Noche 18: Hibiki Dog Part.2

2:33 AM — La Hora en que las Disculpas Huelen a Desesperación

El Konbini respiraba con el ritmo lento de siempre, las luces fluorescentes zumbando como moscas atrapadas en ámbar. Yo, Hiroto, estaba contando monedas de 10 yenes (el sonido más honesto del mundo) cuando el ding de la entrada sonó como un suspiro avergonzado.

Hibiki estaba ahí.

Sin Miyu. Sin randoseru. Solo su uniforme impecable, sus lentes empañados, y una sonrisa temblorosa que parecía dibujada con tiza húmeda.

—P-p-perdón por lo de... —murmuró, señalando el lugar donde, noches atrás, había dejado un recuerdo líquido de su visita—. M-me limpié en casa. C-cuatro veces.

Aoi, que estaba reorganizando condones saborizados con una dedicación perturbadora, giró lentamente.

—¿Volvió orina-chan~? —canturreó, acercándose como un depredador—. ¿Vienes por otra clase de... derrames?

Hibiki no se encogió. En vez de eso, sonrió. Una sonrisa amplia, nerviosa, pero genuina.

—A-Aoi-san... —dijo, jugueteando con su falda—. G-gracias por... ayudarme a... a descubrir algo.

Aoi se detuvo en seco.

—¿Que te orinaste?

—N-no... —Hibiki respiró hondo—. Cre-e... o que me g-gusto —miró hacia mí, roja como un semáforo en pleno ataque cardíaco—. Q-que me hablen así.

El Konbini se sumió en un silencio tan denso que incluso la máquina de café dejó de gimotear.

Ah. —Aoi cruzó los brazos, su sonrisa desapareció—. Entonces, eres una pervertida. Qué original.

—¡N-no es eso! —Hibiki agitó las manos—. Es solo que... cuando Hiroto-san me insultaba, mi corazón... —apretó su pecho—. Latió rápido. C-como si...

—Como si tuvieras una taquicardia. —interrumpí, arrojando las monedas al cajón—. Deberías ver a un cardiólogo, no a un cajero.

—¡N-no! —Hibiki se acercó, pisando el charco imaginario de su última visita—. C-como si estuviera viva.. fue... f-fue lindo.

Aoi me miró, esperando mi reacción. Cuando no di ninguna, resopló.

—Bueno, esto es patético incluso para mí —dijo, alejándose hacia el depósito—. Las cajas me llaman. O eso, o mi dignidad se está ahogando, como sea, me voy.

Hibiki y yo nos quedamos solos. Ella, sonriendo como si hubiéramos ganado un premio. Yo, preguntándome si el gerente me pagaría extra por esto.

—Hiroto-san... —Hibiki colocó su cuaderno en el mostrador. La portada decía Matemáticas para Tontos con un sticker de un perrito llorando—. ¿P-podrías... insultarme otra vez?

—No.

—¿P-por qué no?

—Porque soy un empleado, no un pedo de internet.

Hibiki parpadeó, confundida.

—¿P-pedo?

—No importa. —suspiré, limpiando una mancha de café que ya no tenido sentido después de tantos capítulos—. Solo vete a casa y deja de molestar.

—P-pero si no lo haces... —susurró, retorciendo su falda—. Entonces t-tendre... que b-buscar a otra persona. En internet... o en algún callejón. P-para que me grite cosas feas...

El marcador que sostenía se quebró entre mis dedos.

—Oye... ¿Acaso eres tonta de nacimiento o solo hablas sin pensar? —dije, más brusco de lo planeado—. Eso es peligroso.

—¿Te... te preocupas por mí? —Hibiki sonrió.

—Me preocupa que me terminen relacionando con un crimen. —señalé el lugar del incidente—. No quiero terminar en una estación de policía siendo interrogado.

Ella rio, un sonido agudo y nervioso que hizo que el cliente de turno (un otaku comprando Pocky y lubricante) nos mirara.

—¡Entonces... acepta!

—No.

—P-por favor... —susurró, acercándose hasta que su aliento a té verde rozó mi oreja—. Solo... solo necesito un poco. U-un insulto. Dos. T-tú lo haces... bien.

Me aparté, sintiendo una incomodidad que no puedo describir.

—Eres más molesta que una mosca.

Hibiki gimió, apoyándose en el mostrador.

—O-otro...

—No, ve aún psicólogo o un psiquiatra, estas mal.

—¡S-si! Así... con voz fría.

¿Qué mierda esta pasando?

—Esto es estúpido. —arqueé una ceja comenzando a perder la paciencia—. Eres más tonta que un onigiri de pollo frito.

Hibiki jadeó, agarrándose el pecho.

—¡S-sí! ¡Más!

—Oye, ¿Acaso eres idiota?.

—¡Esa palabra! —casi saltó de emoción—. Idiota. ¡Soy idiota!

Apreté los puños.

¿En serio?

—Mira, Hibiki. Eres... —busqué el insulto menos dañino—. Una molestia con patas. como un perro callejero que te ve mientras comes.

Ella dejó escapar un gemido, tan agudo que hasta las latas de café vibraron.

—¿Q-qué más?

—Ya terminé.

—¡P-por favor! —suplicó, derramando lágrimas que brillaban bajo la luz fluorescente—. ¡E-es la primera vez que me siento así!

Me quedé mirándola. Su sonrisa temblorosa. Sus lentes empañados. Sus manos aferradas al mostrador como si fuera un salvavidas.

—Eres... —respiré hondo—. La peor estudiante que he tenido. —le di un suave golpe en la frente con un dedo.

Hibiki soltó un chillido, cubriéndose la boca.

—¿Y-y... y tonta?

—No voy a...

—¡Dilo!

—Eres tonta —dije, sin convicción.

Hibiki se estremeció, apoyándose contra la máquina de bebidas.

—G-gracias... —susurró, como si le hubieran dado un regalo.

En ese momento, Aoi emergió del depósito, arrastrando una caja de pudines vencidos.

—¿Sigue aquí? —preguntó, pero su voz carecía de la malicia habitual.

—¡Hiroto-san me insultó! —anunció Hibiki, orgullosa—. ¡Fue lindo!

Aoi me miró, y por primera vez, vi algo parecido a... ¿preocupación?

—No lo hagas. —murmuró, en voz baja como si hablara consigo misma—. Esto terminará peor de lo que imaginas.

Pero ya era tarde. Hibiki abrió su cuaderno, señalando una ecuación con dedos temblorosos.

—¿Q-qué tal si... me gritas mientras explicas fracciones?

...

......

Mierda...

El Konbini seguía funcionando. Las luces zumbando. Los clientes comprando. Y yo, atrapado en el rol más absurdo: maestro de matemáticas con especialidad en humillaciones.

A las 4 AM, mientras Hibiki se marchaba con una sonrisa y un "¡Eres el mejor, Hiroto-senpai!", Aoi se recostó en el mostrador, mirando el techo.

—Esto es tu culpa. —dije, tirando el marcador que había usado para dibujar corazones en los errores de Hibiki.

—¿Mía? —dijo sin emoción—. Tú le diste cuerda. Ahora tienes una estudiante de secundaria que actúa como tu mascota.

—No volverá.

—Mañana regresará con un outfit kawaii y ganas de más.

No respondí. Sabía que tenía razón.

El Konbini olía a café, a locura, a algo que no quería mencionar. Y yo, por primera vez, temí el sonido del ding en la entrada.

Pero así es la noche.

Una mierda sin sentido.