi madre abrazó a Ai con calidez ,y aunque ella devolvió el gesto, pude notar que su cuerpo permanecía rígido. Era algo que solo alguien que la conocía tan bien como yo podría notar.
La ayudé a entrar en el coche, sosteniendo su mano mientras se acomodaba en el asiento. Durante un breve instante, nuestras miradas se encontraron, pero ella apartó la mirada rápidamente hacia la ventana. Me senté a su lado y cerré la puerta, dejando que el silencio llenara el espacio entre nosotros.
—Tengo que volver a la empresa —dije.
Ella no respondió, pero pude ver por el rabillo del ojo como su postura se volvía aún más rígida. Su mirada permaneció fija en el paisaje que pasaba rápidamente y su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.
Detuve el coche frente a nuestra casa y, antes de que pudiera moverme, Ai abrió la puerta y salió con pasos rápidos. La observé mientras caminaba hacia la entrada y su figura desapareció en la penumbra de la mansión. Me quedé sentado por un momento, con la mano apoyada sobre el volante, procesando lo que acababa de suceder.
La velada había transcurrido a la perfección según los estándares de mi familia. Pero yo sabía que era solo una fachada, una mentira cuidadosamente construida que ambos sosteníamos con una dolorosa precisión.
Encendí el motor y me dirigí hacia la oficina. Aunque ya era tarde, prefería perderme en el trabajo que enfrentar el vacío de nuestra casa. Mientras conducía, mis pensamientos volvieron a Ai. Recordé como había sostenido la taza de té, como había comido el calabacín sin protestar, a pesar de saber que lo detestaba. Su capacidad para interpretar el papel de la mujer perfecta era admirable, pero sabía que detrás de esa apariencia había una tristeza que no podía ignorar.
Llegué al edificio y apagué el motor, permaneciendo sentado en la oscuridad. Cerré los ojos y respiré hondo, intentando ignorar la sensación de opresión en mi pecho. Por un momento, me permití preguntarme cuánto tiempo más podríamos seguir así. Ambos sabíamos que no podíamos mantener esa mentira para siempre, pero no tenía idea de qué manera romper el ciclo.
CAPÍTULO 3
El mensaje llegó temprano esa mañana, tan seco y directo como una orden. Deslicé el dedo por la pantalla de mi teléfono para abrir la notificación:
«Esta noche, gala en el Ritz-Carlton a las siete. Ponte algo apropiado».
No había saludo ni despedida. Solo instrucciones, como si yo fuera una subordinada más de la extensa plantilla del Tianlong Group y no su mujer. Dejé el teléfono sobre la mesa con un suspiro, tratando de ignorar el vacío que crecía en mi pecho.
Me dirigí a la habitación que había reclamado como mi santuario personal, lejos de la indiferencia que impregnaba cada rincón de la casa. Ese espacio, apartado del resto, se había convertido en mi único remanso de paz. Entre las telas de diferentes texturas y colores apiladas en una esquina y los bocetos que llenaban la mesa, podía perderme en un mundo donde mis pensamientos no pesaran tanto.
Frente al maniquí que sostenía un vestido negro sin terminar, ajusté la costura con dedos hábiles. Lo había diseñado semanas atrás, pensando en una ocasión especial que nunca llegó. Ahora, ese vestido sería mi escudo.
«Algo apropiado», pensé, recordando las palabras del mensaje. Una punzada de orgullo me recorrió al pensar que él no tenía idea de que todos los vestidos que lucía en esos eventos eran creados por mí. No era solo una cuestión de diseño; cada puntada era una pequeña declaración de independencia en una vida donde todo lo demás parecía fuera de mi control.
Mientras cosía los detalles finales, mi mente divagó hacia las galas anteriores. Siempre eran lo mismo: una entrada impecable, comentarios superficiales y sonrisas vacías. Mi papel era claro y cumplirlo significaba mantener la imagen de un matrimonio perfecto que ambos sabíamos que no existía. Pero últimamente, el precio de esa actuación parecía más alto.
