Él solo se sintió nauseabundo.

La chica semidesnuda yacía desplomada sobre la hierba, con expresión aturdida y frágil, su piel pálida y brumosa. A no más de tres o cuatro pies a su alrededor crecía la densa Enredadera Encantadora, sus gruesos y nudosos zarcillos retorcidos y entrelazados, haciendo imposible distinguir las raíces o ver las copas. Grandes flores rojo-púrpura colgaban entre las ramas y tallos, exudando una fragancia dulce y empalagosa.

Teodoro blandió la punta de su espada, como para cortar a través de esta ambigua escena similar a una pintura al óleo.

—No puedo acercarme, Señorita Derek, por favor intente ponerse de pie. Abandone esta área de Enredadera Encantadora —dijo.