—Hermano, si no vuelves este fin de semana, juro que me planto en tu universidad y te arrastro a casa —insistió Lucas por enésima vez, con esa mezcla de terquedad y cariño que siempre lograba arrancarle una sonrisa a Alejandro.
Alejandro, con el teléfono atrapado entre el hombro y la mejilla, dejó escapar una risa suave, cálida, como si la voz de su hermano menor fuera un abrazo invisible que lo envolvía en una calma familiar.
—Tranquilo, pequeño, lo sé —respondió, su voz un susurro apaciguador, teñida de una ternura reservada solo para Lucas—. El viernes por la noche estaré allí, Lucacito.
—Más te vale, Álex. Si no, iré a buscarte a tu residencia. ¡Te extraño demasiado! —El tono de Lucas era una mezcla de reproche y anhelo, cada palabra impregnada de la urgencia de tenerlo cerca, como si el tiempo sin él se alargara eternamente.
Alejandro esperó a que Lucas colgara, dejando que el eco de su voz se desvaneciera lentamente en el aire. Bajó el teléfono con una sonrisa melancólica, guardándola como un tesoro privado entre él y su hermano.
—Solo cuando hablas con tu hermanito usas esa voz, Álex —bromeó Mateo, su amigo de toda la vida, apoyado con aire despreocupado contra la mesa de billar, el taco girando perezosamente entre sus dedos.
—No digas tonterías —replicó Alejandro, guardando el móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros, mientras sus ojos se posaban en la última bola sobre el tapete verde—. Soy un encanto con todos, ¿no crees?
Mateo soltó un bufido divertido, pero no insistió. Alejandro, con un movimiento preciso y elegante, golpeó la bola negra, que rodó con suavidad hasta deslizarse en la tronera con un chasquido limpio.
—¿Otra partida? —preguntó Mateo, alzando una ceja con un brillo juguetón.
—No, tengo hambre —respondió Alejandro, dejando el taco con cuidado y estirándose con una naturalidad felina que destilaba confianza—. ¿Tú tienes clase esta tarde?
—Dos horas. ¿Vienes conmigo?
—¿Estás loco? Ni siquiera voy a las mías —dijo Alejandro, con una sonrisa traviesa que iluminó su rostro como un rayo de sol.
Riendo, abandonaron el local. Alejandro cursaba segundo año de Relaciones Internacionales en la Universidad Central, una carrera conocida por su ambiente relajado pero con un prestigio que abría puertas sin esfuerzo. Mateo, por su parte, estudiaba Ingeniería Química, siempre más disciplinado, aunque su amistad de infancia los mantenía unidos como imanes, desafiando cualquier diferencia.
Esa tarde, sin embargo, la mente de Alejandro estaba en otra parte: el cumpleaños de Carla, una estudiante de tercer año de Administración. Alta, de piel clara y con una sonrisa que parecía capturar la luz del atardecer, Carla era el tipo de chica que solía atraer su mirada sin siquiera intentarlo.
Tras almorzar con Mateo, Alejandro se dedicó a buscar un regalo. Escogió una caja de chocolates artesanales y unos pastelitos delicados, un detalle cuidadosamente elegido, sin caer en excesos. De paso, compró un par de cajas extra para Lucas, imaginando la sonrisa radiante que iluminaría el rostro de su hermano al recibirlas.
Esperaba frente a la residencia femenina cuando Carla apareció, bajando las escaleras con una gracia natural que parecía flotar en el aire.
—Perdona la espera —dijo ella, con una sonrisa tímida que suavizaba sus palabras como una caricia.
—No pasa nada —respondió Alejandro, encogiéndose de hombros con esa naturalidad que lo hacía parecer siempre en control—. ¿A dónde quieres ir?
—Donde tú decidas —respondió Carla, su voz ligera como una brisa de primavera.
Caminaron juntos, sus pasos acompasados, manteniendo una distancia que era a la vez íntima y respetuosa. El perfume de Carla, sutil y dulce, flotaba en el aire, acorde con su personalidad: serena, con un encanto que no necesitaba alardear. Hablaba lo justo, dejando que los silencios entre ellos fueran cómodos, casi cómplices, como si compartieran un secreto tácito.
Mientras cenaban, Carla lo miró con un brillo juguetón en los ojos.
—Sabes, ya te conocía antes de hoy.
Alejandro arqueó una ceja, intrigado, un destello de curiosidad en su mirada.
—¿Ah, sí?
—Sí —confirmó ella, con una sonrisa que parecía guardar un pequeño secreto—. En el aniversario de la universidad, cuando cantaste. ¿Te acuerdas?