Cuando terminé, me probé el vestido frente al espejo. La seda negra caía con suavidad, ajustándose perfectamente a mi cuerpo, resaltando mi figura sin ser ostentosa. Observé mi reflejo por un momento, recordando que soñaba con diseñar para mujeres que quisieran sentirse hermosas y seguras. Ahora, ese sueño parecía tan lejano como la posibilidad de tener un matrimonio real.
A las seis y media bajé al salón con el vestido recién terminado, el pelo recogido en un moño bajo y un par de pendientes discretos. Hao estaba junto a la puerta, con los ojos fijos en su teléfono. Cuando levantó la vista y me vio bajar las escaleras, sus ojos se detuvieron en mí un instante más largo de lo habitual.
—Estás lista —dijo simplemente, con la voz carente de emoción.
Asentí, acostumbrada a su indiferencia. Lo seguí hasta el coche, donde, como era su costumbre en público, me abrió la puerta, ofreciéndome su mano.
El trayecto al Ritz-Carlton fue silencioso. Él estaba absorto en su teléfono mientras yo miraba por la ventana, observando las luces que danzaban en los cristales del coche. En mi mente, repasaba como debía comportarme esa noche y como debía mantener la sonrisa, aunque cada palabra que escuchara me hiriera un poco más.
Cuando llegamos al hotel, Chen salió primero, rodeó el coche y abrió mi puerta. Sus gestos eran impecables, tan ensayados como las sonrisas que yo tenía que ofrecer. Me cogió de la mano y me ayudó a bajar, como si realmente le importara.
Las luces y los flashes nos recibieron en la entrada. Periodistas y fotógrafos capturaban cada movimiento, mientras que los nombres de los invitados más destacados eran anunciados con pompa. Sabía que mi vestido llamaría la atención, pero eso no me producía satisfacción. Mi talento seguía siendo un secreto que nadie parecía notar y eso incluía a mi marido.
—El señor y la señora Chen —anunció alguien al entrar al salón principal.
El lugar era deslumbrante. Las lámparas brillaban como estrellas, las mesas estaban adornadas con centros de flores exóticas y el sonido de la música clásica llenaba el aire. Todo parecía diseñado para impresionar, pero para mí era solo otra escena en la obra que debía interpretar.
Hao me cogió de la mano otra vez y me llevó hacia un grupo de hombres que estaban charlando animadamente. Mantuve mi sonrisa mientras me presentaba como su mujer, escuchando los cumplidos sobre mi belleza y elegancia.
—Es un placer conocerla. El señor Chen tiene mucha suerte de tener a alguien como usted a su lado —dijo uno de los hombres, inclinándose ligeramente.
—El placer es mío —respondí con cortesía.
Pero dentro de mí, algo se rompió con cada palabra. Sabía que me veían como una extensión de Hao, una mujer decorativa cuyo único propósito era realzar su imagen.
Después de unos minutos, Chen se excusó para hablar de negocios con sus socios, dejándome sola junto a una mesa. Lo vi alejarse, sintiendo el vacío que dejaba a su paso.
Cogí una copa de vino de una bandeja cercana y me dirigí hacia una esquina menos concurrida del salón. Desde allí, podía observar a los invitados moverse con gracia, como piezas de un tablero de ajedrez. Mis ojos se detuvieron en él. Conversaba animadamente con otro grupo de hombres, su sonrisa perfecta, su postura relajada.
Por un instante, recordé como lo admiraba en el instituto. Había sido tan seguro de sí mismo, tan carismático. Pero ahora, esa misma confianza parecía una barrera que me mantenía lejos de él.
—Ai, querida, siempre es un placer verte en estos eventos —dijo una voz detrás de mí, sacándome de mis pensamientos.
Me giré y le dediqué una sonrisa a la señora Zhang, una conocida de la familia Chen que siempre encontraba la manera de hacerme sentir inferior.
—Gracias, señora Zhang.
—Ese vestido es impresionante. ¿Dónde lo compraste? —preguntó, recorriendo con la mirada cada detalle del diseño.
Dudé un momento antes de responder:
—Es algo que encontré hace un tiempo.
Era más fácil mentir que explicar su verdadero origen.
Cuando finalmente me quedé sola, dejé escapar un suspiro y me retiré a un rincón más apartado del salón. Allí, lejos de las miradas, permití que mi fachada se resquebrajara por un momento. Miré mi vestido, tocando la tela que había elegido con tanto cuidado y me pregunté cuánto tiempo más podría seguir mintiendo.
******
El mensaje que le envié a Ai esa mañana fue breve y directo, como todos los que intercambiábamos. No sentí la necesidad de adornar mis palabras; ambos sabíamos lo que se esperaba de nosotros. Mientras revisaba los correos desde mi oficina, pensé en la gala de esa noche. Era un evento clave para fortalecer relaciones con algunos socios importantes del Tianlong Group y ella, con su porte impecable, siempre era una ventaja en ese tipo de situaciones.
Sin embargo, algo en mí se revolvió al pensar en nuestro papel esa noche. Sabía que me detestaba, aunque nunca lo dijo en voz alta. Lo veía en la rigidez de sus hombros cuando estábamos juntos, en la forma en que sus sonrisas parecían ensayadas.
La tarde pasó rápidamente y, antes de darme cuenta, el reloj marcó las cinco y media. Apagué el ordenador y me dirigí a casa para prepararme. Al llegar, revisé automáticamente los detalles del evento, pero mi mente se desvió hacia ella. ¿Qué estaría haciendo en ese momento?
Cuando bajó por las escaleras, levanté la vista. Mi respiración se detuvo por un instante. Lucía un vestido negro que caía como un río de seda, perfectamente moldeado a su figura. Había algo en su porte, en la forma en que sus ojos evitaban los míos, que me desarmó.
—Estás lista —dije, rompiendo el silencio.
Era lo único que podía permitirme decir. No podía admitir lo que realmente pensaba, ni el efecto que verla así tenía en mí. Había pasado demasiado tiempo enterrando esas emociones para desenterrarlas ahora.
El trayecto al Ritz-Carlton fue silencioso, como siempre. Fingí revisar correos en mi teléfono, pero mi mente estaba ocupada repasando los movimientos de la noche. Sabía exactamente a quién debía saludar primero y cómo debía manejar las conversaciones. Todo estaba planeado, excepto la incomodidad que crecía dentro de mí al estar a su lado.
Cuando llegamos al hotel, salí primero y rodeé el coche para abrirle la puerta. Era un gesto que había repetido tantas veces que debería sentirse automático, pero esta vez, cuando sentí sus dedos rozar los míos, una corriente extraña recorrió mi cuerpo.
Los flashes y las miradas nos recibieron al entrar al salón. Caminé con ella a mi lado, consciente de como los ojos de todos se posaban en nosotros. Sabía lo que pensaban: éramos la pareja ideal. Poderosos, elegantes e intocables. Pero detrás de esa imagen perfecta, sentí que algo se desmoronaba.
—El señor y la señora Chen —anunció alguien y me preparé para la actuación.
Guiándola hacia un grupo de socios, la presenté con mi habitual calma y confianza. Todos la admiraban y no podía culparlos. Ai era el complemento perfecto para mí, aunque la distancia entre nosotros fuera cada vez más evidente.
—Es un placer conocerla. El señor Chen tiene mucha suerte de tenerla a su lado —dijo uno de los hombres, estrechándole la mano.
Sonreí, pero no dije nada. Las palabras del hombre resonaron en mi mente con una ironía amarga. ¿Suerte? Si tan solo supieran lo que realmente pasaba entre nosotros.
Después de un rato, me excusé para hablar con otros socios. La dejé junto a una mesa, pero cuando me alejé no pude evitar mirarla de reojo. La vi tomar una copa de vino y mirar alrededor, como si buscara una salida. Había algo en su postura, en la forma en que sostenía la copa con dedos tensos, que me hizo sentir culpable.