—Cómo olvidarlo —respondió él, con una media sonrisa que destilaba confianza, como si el escenario aún resonara en su memoria.
—Pues dejaste huella. Guapo, con una voz increíble… Todas mis amigas hablaban de ti.
Alejandro rió suavemente, llenando el vaso de Carla con un gesto galante que parecía natural en él.
—Entonces, gracias a tus amigas por tenerme en tan alta estima.
—También supimos de tu… pequeño incidente después —añadió ella, con un tono pícaro que encendió un brillo en sus ojos.
Alejandro fingió un suspiro dramático, dejando caer los hombros con un aire teatral.
—Por favor, no me recuerdes esa vergüenza.
Su llegada a la universidad había sido cualquier cosa menos discreta. Primero, su actuación en el escenario lo convirtió en el centro de todas las miradas; luego, una pelea con dos estudiantes de cuarto año de Ciencias del Deporte lo catapultó a la categoría de leyenda urbana en el campus. No buscaba problemas, pero tampoco los esquivaba, y esa mezcla de carisma y rebeldía lo hacía inolvidable.
La cena transcurrió entre risas y miradas que parecían rozarse en el aire, cargadas de una química sutil que flotaba como un susurro. Alejandro no era de los que prolongaban innecesariamente el juego de la conquista. A las tres citas, ya sentía que Carla compartía el mismo cosquilleo que lo recorría a él.
Al acompañarla de regreso a la residencia, decidió ser directo, como siempre.
—Sabes que me gustas, ¿verdad?
Carla, sorprendida por su franqueza, soltó una risa suave, sus mejillas tiñéndose de un leve rubor.
—Sí, lo sé —respondió, con una mirada que bailaba entre la timidez y la diversión.
—Perfecto —dijo Alejandro, con una sonrisa que era puro encanto, como si el mundo entero estuviera a sus pies—. ¿Puedo seguir intentándolo, entonces?
—Eres increíblemente directo —respondió ella, fingiendo estar abrumada, aunque sus ojos brillaban con una chispa de complicidad.
—La sutileza no es mi fuerte —replicó él, encogiéndose de hombros con una naturalidad irresistible que parecía desarmar cualquier resistencia.
Carla rió de nuevo, asintiendo con suavidad, y en ese gesto había una promesa silenciosa, un acuerdo tácito que flotaba entre ellos.
Tras despedirse, Alejandro caminaba de vuelta a su residencia, situada a las afueras del campus. La noche era fresca, y él se sentía ligero, casi flotando en la brisa nocturna. Entonces, su teléfono vibró.
—¿Dónde estás? —preguntó Javier, su compañero de piso, con un tono que mezclaba irritación y preocupación.
—Casi llegando. ¿Necesitas que compre algo? —respondió Alejandro, despreocupado, con la mente aún perdida en la calidez de la noche.
—No, es tu coche. Alguien lo ha pintado.
Alejandro apenas reaccionó, salvo por una leve chispa de sorpresa que pronto se disolvió en una sonrisa resignada.
—Vaya, qué original —dijo, con un toque de sarcasmo.
Al llegar, el olor a pintura fresca impregnaba el aire, un aroma punzante que irritaba las fosas nasales. Su coche estaba cubierto de colores chillones que desprendían un hedor insoportable. Sin inmutarse, Alejandro alzó la vista hacia el balcón, donde alguien le gritó:
—¿Todo bien, Álex?
—Solo es pintura —respondió él, con una calma que desarmaba, como si nada pudiera perturbar su equilibrio—. Perdón por el olor.
Movió el coche a un lugar apartado y, al volver, vio que sus compañeros habían cubierto las manchas en el suelo con sábanas viejas, un gesto silencioso que agradeció con un asentimiento. Subió a su habitación, dejando atrás el caos con una tranquilidad que parecía innata.
—¿Qué pasó con tu coche? —preguntó Javier, todavía con un ceño fruncido, claramente más molesto que él.
—Nada grave, ya lo arreglaré —respondió Alejandro, encogiéndose de hombros mientras se dirigía al baño.
Bajo el chorro de la ducha, el agua caliente arrastraba el cansancio del día, envolviéndolo en un manto de calma. Alejandro cerró los ojos, dejando que el agua lo abrazara. Su vida, con sus pequeños torbellinos y desafíos constantes, era un caos vibrante. Pero él, con su mezcla de rebeldía y ternura, siempre encontraba la forma de navegarlo con una sonrisa.