Mientras hablaba con mis socios, mis ojos seguían regresando a ella. Xu Ai era un enigma, una mujer que parecía tan fuerte y tan vulnerable al mismo tiempo. Había momentos en los que quería acercarme, decirle que no tenía por qué ser así. Pero cada vez que lo pensaba, recordaba aquella conversación que había envenenado todo desde el principio.
«Solo quiere el poder que este matrimonio le da», me repetí, apretando ligeramente los labios mientras fingía escuchar a uno de los socios.
Desde la distancia, vi a la señora Zhang acercarse a ella. Reconocí la sonrisa afilada y la lengua venenosa de la mujer al instante. Observé su breve interacción y, aunque no podía oír lo que decían, vi el leve temblor en los labios de Xu Ai cuando la mujer se alejó.
Por un instante, sentí el impulso de ir hacia ella, de preguntarle qué había pasado. Pero me detuve. «No es mi problema», me dije, volviendo mi atención a la conversación que tenía frente a mí.
Sin embargo, mis pensamientos no me dejaban en paz. Desde mi posición, vi a Xu Ai se retiraba a un rincón más apartado del salón. Era una escena que había presenciado muchas veces, pero esta vez algo en mi interior se rebeló.
«¿Por qué sigues aguantando esto?», me pregunté, sin saber si la pregunta iba dirigida a ella o a mí.
Cuando la gala llegó a su fin, volví a mi papel. Caminé hacia ella y le ofrecí mi mano para ayudarla a levantarse. Ai aceptó, con la misma sonrisa distante que había mantenido toda la noche.
El trayecto de regreso a casa fue tan silencioso como el de ida. Me recosté en el asiento, mirando las luces de la ciudad pasar por la ventana. Quería decir algo, cualquier cosa, pero las palabras parecían atascadas en mi garganta.
Cuando el coche se detuvo frente a la mansión, ella salió antes de que el chófer pudiera abrirle la puerta. Sus pasos rápidos resonaron en la noche mientras desaparecía bajo las luces del porche. Me quedé en el asiento trasero, tamborileando los dedos contra el reposabrazos con una inquietud que no podía controlar.
—Señor Chen, ¿debería volver mañana a la misma hora? —preguntó el chófer.
Permanecí en silencio un instante, mirando hacia la puerta cerrada de la casa como si esperara verla reaparecer. Pero, por supuesto, no lo hizo.
—Llévame a la oficina —ordené al fin, con un tono seco que no dejaba lugar a discusión.
El coche se puso en marcha, deslizándose por las calles de Shanghái. Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento, dejando que las luces de la ciudad parpadearan en mis ojos. Era curioso que incluso las avenidas más bulliciosas podían parecer vacías cuando mi mente estaba atrapada en la misma imagen: Xu Ai sentada sola en un rincón del salón, con la tristeza claramente dibujada en sus ojos.
CAPÍTULO 4
Ajusté mis pendientes frente al espejo y deslicé los dedos por el vestido que había confeccionado. Las reuniones con mis amigas nunca habían sido mi actividad favorita, pero esa tarde sentí la necesidad de asistir. Después de meses rechazando sus invitaciones, decidí salir y respirar un aire diferente. Quizá porque el silencio de la casa me estaba asfixiando o porque quería recordar, aunque fuera momentáneamente, como era mi vida antes del matrimonio.
Desde la ventana de mi dormitorio, vi al chófer preparando el coche en la entrada. Cogí mi bolso y bajé las escaleras con paso firme, como si la confianza que proyectaba fuera real y no una máscara cuidadosamente ensayada. Cada uno de mis movimientos era elegante, medido, pero detrás de esa actitud, mis emociones estaban enredadas como una maraña imposible de deshacer. Cada paso resonaba en mi mente como un eco vacío.
Cuando el coche se detuvo frente al Mandarin Oriental, respiré hondo antes de bajar. El edificio brillaba bajo el sol de la tarde, con líneas modernas que reflejaban un lujo inalcanzable incluso para quienes lo frecuentaban. Era el tipo de lugar donde las apariencias lo eran todo y sabía perfectamente como desenvolverme en él. Había aprendido el arte de fingir mucho antes de convertirme en la señora Chen.
En la terraza, mis amigas ya estaban reunidas. Las vi antes de que se dieran cuenta de mi presencia. Reían con tazas de té en las manos, vestidas impecablemente vestidas con trajes que gritaban poder. Eran la imagen de un grupo que no tenía más preocupaciones que decidir en qué restaurante cenar esa noche. Parecían tan felices, tan despreocupadas, que me pregunté si alguna vez habría sido como ellas.
—¡Ai! —exclamó una de ellas cuando me vio, levantándose de inmediato con un gesto teatral. Me dio un abrazo y luego se apartó para observarme—. ¡Estás radiante! ¿Cómo lo haces?
—La vida de casada te sienta demasiado bien —añadió otra, levantándose para saludarme.
Sonreí y devolví los abrazos con la misma energía, aunque sentí que algo en mi interior se tensaba. Me senté en la silla que me indicaron, con una vista directa al río, y ajusté la caída del vestido sobre mis piernas, un gesto automático para ganar algo de tiempo. En ese momento, me sentí como una actriz en un escenario, recitando líneas que no había escrito.
—Al fin te unes a nosotras. Pensábamos que te habías olvidado de que existíamos —comentó otra amiga con un tono que oscilaba entre la broma y el reproche.
—Nunca os olvidaría —respondí, asegurándome de que mi voz sonara tan cálida como siempre. La mentira salió con facilidad, tan bien ensayada como mis gestos.
Mientras las demás hablaban sobre sus últimas adquisiciones, viajes y cenas extravagantes con sus maridos, yo me limité a escuchar. De vez en cuando añadía un comentario breve, lo suficiente para no parecer desinteresada, pero mi mente estaba en otro lugar. Sus conversaciones, llenas de trivialidades, me parecían extrañas, casi absurdas.
El tema inevitable surgió cuando una de ellas se inclinó hacia mí con una sonrisa curiosa.
—Ese vestido... ¿es de algún diseñador europeo? —preguntó, señalando la prenda con admiración.
Bajé la mirada hacia mi vestido y negué suavemente.
—No, lo encontré en una tienda pequeña. Me pareció muy bonito y lo compré sin dudar.
Era mi respuesta estándar, una mentira que repetía cada vez que alguien comentaba algo sobre mi ropa. Nadie sabía que diseñaba y confeccionaba mis propios vestidos. Para ellas, mi vida era una fantasía perfecta y prefería mantener esa ilusión intacta.
—Bonito es poco —intervino otra, observándome con envidia y aprobación—. Te queda perfecto. Aunque claro, con tu figura todo se ve bien.
Sonreí, agradeciendo el cumplido con una leve inclinación de cabeza.
—Bueno, me imagino que Chen Hao también tiene algo que ver. Estar casada con un hombre tan atractivo y rico debe ser como vivir un sueño, ¿no? —añadió otra, con un tono que bordeaba la burla.
Sentí mi pecho apretarse, pero mantuve mi expresión tranquila.
—Es un hombre maravilloso. Tengo suerte de estar con él —respondí, sintiendo que las palabras me quemaban en la lengua.
Se rieron, aparentemente satisfechas con mi respuesta, pero cada risa perforaba mi fachada. Sabía que no lo decían con mala intención, pero no podían estar más lejos de la realidad. Cada comentario era como una aguja que penetraba lentamente en mi piel, dejando una marca invisible.
A medida que la tarde avanzaba, los comentarios sobre mi «suerte» y la perfección de mi vida se repetían con la misma intensidad. Para ellas, yo era la imagen de la mujer que lo tenía todo: un marido poderoso, una mansión y una vida de lujos. Pero ninguna de ellas sabía la verdad.
Cuando una propuso un brindis, levanté mi taza, uniéndome a la sonrisa colectiva.
—Por Ai, nuestra estrella de Shanghái. Siempre impecable, siempre perfecta —dijo la amiga que había iniciado el brindis, su tono más sarcástico que sincero.
Mantuve mi sonrisa mientras mis labios rozaban el borde de la taza, pero por dentro sentí que el peso de la tarde me aplastaba. Era un papel que interpretaba cada día, pero esa tarde me sentía como si el escenario se desmoronaba bajo mis pies.
Cuando finalmente la reunión terminó, salí al vestíbulo del hotel y tomé una respiración profunda. La brisa fresca del río me golpeó en la cara y por un momento cerré los ojos, dejando que el aire despejara la opresión en mi pecho.
De regreso en el coche, miré por la ventana mientras las luces de la ciudad se encendían. Los edificios, con sus formas imponentes y brillantes, parecían burlarse de mi vida. Todo en mi entorno era un reflejo de éxito y felicidad, pero dentro de mí solo había un vacío que no podía llenar.
Cuando el coche se detuvo frente a la mansión, me quedé un momento en mi asiento, mirando las ventanas oscuras de la casa. La vista me resultaba familiar, pero esta vez no sentí la urgencia de preguntarme si él estaba en casa o no. Ni siquiera pensé en encender las luces del vestíbulo como solía hacer para que todo pareciera más acogedor.
—Gracias —dije al chófer al bajar, caminando con pasos firmes hacia la entrada.
El eco de mis tacones resonó en el silencio de la mansión. Dejé caer mi bolso en la consola del vestíbulo, ignorando la sensación de vacío que solía invadirme al entrar. No encendí más luces que las necesarias para subir las escaleras.
En mi dormitorio, me quité el vestido con movimientos mecánicos y lo colgué con cuidado en el armario. Mis dedos rozaron la pieza que había confeccionado, pero esta vez no sentí el orgullo de otras ocasiones. Me puse un simple camisón y me dejé caer en la cama, mirando al techo.
Por primera vez en mucho tiempo, no me preocupé por si Chen Hao volvía o no. El cansancio que sentía era tan profundo que dejé que mis pensamientos se desvanecieran, permitiéndome cerrar los ojos sin esperar nada de él.
*****
El reloj digital marcaba las nueve y media, pero seguía sentado en mi escritorio, con los codos apoyados en la mesa y la mirada fija en la pantalla del ordenador. Frente a mí, las proyecciones de los próximos trimestres desfilaban como una letanía interminable de números y gráficos que, por primera vez en semanas, no lograban captar mi atención.
El sonido constante del teclado de mi asistente me recordaba que aún había trabajo por hacer. Desvié la vista hacia un documento al azar y me detuve en una firma: Xu Ai. Su escritura fluida y meticulosa contrastaba con la rigidez de nuestra relación. Era un simple contrato de mantenimiento doméstico, un trámite menor, pero ver su nombre me desconcertó.
«Siempre tan perfecta», pensé, pero no estaba seguro de si aquello era un cumplido o una acusación. Había algo en esa perfección que me inquietaba, como si su calma exterior escondiera algo que nunca había logrado descifrar.
—Me voy. Asegúrate de cerrar todo antes de salir —dije secamente mientras me levantaba.
Mi asistente asintió y cogí mi abrigo sin mirar atrás.
El aire fresco de la noche me dio la bienvenida al salir del edificio, aliviando un poco la tensión acumulada. El chófer abrió la puerta del coche y me acomodé en el asiento trasero.
—¿A casa, señor?
Dudé un instante antes de asentir con un leve movimiento.
El camino a la mansión fue silencioso. A medida que las luces de Shanghái desfilaban por la ventanilla, mi mente continuaba vacilando entre pensamientos dispersos. Ai siempre estaba allí, en casa, esperándome como una constante en mi vida. Aunque nunca lo dijera en voz alta, esa presencia silenciosa se había convertido en algo que daba por sentado.
Cuando el coche se detuvo frente a la entrada, algo diferente me recibió: la oscuridad.
Salí con el maletín en una mano y cerré la puerta con más fuerza de la necesaria. El exterior de la mansión estaba completamente a oscuras, salvo por la tenue luz automática del vestíbulo. El vacío me golpeó con una intensidad que no esperaba.
—Puedes retirarte —le dije al chófer sin mirarlo.
Entré en la casa con pasos firmes y dejé caer el maletín sobre el sofá del vestíbulo. El eco de mis pasos resonaba sobre el mármol, multiplicando el vacío de la casa. No encendí ninguna luz. El silencio era abrumador y la luz tenue me envolvía como una presencia tangible. Me dirigí a la cocina, más por costumbre que por necesidad, y mi mirada se detuvo en las encimeras vacías.
No había platos, ni rastros de una cena preparada. Nada que indicara que Xu Ai hubiera pasado tiempo allí. Fruncí el ceño. Ella siempre estaba en casa. Esa era una de las pocas certezas de mi vida.
Regresé al salón y me dejé caer en el sofá. Este crujió ligeramente bajo mi peso, un recordatorio de que, incluso aquí, todo era demasiado grande, demasiado solitario. Apoyé los codos en las rodillas y entrelacé las manos, perdiéndome en mis propios pensamientos.
Unos minutos después, un destello de luz se filtró a través de la ventana. Los faros del coche iluminaron brevemente la entrada antes de apagarse. Me enderecé en el asiento, fijando la mirada en la puerta.
Cuando Xu Ai bajó del coche, su figura destacaba incluso en la tenue iluminación. Llevaba un vestido con el que no recordaba haberla visto antes, un diseño que resaltaba su elegancia con una precisión que me irritó.
Permanecí inmóvil, oculto en las sombras, mientras subía los escalones de la entrada. Abrió la puerta con calma y entró sin encender ninguna luz adicional. Sus pasos resonaron en el mármol, pero no miró hacia el salón, como si supiera que estaba sola.
Cuando subió las escaleras, la seguí con la mirada. Había algo en ella esa noche que me desconcertó. Sus movimientos eran fluidos, elegantes, pero exudaban una indiferencia que no estaba acostumbrado a ver.
Esperé unos minutos antes de subir al segundo piso. El pasillo estaba sumido en la penumbra, excepto por la luz que se filtraba por la puerta entreabierta de su dormitorio. Desde mi posición, pude verla desnudándose.
El vestido cayó al suelo y sentí que la frustración se acumulaba en mi pecho. Cada línea de su cuerpo me resultaba familiar y, al mismo tiempo, lejana. Había algo en esa imagen que me hizo querer acercarme, pero también me obligaba a retroceder.
Apoyé una mano contra el marco de la puerta, luchando contra el impulso de entrar. «Es su deber», pensé con amargura. Pero incluso mientras intentaba convencerme, sabía que no podía forzar algo que yo mismo había destruido.
Me di la vuelta y me dirigí a mi propio dormitorio. Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria, me quité la camisa y me dejé caer en la cama. Pero, aunque mi cuerpo estaba agotado, el sueño no llegó.
En la oscuridad, la imagen de Xu Ai seguía presente en mi mente. Sus movimientos calmados, su indiferencia al pasar por la entrada, la ausencia de cualquier gesto hacia mí. Recordé que solía encender luces por toda la casa al principio de nuestro matrimonio, diciendo que era importante que se sintiera como un hogar. Esa noche, su negativa a encender siquiera una lámpara me hizo sentir que el hogar que buscaba ya no existía para ella.
No era mi culpa. Me repetí esas palabras una y otra vez, como si pudiera convencerme de que eran ciertas. Pero algo en mí sabía la verdad: no era que ella estuviera cambiando. Era yo. Y ese cambio, esa posibilidad de querer algo más de lo que este matrimonio había sido hasta ahora, era lo que más me asustaba.